Los enseñantes somos un poco como los psicólogos: nuestra tendencia a etiquetar y a clasificar nos puede. Y toda junta de evaluación es una buena prueba de ello. Estos encuentros se convierten en una exhibición de quién tiene el iPad más potente, el excel más pormenorizado o la rúbrica sumativa más detallada. Y siempre para acabar hablando de lo mismo: de lo mal que está fulanito, lo poco que se esfuerza y lo perjudicial que es que se siente cerca de aquel que siempre molesta.
El devenir habitual de las reuniones de equipos educativos, que (admitámoslo), tan poco suelen gustar a la comunidad docente, es una radiografía de lo poco que avanza la evaluación formativa y las dificultades que entraña. Estos encuentros son los únicos donde coinciden todos los profesionales que le dan clase a los mismos chicos y chicas, por lo que podrían aprovecharse para poner en común estrategias de trabajo, fórmulas metodológicas de enseñanza, propuestas interdisciplinares o técnicas para mejorar el feedback con el alumnado. Sin embargo, en estas prevalece su orientación enjuiciadora, estadística y clasificatoria, todo ello aderezado por las habituales opiniones que brotan de los sesgos de cada cual, según lo que viva en el aula y las experiencias previas.
Lo que está claro es que, con estos mimbres, el único cesto que sigue haciéndose en la mayoría de casos es aquel en donde cada docente se afana por registrar cada resultado de aparente aprendizaje —es complicado que se pueda demostrar que un aprobado es sinónimo de que se aprende—, para enseñarlo con orgullo a los demás, como señal de rigor: “Que hago bien mi trabajo, vaya”. Por ello, los instrumentos de evaluación, más que un soporte que nos permite medir la evolución académica de un estudiante, sus errores y sus fórmulas de mejora, se siguen convirtiendo en la prueba más evidente de que los mecanismos de control siguen, año tras año, prevaleciendo sobre los fines de la escuela. Las pruebas escritas de características homogéneas son una parte extensa de nuestra cotidianidad, más que los procesos de regulación y reflexión sobre qué se aprende, qué no, y cómo se aprende, que debería ser lo fundamental.
Sin embargo, si la clave está en que un estudiante sepa más, las fórmulas para llegar a él serán tan diferentes como perfiles de aprendices tendremos en el aula, todas con ese único fin: que se activen en el cerebro las redes necesarias para que se adquieran conceptos, habilidades o actitudes. Pero la falta de entendimiento de esta premisa crucial pudiera estar provocando que los avances en la evaluación formativa vayan tan lentos como otras reformas estructurales de cierto calado en el seno de nuestra sociedad. Pero, mientras seguimos anclados al pasado, también en el pasado podemos encontrar algunas respuestas ante la incógnita de lo que es evaluar, y por qué no damos con sus claves de una vez por todas.
Los que damos clase de materias humanísticas sabemos que el saber cultural y artístico se ha transmitido a lo largo de la historia a través de distintas vías, en función de la época, el contexto o la civilización de la que hablemos. El otro día mi alumnado se sorprendía cuando le contaba que los incas transmitían relatos y otro tipo de informaciones mediante nudos en sus quipus, artefactos textiles que albergaban ramales de historias, datos, recuentos y experiencias. Además, les servían de almacén para su memoria patrimonial, con un papel similar al que los libros tienen en nuestra cultura (los incas, recordemos, no tenían nuestro sistema de escritura).
Los aedos griegos preferían técnicas concretas para la memorización de miles de versos que han llegado a nuestros días como narración de hazañas del pasado, fijadas a posteriori a través de diferentes vías. De una forma u otra, se registraban aprendizajes de manera diversa mediante ríos y ríos de información. Estaban enseñando; estaban aprendiendo; estaban fijando.
Algo similar a lo que se hacía en el Imperio Inca o en la Grecia clásica ocurre con lo que debería ser la evaluación: una expresión heterogénea de las interacciones de aprendizaje individual y conjunto que se producen dentro de un espacio educativo, y que pasan a plasmarse, con el fin de facilitar las acciones de seguimiento y mejora, a través de diversas estrategias: desde un diario de aprendizaje hasta una escala de valoración descriptiva, pasando por un portfolio o un sencillo registro para la observación sistemática.
Pensar un instrumento de evaluación (o una herramienta) solo para codificar una información sobre un aprendizaje y convertirla en nota numérica desvirtúa ese sencillo principio de tejidos que se entrecruzan para lograr que un grupo de personas sepan más al acabar una clase o un trimestre. Eso es lo que nos ocurre en este eterno “día de la marmota” en el que hemos convertido unos actos educativos que sobreviven rodeados del miedo a equivocarnos, temor que se acaba proyectando en el alumnado. Ya lo dice Neus Sanmartí en su libro Evaluar y aprender: un único proceso (2019): los instrumentos “también se pueden utilizar de forma rutinaria y generando emociones negativas en los aprendices”. De hecho, es lo que el examen tradicional basado en un formato cerrado de preguntas y respuestas abiertas ha provocado muchas veces a lo largo de la historia. Y, tal y como han demostrado determinados avances en neurociencias, a partir de emociones negativas es muy complicado aprender.
Los docentes presumimos de nuestras herramientas a pesar de haber sido convertidas en codificaciones de extrema complejidad mediante programas informáticos, que podrían considerarse parecidos a los quipus incas de los que hablaba antes por el entramado que representan, sí, pero con la diferencia de un elemento clave: esos artificios eran tejidos en donde todo tenía sentido: se usaban para crear y preservar conocimientos, algo que en absoluto se asemeja a una de esas inacabables tablas codificadas que no tienen nada que ver con la acción de evaluar: darle sentido formativo, reflexivo y regulador a lo que se aprende.
Mientras sigamos enmarañados en esa telaraña de números que marca la sintonía cuantificadora de nuestro desempeño, seguiremos en un pantano de dificultades que impiden detectar una retroceso a tiempo o valorar un avance a través de la observación o la conversación, factores clave que se han ido olvidando en la relación docente-estudiante y que nos permite seguir creciendo en saberes, aptitudes y actitudes, que es hacia donde tiene que avanzar una verdadera evaluación formativa.