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Cuando estrenamos un móvil, o un coche eléctrico o algún que otro artefacto moderno, es posible, sin que lo sepa el consumidor, que alguno de sus componentes esté realizado con materiales que provengan de una mina africana. Y, también es posible, que quién lo haya extraído sea un niño trabajando en unas condiciones terribles, obligado, seguramente, por la amenaza de otro niño que lo está apuntando con una ametralladora, un arma que, probablemente, se haya fabricado en el primer mundo, un lugar idealizado al que todos esos niños quieren ir, como si del paraíso se tratase.
Este es el punto de partida del nuevo trabajo del guionista Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952), catedrático jubilado de literatura francesa en la Universidad del País Vasco, y uno de los autores más importantes del sector del cómic de las últimas décadas, con numerosos reconocimientos nacionales e internacionales, incluido el Premio Nacional del Cómic otorgado en 2010. En esta ocasión, vuelve a colaborar con el dibujante Sergio García, con el que ya había coincidido en la obra Cuerpos del delito (2017), en aquella ocasión centrada en la Guerra de los Balcanes, situando a los protagonistas en la ciudad de Sarajevo en 1994. Sergio García Sánchez (Guadix, 1967), profesor titular en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Granada, ha sido galardonado recientemente como Premio Nacional de Ilustración 2022 concedido por el Ministerio de Cultura y Deporte. En el veredicto, el jurado destacó que García «es un ilustrador que amplía el formato libro llevando la narración gráfica a otros lugares y por multiplicar las posibilidades de la ilustración con imágenes que por sí solas narran. El autor goza de un lenguaje propio y singular, además de una técnica con una riqueza lineal que se adentra al infinito».
El talento de los dos autores se manifiesta en todo su esplendor en El cielo en la cabeza (2023), publicado por Norma Editorial con edición en castellano y catalán (en este caso, con traducción de Pilar Garriga y Pilar Sala), donde Altarriba y García muestran, por etapas, el periplo de Nubik, un niño de la República Democrática del Congo (la antigua República del Zaire entre 1971 y 1997), en la que en su primer tramo del cómic se inicia a los doce años en su país natal, trabajando en condiciones inhumanas en una mina de coltán. El coltán es un mineral compuesto, principalmente, por columbita y tantalita (de la contracción de los cuáles se acuña el nombre de «coltán»), de los que es posible extraer el tantalio, un elemento fundamental para la fabricación de condensadores en equipos electrónicos, ya sean móviles, tabletas, portátiles o cualquier artilugio que contenga una placa programada, que es casi todo lo que nos rodea en nuestra sociedad, en nuestra casa, en el trabajo, en nuestro entorno.
Se considera que la mayor reserva de coltán en el mundo se encuentra precisamente en la R. D. del Congo. Las imágenes que contemplamos en el cómic muestran pequeños orificios en el suelo por los que el menudo cuerpo de los niños se puede introducir para poder excavar y extraer el mineral en cuestión. En la última década, el conflicto armado que se libra en el interior del país ha cobrado la vida de millones de personas, siendo los niños un efecto colateral de la guerra. Unicef estima en más de 30.000 niños incorporados en grupos armados en los últimos años, unas milicias que, a su vez, los explota también sexualmente, además de utilizarlos para el trabajo pesado, incluido el trabajo en las minas, explotadas como una fuente de ingreso muy apreciada, con el beneplácito de la administración corrupta del país y la complicidad de los compradores (se intuye que empresas de origen chino).
En las primeras páginas del cómic contemplamos cómo Nubik debe de sobrevivir ante la dualidad que debe afrontar: morir o matar. Su carácter decidido es un estímulo para incorporarlo a la milicia con apenas doce años, convirtiendo la milicia en su nueva y única familia, para lo que deberá de seguir un cruel ritual que le marcará de por vida. Bueno, a él y a los que leamos el cómic. La violencia con la que deberá convivir (otro joven, en una situación similar, exclama en una viñeta: «Cuanto más matas, más te respetan»), le anima a decidirse por hacer lo posible para llegar a las costas del viejo continente.
El cómic se articula en siete capítulos a modo de etapas de la travesía: el Congo, la selva, la sabana, el desierto, Libia, el mar Mediterráneo y España, cada una de ellas representada con una magistral paleta de colores, responsabilidad de Lola Moral (Montalbán de Córdoba, 1964), con una larga experiencia como colorista, de la que cabe destacar el trabajo conjunto con Sergio García, en especial, las portadas para la mítica revista The New Yorker, todo un reconocimiento internacional al talento del equipo creativo. En El cielo en la cabeza disfrutaremos del gran trabajo de documentación realizado por parte de los autores, en un trayecto que atraviesa medio continente africano.
El color propuesto por Moral contribuye a potenciar aún más la creatividad desplegada por García en la concepción del diseño de la página, mostrando todas las posibilidades de comunicación del medio que no dejará indiferente al lector. El estilo expresionista del autor deforma la realidad para enfatizar aún más el relato en cuestión, que comienza como denuncia del abuso, para convertirse en una narración casi de aventuras en las que el protagonista va salvando un obstáculo tras otro, mientras lo vemos crecer durante toda la odisea. Observamos atónitos como el cuerpo pasa de niño a hombre mientras las decisiones que debe de tomar no son propias de una persona de su edad. Es un niño analfabeto que ha vivido situaciones absolutamente incomprensibles para nosotros, incentivado además por el consumo de drogas. «Bebe esto antes de entrar en combate, que hará que las balas no te atraviesen», le decían sus raptores.
Altarriba nos recuerda en el guion que las heridas de la violencia se manifiestan en el cuerpo y en la mente, y los traumas de las experiencias vividas le acompañarán a lo largo de su vida. También se vislumbra un atisbo de esperanza cuando Nubik muestra su inocencia y bondad, una bondad y un pasado que no le reconocemos cuando llega a España. Cada época tiene su obra asociada, y esta en la que vivimos tiene ahora a El cielo en la cabeza, su lectura nos ayuda a entender porqué llegan pateras una y otra vez con personas sin nada más que la ropa puesta, y que lo han abandonado todo buscando una esperanza idealizada: poder vivir en el lugar donde los ciudadanos utilizan los aparatos que incorporan el material que ellos ayudaron a conseguir, sin temor a que los maten a cambio de nada.