Por un lado cada vez más encontramos posturas de intolerancia en el ámbito de lo llamado políticamente correcto e incorrecto. La libertad de pensamiento se halla situada en un estrecho margen: entre lo que se puede y lo que se debe, que casi no se distinguen.
Vivimos en sociedades de culturas insanas llenas de antagonismos de las que la enseñanza y aprendizaje escolar no se despoja y se deja llevar por cantos de sirenas. Ya sabemos que estos cantos eran atractivos y peligrosos y que cuando se acercaban quienes creían que les harían encontrar la felicidad y el éxito, no encontraban nada. Pero, ¿por qué se seguía creyendo en ello y arrojándose ciegamente al lugar de dónde provenían estos cantos? ¿lo podemos comparar a los cientos y miles de mensajes que nos bombardean desde internet y los medios digitales prometiéndolo todo y no dando nada, porque nunca lo alcanzamos?
El sistema educativo que aún tenemos se impregna de forma seriada de chapapote y destila conformismo. Aún valoramos y evaluamos al alumnado por el grado de aceptación y asimilación de conocimientos impartidos, que no compartidos y ratificados. Sólo en algunas ocasiones usamos medios tecnológicos para lo mismo: inculcar y hacer aprender para un examen determinado ciertos conocimientos que emanan de las prescripciones curriculares, los materiales didácticos o el profesorado.
En la escuela se pasa mucho tiempo: muchos años, meses, semanas, días y horas y lo hace el 100% de la población en edad de educación obligatoria. Es decir: tiene una influencia fundamental en la sociedad, porque afecta a los ritmos y horarios de vida, a las familias, a los transportes, al tiempo de libre disposición, a las costumbres, a las modas.
Si tenemos cerca a alguna criatura en edad escolar, no nos influye su nivel de conocimientos en geografía, literatura o matemáticas. Sólo nos alteran las malas notas, porque parece ser que califican la valía global de las niñas y niños y de las y los adolescentes. Si tienen buenas notas, es que todo está bien, si las tienen malas o regulares es que las cosas se tuercen y van mal. Y, además las «buenas notas» son una marca de orgullo y tranquilidad para las familias.
Pero ¿dónde quedan los aprendizajes para una vida sana? Y, ¿qué entendemos por vida sana?
Mi postura es la siguiente: una existencia sin sobresaltos, excesivas autoexigencias que producen estrés, demasiadas expectativas autocomplacientes y desmesuradas, desorbitadas influencias de lo mediático y mensajes de tendencia y modas, imágenes distorsionadas de tu persona y sus posibilidades, servidumbres evitables, etc…
Todo ello pertenecería a una buena educación integral, que incluiría la educación curricular puesta al día, la educación emocional, la educación cívica y social, la educación para la convivencia interpersonal sin sesgos ni discriminaciones, la educación afectiva y sexual.
Y, adobada con valores de ciudadanía, como son el respeto al otro y a lo otro, la autoestima, la justicia, la equidad, la solidaridad, el afecto, el espíritu crítico, la responsabilidad.
Me parece que no andamos por este camino y que por tanto será muy difícil alcanzar la meta que respondería a una pregunta: ¿qué sería una persona bien educada en los tiempos presentes?
También creo que no sería precisamente alguien que finja maneras, que tenga una actitud de superioridad y un sentido de distinción, que haya alcanzado titulaciones y grados y que crea y marque territorio por estas cuestiones, como fue en otros tiempos.
En este momento, una buena educación ya podría ser patrimonio colectivo, puesto que colectivamente pasamos por la escuela, que es uno de los logros democráticos más significativos y relevantes.