Ofrecer una educación de calidad pasa por trabajar con proyectos a medio y largo plazo, algo que se convierte en una quimera si no hay un cuerpo docente estable, tanto en el centro educativo como en cuanto a su propia salud mental.
En mis ocho años de maestra he pisado seis colegios. Este curso empezaba como muchos otros: 1 de septiembre, 9 de la mañana, entro al colegio, saludo a los compañeros y rápidamente me doy cuenta de que la rotación este año es especialmente alta ¡Muy pocos se conocen! Muchos compañeros llegan nuevos como yo. Es entonces cuando presiento que algo va a ir mal este curso y, spoiler, ¡no me equivocaba!
Lo que voy a contar a continuación no se explica solo por la rotación, sino que entra en juego un extenso catálogo de factores que dificultan, cuando no impiden, la posibilidad de ofrecer una educación de calidad. Durante mi experiencia, he podido comprobar cómo se convierten en lugares comunes a los que todos los docentes nos vamos acostumbrando, volviéndonos indiferentes. Hablo de aspectos del día a día que pasan a ser parte del paisaje cotidiano y que los docentes normalizamos. Pero si tuviéramos la oportunidad de observar con distancia, tiempo y perspectiva ese paisaje, veríamos cómo lo que parece un radiante cielo azul no es sino un horizonte amenazado por nubes… O nubarrones. Empiezo por el principio.
Siguiendo la metáfora, tendríamos un paisaje mágico donde esos aspectos del día a día son representados por elefantes gigantescos que conviven con docentes distraídos en aulas diminutas.
En el primer claustro, como siempre, se hizo el reparto de tutorías y, como siempre también, las clases “buenas” ya estaban asignadas de facto a los veteranos. ¿Es este el criterio que usamos para asignar las tutorías? Mi experiencia personal me dice que sí y también que es uno de los grandes errores que se cometen en los centros escolares. El resultado es que los grupos más conflictivos, los que necesitan una continuidad y un cariño especial por parte de la comunidad educativa, se pasan la primaria “de mano en mano”, perdiendo la oportunidad de que alguien desarrolle un proyecto a medio-largo plazo con ellos, de que sientan que realmente les importan a alguien. Resulta evidente, ¿no? ¿Soy la única que está viendo cómo nos mira ese elefante?
Termina el claustro y me pongo manos a la obra a estudiar el historial de mi grupo. A priori, parece complejo pero interesante: varios alumnos con trastorno grave de conducta y otras NEAE, aunque lo más interesante es la cantidad de maestros que han pasado por esa clase, a saber: uno por curso.
Angustiada por todo el trabajo que tenía por delante, varios compañeros me advierten de que preste especial atención a las familias, porque hay algunas “complicadas”. “Vaya, ¡este año va a ser intenso!”, me digo. Así que busco apoyo en mis compañeros y en el equipo directivo; al fin y al cabo soy una recién llegada y me han “colocado” uno de los grupos más complejos. “¡Por supuesto! La clase no es tan mala como te la están pintando, no hagas caso, y además, estarás todo el curso apoyada directamente por nosotros”. Con esta frase se presenta ante mí el que sería mi verdadero problema: el equipo directivo.
A medida que pasaban las semanas veía situaciones que me chirriaban; elefantes en las aulas, en la sala de profesores, en los despachos del equipo directivo, vamos, negligencias con todas las letras que nadie denunciaba y que nadie inspeccionaba. No quiero entrar en detalles porque no es lo importante, pero menciono algunas de ellas para que el lector se pueda hacer una idea de la historia: alumnado con dictámenes y evaluaciones psicopedagógicas totalmente desfasadas; protocolos de absentismo que no se abrían aún cumpliéndose las condiciones; casos de acoso escolar ignorados por completo con el fin de “no poner etiquetas” y “no levantar sospechas de inspección”; constantes contradicciones en las medidas de convivencia que se adoptaban en el centro, que, por cierto, no estaban recogidas en ningún documento oficial del mismo y un largo etcétera.
Elefantes mágicos caminando tranquilos por todo el colegio sin dejar hueco prácticamente para docentes que, tarareando, miran para otro lado: “¿Elefantes, qué elefantes? Yo no veo nada. ¿Cómo va a haber elefantes en un colegio?”.
Los elefantes se reproducían por días, quitándonos a los maestros espacio y hasta el aire para respirar, provocando serios problemas de ansiedad hasta el punto de que más del 10% de la plantilla ha estado de baja por este motivo
Lo que para mí fue la gota que colmó el vaso ocurrió dos meses después de empezar el curso, cuando el equipo directivo me dijo a las 13:30 h de un jueves que a partir del día siguiente impartiría el área de Lengua en otro grupo. Pero el verdadero shock llegó cuando me enteré de que habían retirado la tutoría de esa clase a la hasta entonces tutora por unos comentarios totalmente falsos y banales de una familia, sin contrastar con el alumnado ni con el profesorado. Un cambio que suponía hacer del grupo un Frankenstein: 14 maestros, tres de los cuales impartían una misma área instrumental y una tutora que no aparecía por la clase ni para la hora de tutoría: la mismísima directora. Sin esta situación el colegio ya era un sinsentido en lo educativo, podéis imaginar el desempeño docente en este grupo.
En definitiva, los elefantes se reproducían por días, quitándonos a los maestros espacio y hasta el aire para respirar, provocando serios problemas de ansiedad hasta el punto de que más del 10% de la plantilla ha estado de baja por este motivo. Hago un paréntesis en este punto porque, cuando se habla de ansiedad en los docentes, a menudo se piensa que responde a sus buenas condiciones y su “piel sensible” frente a las dificultades. Pero es que además, justamente durante este curso un familiar cercano está estudiando la carrera de Educación Primaria y, en una de nuestras charlas sobre educación, me comentaba que se había asombrado con el temario de una de sus asignaturas porque se centraba en cómo abordar el burnout. Y nos preguntamos: “¿en cuántas carreras se estudia este tema?, ¿tan heavy es la situación de la educación como para que ya en la carrera te digan que vas a acabar quemado y te den estrategias para afrontarlo?”. Además, cuando le contaba las situaciones concretas que vivía en mi colegio, él me decía que eran calcadas a las que le ponían de ejemplo en clase. Es decir, que mi experiencia no es una anécdota, desde la carrera te están avisando de lo que te vas a encontrar. Joder, la verdad es que así se le quitan las ganas a cualquiera… Hay una parte de pragmatismo y de asumir que un colegio es un lugar donde se dan muchas situaciones que pueden ser conflictivas, de intereses contrapuestos, pero poner el foco en que sepamos afrontar la ansiedad en lugar de proporcionar un análisis científico de por qué ocurre y darnos herramientas para cambiarlo, es como enseñar a manejar la respiración a alguien a quien se le ha caído un elefante encima.
Y ante esta situación, ¿qué nos queda a los maestros que no queremos tararear mientras en los coles ya hay más elefantes que alumnos? En primer lugar creo que, bajo la máxima de que tiene mayor responsabilidad quien más poder tiene, el equipo directivo es el órgano que tiene que velar por la calidad educativa de su centro y la seguridad psicológica de los docentes. En este caso, sin embargo, fueron los principales instigadores de las negligencias y las bajas por ansiedad. ¿Recuerdan cuando al inicio me sorprendí de la cantidad de maestros nuevos? No era casualidad, la gente huye de allí. Lo peor es que hace varios años, ya me advirtió un compañero veterano: los colegios funcionan a pesar de los equipos directivos. Cuántos elefantes habrá visto ese hombre en su vida… En todo caso, nos queda apoyarnos en nuestros compañeros, tejer una red de iguales con aquellos que tampoco quieren tararear. En mi caso tampoco encontré mucho apoyo en el claustro. He de matizar que, realmente, gracias a algunas compañeras no he acabado aplastada por un pisotón de elefante, pero ninguna quería ayudarme a enseñarles a estos simpáticos paquidermos la salida del centro (pobres, ellos qué culpa tienen, andarán pensando cómo han acabado aquí).
El inspector que me atendió me dijo de manera educada, correcta y formalmente impecable que jamás un elefante había pisado una escuela. Debía de haberlos imaginado
Otro agente que me parece clave para la lucha contra la negligencia educativa son los sindicatos, y allí acudí ante la falta de apoyo en mi centro. Me causó cierta decepción comprobar que su apoyo se centró en lo administrativo, les hablé de los elefantes y prácticamente su respuesta fue: “ya, qué mal…”. Un grupo complicado, un equipo directivo abiertamente negligente, los compañeros, plenamente conscientes, miraban para otro lado y el sindicato, mi última carta, me ayudó poco menos que chat GPT; a cada paso que daba crecía mi propia ansiedad. Aguanté lo que pude, postergué la decisión confiando en hallar por algún lado una solución, aunque fuese parcial, o al menos fuerzas para acabar el curso. Finalmente yo misma acabé de baja y asistiendo a terapia por ansiedad.
Pero no terminó ahí, no me resignaba a la idea de que no hubiera nada que pudiera hacer, que todo aquello ocurriera impunemente; decidí acudir al inspector. Bueno, podéis intuir lo que pasó. El inspector que me atendió me dijo de manera educada, correcta y formalmente impecable que jamás un elefante había pisado una escuela. Debía de haberlos imaginado. Cuando salí de su despacho, lo escuché continuar tarareando.
Contar mi experiencia no pretende transformarla en legitimidad para criticar con trazo grueso el sistema educativo, del cual asumo su complejidad y los retos a los que se enfrenta, así como las conquistas que sí ha conseguido en estos años de democracia. Esta historia me ha pasado a mí pero quizá, de otra manera, también te ha pasado a ti o conoces a otros a quienes les ha pasado. También sé muy bien qué matices se pueden poner en cada caso: el equipo directivo podrá argumentar que…, los sindicatos pueden justificar su…, y evidentemente, los inspectores se aseguran de que todo esté completamente dentro de la norma. Como es natural, habría mucho que debatir en cada caso concreto, pero si por algo me he animado a contar mi historia es porque no acepto el papel cómplice e irresponsable que quieren que asumamos los maestros. Nosotros somos los que ponemos el cuerpo en el acto educativo y los que sufrimos las consecuencias de un diseño equivocado y una organización defectuosa, pagándolo con nuestra salud. Pero además, nuestro compromiso es con nuestro alumnado, todo debería estar dispuesto para lograr ofrecerles la mejor educación. Debemos dejar de fingir que no vemos todos esos elefantes en las aulas. Muchos probablemente rumien que es injusto, ineficaz, que debería ser de otra manera. Fuera, en conversaciones, casi todos comentamos que es una locura lo que pasa en los colegios, que casi parecen más un zoo; pero nadie o pocos actúan porque piensan que incluso significarse puede traer problemas.
Tenemos que romper la baraja, los maestros no nos jugamos el puesto de trabajo cuando denunciamos las irregularidades que vemos en los centros, no somos trabajadores de una empresa que puede tomar represalias, somos funcionarios públicos y esto, que es un privilegio en muchos aspectos, lleva implícito una serie de obligaciones legales, pero también morales, que estamos incumpliendo engañándonos a nosotros mismos con la excusa del miedo, cuando lo que hay detrás es inseguridad, irresponsabilidad y comodidad. Reconocerlo es el primer paso, ofrecer tu apoyo y buscar soluciones juntos, cuando veas que un compañero se digna a dar el paso, es el segundo. Ahora, lo ideal es que des el tercero: sé tú mismo quien pase a una actitud proactiva, saquemos a los elefantes de nuestros colegios para que los docentes podamos trabajar en condiciones y ofrecer la educación que todo niño se merece. Yo me comprometo, ¿y tú?