Woke se ha convertido en una de esas palabras que, a menudo, utilizan los sectores más reaccionarios para quejarse de sensibilidades a su juicio demasiado concernidas con la igualdad o la justicia; un comodín al que sus detractores suelen atribuir voluntades de “cancelación”, paradójicamente desde estrados que no sufren ninguna censura; o directamente un insulto dirigido a colectivos vulnerables o a sus defensores, bajo el argumento falaz de que “todo debe ser políticamente correcto” y, por tanto, “ahora no se puede decir nada”. Por ejemplo: no se podría, según estos vocingleros anti-woke, contar chistes machistas u homófobos. Sin embargo, lo cierto es que sí se puede, pero ha cambiado la recepción social de los mismos y, al menos a algunas, no nos hacen mucha gracia.
Tanto la cancelación como lo woke son anglicismos trasladados directamente del contexto estadounidense, frecuentemente sin un entendimiento cultural ni mucho menos una historia que los preceda. El caso de lo woke es particularmente sorprendente, pues el concepto está siendo utilizado, tanto en Estados Unidos como en España, de forma diametralmente opuesta a como se usaba en su origen. Tergiversado, vapuleado, robado semánticamente de su aspecto más reivindicativo, es preciso trazar una genealogía que consiga mínimamente dignificar una palabra que ha azuzado las conciencias desde principios del siglo XX. Woke es un término del inglés afroamericano, que significa literalmente “despierto”, y se ha empleado tradicionalmente para simbolizar la necesidad de permanecer así, alerta, vigilante frente a las múltiples aberraciones a las que ha sido sometido el pueblo negro. Aunque el diccionario de Oxford asegura que el primer uso documentado data de 1891, su andadura pública ha sido posterior.
En 1938, el cantante de blues Lead Belly usó la expresión “stay woke” (mantente alerta) en la canción “Scottsboro Boys”, que cuenta el caso de nueve muchachos negros acusados injustamente de violar a dos adolescentes blancas en 1931. Grito antirracista desde el principio, esta frase siguió circulando entre las comunidades afroamericanas. En 1962, el novelista William Melvin Kelley denunciaba en una pieza para The New York Times el uso indebido de la jerga negra por parte de representantes blancos de la cultura, de manera similar a lo que más tarde se ha caracterizado como “apropiación cultural”. Entre los vocablos robados se encontraba woke, aunque sin llegar a tener la proyección actual. Protegido entre sus lindes antropológicas durante décadas, aterrizó en algunos temas musicales como el de la artista Erykah Badu “Master teacher” en 2008, pero no fue hasta el nacimiento del movimiento Black Lives Matter (BLM) que alcanzó un grado de popularidad capaz de sobrepasar barreras tanto geográficas como étnicas.
Al calor de los asesinatos de afroamericanos inocentes por parte de la policía, como Trayvon Martin (2012), o Eric Garner (2014) –a quienes vimos en vídeo agonizar mientras denunciaba que no podía respirar– se hizo evidente la obligatoriedad de despertar, de escudriñar los alrededores para evitar la próxima amenaza, así que el lema “stay woke” devino casi un distintivo identitario, y luego un hashtag en redes sociales.
Cuando en agosto de 2014 estallaron las protestas en Ferguson, Misuri, debido a la muerte de Michael Brown a manos, igualmente, de las fuerzas del orden, quedó constituido definitivamente el colectivo activista BLM, y patente ante los ojos de la ciudadanía estadounidense que la representatividad racial en la Casa Blanca –Obama era presidente– no impedía la existencia de un racismo estructural que permeaba el tuétano de cada institución, incluyendo a la policía, cuya brutalidad se manifestó en los homicidios referidos, pero también en la desproporcionada represión en las calles.
El documental de Laurens Grant, Stay Woke: The Black Lives Matter movement (2016) recopila imágenes de aquellos momentos, así como la confluencia de estrategias organizativas y demandas legítimas en torno a la expresión que nos ocupa. Woke se tornó moda y grito, trasunto de los Derechos Humanos, bandera de una dignidad merecida.
Han pasado exactamente diez años desde aquellas manifestaciones y lo woke arrasa en boca de políticos y otras celebrities de ultraderecha. Trump ha enunciado en numerosas ocasiones el desprecio que siente por un concepto que interroga directamente el privilegio blanco, aunque probablemente sea Ron DeSantis, el gobernador de Florida, quien se lleve la palma en cuanto a reapropiación para emplearlo como arma arrojadiza. Recordemos que hasta aprobó la “Ley Stop-Woke”, diseñada para restringir la libertad de cátedra en centros escolares sobre cuestiones que tengan que ver con la raza o el género. Prohibir libros de texto que aborden la esclavitud, o los programas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) en las universidades; reducir los derechos de las mujeres (la derogación del aborto a nivel federal) o de las personas LGTBI; hasta eliminar normativas que impliquen cierta protección contra el cambio climático. Todas ellas se considerarían medidas “anti-woke” entre los ultraderechistas recalcitrantes, una tendencia discursiva, acompañada de una agenda política, que está siendo replicada en nuestro país dentro de esa llamada “batalla cultural” cada vez más global.
Es improbable que, como reclama la legendaria Asociación Nacional para el Progreso de la Personas de Color (NAACP), fundada en 1909, se pueda restituir la palabra a su cuna afroamericana. Seguirá su curso por otros derroteros, siendo manipulada y adulterada, ajustada al escarnio que sufren los sectores progresistas; pero al menos sabremos que su génesis no fue espuria y contiene la huella disidente de la poblaciones oprimidas.
1 comentario
Gracias por esta muy completa explicación acerca del origen, del uso debido y del indebido.