Dejando de lado la situación del profesorado universitario, que sin duda da para otros muchos artículos detallados, el quehacer de los trabajadores de la educación está cada vez más plagado de requerimientos, mientras que los incentivos para su desempeño o son nulos o son muy limitados.
A lo largo de la carrera laboral, el impulso de la promoción y el progreso de los trabajadores de la escuela seguramente más compleja de nuestra era se limita a los complementos retributivos por antigüedad (trienios y sexenios) y los relativos al desempeño de cargos; unos complementos que no existen en determinados casos en todas las comunidades autónomas: equipos directivos, jefaturas de departamento, desempeño de tutorías, coordinadores de determinados programas, etc.
Puede pensarse que los incentivos por antigüedad deberían bastar como reconocimiento económico, alicientes que es cierto que en muchos otros trabajos ni siquiera existen; podrían plantearse como suficientes incluso si las funciones del profesorado fuesen las mismas que las de hace décadas. Pero lo cierto es que el cuerpo docente, bajo el paraguas legal de lo dictado en la LOE en su artículo 91, hace muchísimo más de lo que hacía en el pasado, sobre todo en el amplio marco de la gestión burocrática y de la atención al desarrollo afectivo, psicomotriz, social y moral de un alumnado cada vez más diverso y con más necesidades.
Por supuesto que estoy a favor de repensar el rol del trabajador de la educación, adaptándolo a los nuevos tiempos. Por ejemplo, avanzar en la necesidad de abrir nuestros centros escolares y configurarlos dentro de planes de entorno donde se prime el enfoque relacional entre profesionales nos lleva a avanzar hacia la figura del “maestro comunitario”, defendida por investigadores como Francesc Imbernón. Pero, ¿bajo qué condiciones se debería de dar esta transformación? ¿Cuáles son los alicientes que reciben quienes se dedican a la enseñanza para seguir subiendo escalones en su necesaria alianza social y cultural con la comunidad?
Por supuesto que la dignificación de la profesión docente no pasa sólo por los incentivos salariales, aunque estos sean una pieza clave
Los docentes más comprometidos suelen ser a la vez los más desgastados, sobre todo, en la última fase de su carrera laboral, y esto bajo ningún concepto debería ser así. En Secundaria, por ejemplo, hay escasas comunidades autónomas que se han animado a relanzar las convocatorias de acceso al cuerpo de catedráticos y catedráticas de profesorado de ESO y Bachillerato como fórmula para mejorar las condiciones de trabajo y la calidad en su ejercicio. Sin embargo, y a pesar de que la norma prevé que la cantidad de personas pertenecientes a este cuerpo puede alcanzar hasta 30% del número total de funcionarios de cada cuerpo de origen, en casi ninguna región se roza esta cifra.
Por supuesto que la dignificación de la profesión docente no pasa sólo por los incentivos salariales, aunque estos sean una pieza clave. Si buscamos una verdadera dignificación del trabajo de los maestros y profesores, cualquier revisión retributiva o mejora de las condiciones de trabajo debe vincularse al ya tan ansiado replanteamiento de los modelos de formación inicial y permanente, así como del acceso a la función y la carrera docente. Recordemos, en ese sentido, que tenemos desde 2007 un Estatuto Básico de los Empleados Públicos, que incluye los deberes, derechos o el código ético de los trabajadores de las administraciones, pero que no recoge las necesarias especificidades de profesorado y demás profesionales de la educación (singularidades que son palpables, por ejemplo, en lo salarial y en las características de la jornada laboral). Y urge llegar a consensos para avanzar en este asunto, estancado desde hace décadas.
La complejidad del territorio donde se mueve el docente, con modificaciones permanentes en los contextos, las leyes y las concepciones culturales y sociales, multiplican el esfuerzo y la exigencia en las competencias laborales, sin que ello haya llevado aparejado —al menos hasta el momento— un refuerzo en los incentivos necesarios. Vivimos inmersos en un cíclico proyecto de cambio conjunto en el mecanismo de socialización más importante del mundo, la escuela, sin que apenas se hayan dado revisiones en las esferas del reconocimiento y la carrera del profesorado.
Nos paramos a revisar las leyes pero no el estado del trabajo del educador, sin percatarnos lo suficiente de que su bienestar incide directamente en el bienestar del alumnado
Tal vez en el plano institucional también se estén sufriendo los condicionantes que suponen esa determinada forma de mirar la profesión, estancada desde hace tiempo: la linealidad a la hora de tratar el estatus del docente en cuanto a sus incentivos choca con las nuevas perspectivas que se le pide a estos profesionales, en medio de una complejidad sin precedentes. Nos paramos a revisar las leyes pero no el estado del trabajo del educador, sin percatarnos lo suficiente de que su bienestar incide directamente en el bienestar del alumnado, eje actual de las actuales exigencias públicas, debido al impulso en el ámbito de los derechos de la infancia. Mucho que pensar sobre ello.
Se educa por y para la libertad, y quien se dedica a ello debe tener los incentivos suficientes para, también, poder sentirse libre
En definitiva, el estado de bienestar en un país tiene mucho que ver con la dignificación del desarrollo profesional de los trabajadores dedicados a la enseñanza. En medio de una permanente batalla cultural que acapara las voces más escuchadas de la opinión pública, pocas políticas con afán revisionista le han dedicado el tiempo que se merece al asunto. Un ejemplo claro es que todavía el cuerpo de maestros y maestras no tenga el reconocimiento de subgrupo A1 a pesar de la similitud de preparación académica, funciones, responsabilidades y horarios con el cuerpo de secundaria.
Y vuelvo al inicio: dedicarse a la educación, a enseñar y a aprender al lado de jóvenes que van a ocupar nuestros puestos de trabajo en un futuro no muy lejano, es apasionante. Un reto en lo personal y en social que nos coloca entre los privilegiados del mundo laboral, por lo que supone el ejercicio del magisterio para la sociedad contemporánea. Pero para que el bienestar colectivo en este terreno sea pleno, hay que tapar antes los agujeros y cimentar un desarrollo profesional acorde con los nuevos tiempos. Porque, como han mantenido muchos pensadores a lo largo de los tiempos, desde Dewey hasta Freire o Chomsky, se educa por y para la libertad, y quien se dedica a ello debe tener los incentivos suficientes para, también, poder sentirse libre.