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¿Por qué pedagogía del amor?
En primer lugar, porque vivimos en una sociedad desalmada, víctima y artífice de barbaries provocadas por el ego. Y si todo empieza en uno y en la educación, el amor resulta pues un tema pedagógico ineludible.
La mente inventa banderas, partidos, religiones, ideales de cualquier índole, fragmentando así nuestro planeta. Una humanidad que juega a ser dios, retando incluso a la naturaleza, a la que infravalora como maestra. Un camino de exterminio nunca podrá acercarse al amor.
Lejos de vivir, como creemos, en vanagloriadas democracias, más afinado sería hablar de partidocracias. Un inagotable número de reformas educativas que, salvo cambio de nomenclaturas, no implica ninguna transformación sustancial, resultado de esta partidocracia. Una batalla de egos políticos, que creen acertar con sus dos míseros cambios de guion.
Hemos construido una hueca meritocracia educativa que se nutre de la negligencia de los necios, inflamada de fatuos saberes prestados
El sistema capitalista mundial ha generado una cultura de dependencia tan vertiginosa y sobreestimulada que, mareados por esa inercia, hemos perdido de vista el sentido de la vida. Moramos en una sociedad obtusa que sepulta la dignitas hominis. Una sociedad dominada por un capitalismo perverso, el cual desoye a la humanidad arrojándonos al abismo atroz de las guerras. Una sociedad pueril, exenta de madurez interior.
Dicho de otro modo, transitamos una sociedad de zafios que vegetan, sustrayendo ideas estereotipadas ajenas que hacen suyas, esterilizando el saber con cerrazón. Docentes, familias y alumnos se encuentran atrapados en una laxitud paralizante por miedo, inconsciencia o agotamiento. Hemos construido una hueca meritocracia educativa que se nutre de la negligencia de los necios, inflamada de fatuos saberes prestados.
Discursos abominables no por su lingüística, sino por su famélica dignidad moral y espiritual. Somos pregoneros de un ego fermentado que avinagra la humanidad.
Grandes pensadores, como Noam Chomsky, entre otros, son desde mi manera de entender un mundo más amoroso, algunos de los referentes contemporáneos que alertan de los peligros a los que nos ha abocado ya nuestro ego. Expresan vehementemente que la libertad de pensamiento y el amor son pilares de cualquier sociedad pacífica.
A lo largo de la historia uno de los lemas de la educación ha sido (y sigue siendo) que sirve para adaptarnos a la sociedad que habitamos. Uno de los seres más despiertos a los que he tenido acceso, Krishnamurti (2017), cuestionaba cuál es el sentido de adaptarnos a una sociedad enferma. No podemos educar solo para adaptarnos, sino para sanarnos. Y, por otro lado, al no sentir nunca el rol del educador como un mero dispensador de currículo, sino como generador de conciencia, me preguntaba también cómo generar conciencia sin tenerla antes de uno mismo. Así parece ser, todo empieza en uno.
Tenemos como marco de referencia estructural una sociedad inflamada por multitud de acciones escaparatistas, por lo que se vuelve medicinal volver al interior. La vertiginosa velocidad con que actuamos, la ausencia de silencio y reflexión, el uso descontrolado de tecnología, el alejamiento de la naturaleza, el arrinconamiento de la lectura comprensiva, la actitud amorosa, el menosprecio de lo artístico y la filosofía en las aulas, la abrumadora competitividad, currículos inflamados que nos distraen de lo que de verdad nos nutre, una famélica educación emocional y espiritual, definen el panorama ante el que urge una pedagogía de la interioridad.
Tomando como referencia los libros de texto de historia que se manejan en centros educativos, la sucesión de guerras resulta ser hilo conductor de aquella. Nos hemos aferrado a la falacia de que conocer la historia evita que se repitan catástrofes humanas, cuando está demostrado que no es así. A la vista está. El ser humano sigue siendo pernicioso e ignorante. La propuesta es acoger a personajes históricos que han apostado por enseñanzas amorosas: Mandela, Gandhi, Osho, Krishnamurti, Confucio, Thoureau, Wangari Maathai, Luher King, Tagore, Lao Tse… Justo son quienes invitan a la introspección amorosa.
Rabindranath Tagore (1861-1941), pensador, poeta, novelista, músico, pintor, traductor y pedagogo hindú, planteó una reforma educativa en tiempos del imperialismo británico, al que rechazó por abolir la cultura hindú en lugar de convivir con ella. De su pensamiento educativo cabe destacar su afán de búsqueda por un entendimiento entre Oriente y Occidente a través de un humanismo universal, aspecto que compartía con Gandhi.
Fundó una escuela en 1901, llamada Shantiniketan (Morada de Paz), que con el tiempo acabó convirtiéndose en universidad. Shantinikekan se caracterizaba por el juego, el contacto con la naturaleza, actividades artísticas, teatrales, meditaciones, pensamiento crítico, visión transformadora de la realidad, lecturas no vinculadas a ninguna religión (coherentes con la ansiada unión de culturas), diálogo, así como la autogestión como principio organizativo. Todo ello a favor de un desarrollo intelectual, físico y espiritual. Los anteriores aspectos son semillas de paz.
Educar con amor supone descondicionarnos, dando paso a nuestra inteligencia primordial que atraviesa a todas las demás y las pone a merced de esa búsqueda de sentido, entendida como todo aquello que genera apertura y pertenencia a la vida.
En segundo lugar, el amor es un término que ha sido, y sigue siendo, investigado desde distintas disciplinas: biología, psicología, pedagogía o filosofía, entre otras. Tiene tantos prismas como un diamante. Quizás por ello, resulta arduo concretar y hacer comprensibles sus innumerables matices. Con la mente lo acotamos e intentamos comprenderlo, pero en esencia es como agarrar el aire.
Su trayectoria semántica sigue siendo ecléctica y, en ocasiones, manida, incluso corrompida. Un vocablo que trae consigo múltiples interpretaciones. Por lo que el humilde propósito es intentar hacerlo más comprensible como gran tema dentro de la pedagogía en aras de una humanidad pacífica.
En términos populares, relacionamos el amar con la querencia, el pasteleo, la pasión, el apego, la filia o la posesión.
Desde la neuroeducación, amar podría interpretarse como un proceso de autocuidado psicosomático. La neuroeducación constata que el cerebro es un órgano de conocimiento más emocional que racional. De hecho, en el feto el corazón empieza a latir antes de que el cerebro se haya formado.
Partiendo de una pedagogía más consciente, amar es lo opuesto al ego, por lo que, para educar en el amor, inevitablemente, hemos de educar la atención contemplativa sobre cada movimiento de nuestra mente tramposa.
Cuanto más tratamos de definirlo, más nos alejamos de su verdad. Amor romántico, platónico, fraternal, maternal, propio, amistad y filias varias son algunas expresiones hermanadas con el amor. Lo aquí investigado pretende zafarse de las tipologías estancas porque, a mi modo de ver, fragmentan la idiosincrasia esencial del amor, que es la unidad.
Hacia una educación amorosa
El intelecto es osado e invasivo. Lo alimentamos porque habitamos una sociedad sierva de la mente. Pero la naturaleza del pensamiento, más allá de solventar nuestros avatares cotidianos, no tiene tanto de qué ocuparse. De hecho, si le damos rienda suelta corremos el riesgo de zambullirnos en sus redes analíticas, que giran sobre sí mismas impidiendo incluso la resolución de determinados problemas. Es más, la mente no resolverá el miedo a vivir ni nuestra hueca ansiedad. Es ahí donde finaliza su utilidad para dejar paso al devenir de ideas sin pretensión resolutiva alguna. Salir del obtuso enredo mental nos encauza hacia una serena vivencia del amor.
Una educación profunda nos hace percibir lo esencial, que no está en los libros. Es una inteligencia que no añade capas de papel maché a la pegajosa máscara del ego, sino que las elimina, permitiéndonos respirar. Hace hueco a la conciencia desatiborrando el ego, vaciándolo. De ese vacío emerge el amor. El ego no soporta el silencio, ya que tiene respuestas para todo. En cambio, el amor se nutre de él, y es en el silencio donde halla toda respuesta o a ninguna.
El amor es un estado meditativo permanente de apertura en que la duda y la falta de conclusiones nos permiten discurrir, interminablemente, hacia un inquebrantable autoconocimiento. Es un estado de conciencia no horadado por los intereses del hombre, sino esculpido por la armonía de su naturaleza. El amor nace de la conciencia. Cambiemos control por contemplación. Conocimiento por autoconocimiento que es la materia de la que está hecha una educación más consciente.
La mente siempre está en huida, anhelando algo que alcanzar, acumular, esperar, gratificarse, zafarse o hacer. Sin embargo, llega un momento en el que los escondites se acaban. Y al único lugar al que llega es al vacío y su no aceptación provoca sufrimiento que seguimos esquivando a través de escudos egóticos.
Violentamos el trascurrir natural de los acontecimientos para hacerlos a imagen y semejanza de nuestro ego. Hemos perdido de vista la naturaleza como gran educadora. Y no solo eso, sino que estamos condenando al planeta en que vivimos a un devenir catastrófico. ¿Tan ciegos somos? La naturaleza carece de ego y fluye ordenada.
Educar se da en relación a los demás. El amor acontece en el encuentro. Como un conjunto de acciones, una manera de ser y estar que aceptar al otro como un legítimo en la convivencia; por lo tanto, amar es abrir un espacio de interacciones en el que su presencia es legítima sin exigencias. ¿Acaso podrá aprender y/ enseñar bien aquel que no se sienta reconocido? Y no en términos egocéntricos. Esto nos lleva al punto de partida: a nuestro auto-conocimiento amoroso. ¿Cómo podemos generar conciencia en los educandos sin tenerla de nosotros? La autoconciencia radica en darnos cuenta de nuestra conciencia, para lo que la interacción con los demás se torna espejo. Educar es comunicar y en el encuentro de interacciones corporales hacemos saber al otro cómo lo acogemos y respetamos.
Como especie, el ser humano está programado para relacionarse desde el amor. Aunque, biológicamente, también somos agresivos en pro de la supervivencia. El dilema viene cuando los peligros son ilusorios o creados por la mente y es del ego del que nos defendemos, en vez de hacerlo de amenazas reales.
De otra manera, la especie se hubiera extinguido hace tiempo. Sin embargo, el halo socializador del planeta es bélico. ¿Cómo nos hemos educado para llegar hasta aquí? Resulta inaplazable un cambio de paradigma educativo que nos oriente al amor. El comienzo del mismo conlleva darse cuenta de todas aquellas conductas que identificamos aversivas. La pedagogía del amor como aquello que aprender, reaprender y/o desaprender para ir de la mano de nuestra sabia biología que nada sabe de egos. El ego satura al ser con autoengaños que nos distancian de un vivir profundo y esencial.
Los docentes amorosos ponen de manifiesto, en su práctica diaria, lo que implica serlo. Esto acarrea una decisión firme y consciente de relacionarse con los alumnos de un modo especial. Imprimen su quehacer de fuerza emocional, coraje, templanza, humildad, curiosidad, perseverancia, escucha, esperanza, gratitud, honestidad, coherencia, contemplación, lentitud, paciencia, amabilidad, serenidad, colaboración, valentía, sentido del humor, ecuanimidad y calidez anímica. En definitiva, el maestro como crisol de actitudes humanas generadoras de amor que contrarrestan la gelidez del mundo que habitamos.
En definitiva, educación que yo entiendo es un acto de amor que facilita al individuo despertar y abrirse al mundo desde su incumbencia vital. No un mero dispensador de currículo, sino un generador de conciencia. Para generar conciencia, uno ha de tenerla primero de sí mismo. Darnos cuenta y observar con profundidad y mirada pausada nuestros pensamientos, sentimientos y sensaciones corporales sin juicio, es un acto de comprensión. Y para esto disponemos de una de las primeras metodologías educativas, pero que a día de hoy sigue provocando mucha controversia e incomprensión: la meditación. No es nada esotérico, no es levitar, ni únicamente exclusivo de algunas religiones o dejar la mente en blanco. Implica darse cuenta de nuestros pensamientos, sentimientos y sensaciones corporales sin juzgarlos, sin dualidad, bajo una mirada pausada, profunda y agradecida. Es conocer, contemplar para comprender, darse cuenta sin juzgar. Es la manera de escapar de la dualidad del intelecto que nos aprisiona con etiquetas. La comprensión auténtica prescinde del intelecto. Se desidentifica de él para, desde el no juicio, darse cuenta de la realidad y no de las interpretaciones que hacemos de ella debido a los numerosos apegos, almacenados en la memoria.
En nuestro afán por equiparar materia con realidad, hemos desequilibrado la balanza educativa y nuestro vivir en intelectualizarlo todo, despreciando una sabiduría milenaria que, en su momento, algunas corrientes como la taoísta, nos legaron. Y desde la escultura pétrea de nuestro entender, lo apartamos. Solo algunos prevén que el salto al vacío es incorpóreo y ondulatorio, aunque real. Y que confiar en ello, el acto de creerlo porque lo sentimos, aun sin comprenderlo, crea nuestras realidades. Ya no es necesario crear primero y creer después. De ahí su relevancia en el plano educativo.
El amor trae consigo: sencillez, ligereza, serenidad, unidad, conciencia, armonía, autoconocimiento, ecuanimidad, humildad, bondad, amabilidad, compasión, madurez personal, libertad, intuición, libertad, caricias, abrazos, aceptación respiración, silencio, paz, gratitud, presencia, luz, apertura, respeto, abundancia…
El amor no es un raquítico sentimiento (emoción pensada) estático. El verdadero amor eclosiona solo cuando la conciencia vislumbra el oscuro ruido mental y sus neuróticos vaivenes temporales.