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La evaluación se ha convertido en uno de los problemas más persistentes y complejos de la educación de nuestros tiempos. Evaluamos al alumnado, al profesorado, a los centros, los proyectos que ejecutan, la actividad de las asociaciones de familias y, si hace falta, hasta el desayuno molinero de cada año (me salió la vena andaluza). Evaluamos, evaluamos y evaluamos para llegar a ningún sitio, como un hámster en una rueda, porque ni sabemos cómo evaluar ni sabemos qué hacer con esas evaluaciones. Y es en este marco el que a nuestra administración se le ocurre una estupenda idea: las eufemísticamente llamadas evaluaciones de diagnóstico. ¡Justo lo que necesitábamos! (Nótese la ironía)
Han sido varios los intentos de la administración de llevar a cabo estas pruebas, cada vez de una forma distinta y al amparo de una normativa distinta, porque otra cosa no, pero en educación nos (les) encanta sacar leyes nuevas. Si miramos la historia reciente de la educación en el estado español, vemos cómo ha habido etapas en las que estas “evaluaciones” se han llevado a cabo todos los años y otras en las que se ha dado un respiro.
El caso es que ahora estamos en uno de esos momentos en los que el profesorado está obligado a realizar estas pruebas al alumnado de cuarto de educación primaria y de segundo de educación secundaria. Y me pregunto yo que dónde está eso de la objeción de conciencia en la educación. ¿Los médicos (y hablo en masculino a conciencia) se pueden oponer a realizar abortos y el profesorado no se puede oponer a realizar estas evaluaciones? Puede que la comparación sea burda, pero seguro que la persona que vive desde dentro la educación de forma tan pasional e intensamente que le duelen este tipo de cosas me entiende. Y, llámame loca, quiero pensar que la mayoría de docentes caben en ese saco.
Las razones por las que no creemos que sean adecuadas este tipo de pruebas ya las hemos repetido muchas veces y sinceramente me cuesta pensar que haya quien no las entienda. Por eso, creo que los motivos por los que sus defensores apuestan por ellas son algo turbios y forman parte de un entramado de acciones bien planificadas y enmascaradas. Ideadas por quienes, en la sombra, quieren dejarlo todo “atado y bien atado” mientras nos hacen poner el foco en cosas “tan importantes” como la supuesta libertad de elección de centro o la necesidad imperante de fomentar la lectura, cuando la juventud es el grupo de edad que más lee por placer en nuestro país.
Tengo muy claro que estas pruebas de evaluación segregadoras, que es como en realidad se deberían llamar las evaluaciones de diagnóstico, tienen unas consecuencias directas sobre la educación que voy a desarrollar a continuación.
Empezando por el principio, están basadas en una visión reduccionista del aprendizaje: en ellas se evalúan las competencias de las áreas instrumentales (lengua, matemáticas e idiomas) de forma fragmentada, descontextualizada y memorística. Por el contrario, se dejan de lado las competencias que normalmente son consideradas “de segundas”, que son las que tienen que ver con la creatividad, la colaboración, el pensamiento divergente, la inteligencia emocional, el pensamiento crítico y los saberes locales o comunitarios, por no hacer muy extensa la lista. Me gustaría saber por qué seguimos midiendo aprendizajes que se basan en un concepto obsoleto de inteligencia, centrada en la memorización y la resolución mecánica de ejercicios, cuando la investigación pedagógica lleva décadas ampliando el foco, desarrollando un modelo más integral y complejo. ¿De verdad seguimos pensando que la persona más inteligente es la que sabe hacer una multiplicación de dos cifras de cabeza?
La escuela tiene la responsabilidad de construir una futura ciudadanía basada en la colaboración, la cooperación, el pensamiento crítico y colectivo
Estamos olvidando que vivimos en una sociedad que es cada vez más individualista y que, sin embargo, tiene unos retos por delante que solo podremos enfrentar a través de la colaboración ciudadana. Y esto tiene poco que ver con saber hacer ecuaciones. La escuela tiene la responsabilidad de construir una futura ciudadanía basada en la colaboración, la cooperación, el pensamiento crítico y colectivo que sea capaz de hacer frente a crisis climáticas, desigualdades estructurales, desafíos tecnológicos, amenazas a la democracia y demás monstruos que no es que nos acechen a la vuelta de la esquina, si no que los tenemos ya delante. Y esto no lo digo yo, lo dice la ley. Entonces, ¿cómo vamos a preparar a las nuevas generaciones para esto si seguimos evaluándolas de esta forma y poniendo el foco en aspectos individualizados y aislados del contexto que nada tienen que ver con los retos que tienen por delante?
Cabe añadir aquí que, en una época de transformación como la actual, cada vez se apuesta más por un tipo de evaluación que se aleje del examen tradicional y que ponga el foco en otras evidencias que no son tan “medibles” y “objetivas” como una prueba escrita. Esto es algo que a las familias les cuesta entender. Quienes tenemos esta visión, sabemos que hay un gran trabajo de pedagogía con ellas para despojar la idea de que el alumnado solo puede demostrar sus conocimientos mediante un examen. Y ahora viene la administración a decirnos que va a medir el nivel de los centros con una prueba estanca en la que el alumnado tiene que estar una hora o más (dependiendo de la edad) frente a un papel respondiendo de forma individual preguntas que para nada tienen que ver con su contexto más cercano ¡A la m….. la pedagogía!
Me sorprende que a día de hoy se tenga que explicar que no podemos medir con la misma vara a todo el alumnado
A sabiendas de todo esto, hay quien defiende que las pruebas son meramente técnicas y objetivas, pero la realidad es que se trata de una forma de imponer la ideología neoliberal en la educación, priorizando la comparación y la competencia y obviando las desigualdades sociales, de forma que el aprendizaje profundo y contextualizado se queda al margen. Esto no es baladí, tengo que decir que me sorprende que a día de hoy se tenga que explicar que no podemos medir con la misma vara a todo el alumnado con independencia de su contexto y situación particular. Estoy harta de la meritocracia y del discurso de Mr Wonderful de que si quieres, puedes. He trabajado con mucho alumnado con circunstancias personales muy difíciles. Tanto que me preguntaba cómo era posible que esa personita llegara sonriendo todos los días al colegio y dando los buenos días a quien se encontrara. ¿Cómo pretendemos que este alumnado, que tiene una mochila que a nadie le gustaría tener, tenga el mismo rendimiento que el que cuenta con una estabilidad en su vida y unas figuras de apego y de apoyo que, además, refuerzan lo aprendido en el colegio? No tiene ningún sentido.
Otra cuestión que analizar es el papel de lo privado en todo esto. Por una parte, son bastantes las empresas privadas que intervienen, de una forma u otra, en estas pruebas. Según la comunidad autónoma, se privatiza desde el diseño de la prueba hasta la corrección y el análisis de datos, pasando por la gestión de plataformas digitales para su recogida. En otras comunidades, es el profesorado el que se encarga de corregirlas por una módica recompensa de reconocimiento de horas de formación. No sé qué es peor. Por otra parte, creo que todo el mundo se puede imaginar la diferencia de resultados de los colegios concertados/privados y los públicos. Aclararé aquí que estas pruebas se realizan en los colegios, en horario lectivo y con el profesorado habitual. Que los colegios privados/concertados “echan una mano” a su alumnado a la hora de realizar estas pruebas es algo vox populi que no voy a dejar de poner en la mesa. Acuérdate de esto después, en el periodo de matriculación, cuando veas en la publicidad de los colegios concertados/privados los buenos resultados que sacaron en las evaluaciones de diagnóstico.
Cabe mencionar también las consecuencias directas que estas evaluaciones tienen tanto para el profesorado como para el alumnado. En los cursos en los que se realizan estas pruebas, se suma una presión extra al ya de por sí estresante día a día que tenemos. El profesorado hemos normalizado el hecho de ir con la lengua fuera, corriendo de tema en tema, dejando contenidos a medias, olvidando competencias que tenemos que trabajar, porque el tiempo es nuestro gran enemigo, y encima nos topamos con estas pruebas que hacen que tengamos que enseñar para aprobarlas y que copan el trabajo diario de los meses anteriores a su realización. Esto, por un lado, empobrece el currículum trabajado en el aula y, por otro, limita la autonomía del profesorado. Si nos ponemos en la piel de nuestras niñas y niños, podemos sentir la angustia, la ansiedad y la presión por dejar a nuestro centro “en buen lugar” en ese folio que tenemos delante. Puede que desde fuera se tenga la impresión de que el alumnado “pasa” de los exámenes y que le da igual todo, pero la realidad que yo observo en el aula es que cunden los nervios cuando empiezas a repartir los exámenes e incluso hay niños y, sobre todo, niñas, que viven con ansiedad los momentos previos a una prueba.
En definitiva, en un escenario en el que el discurso pedagógico nos dirige hacia la equidad, la personalización del aprendizaje y la evaluación formativa, chirría bastante que el profesorado estemos obligados a realizar este tipo de pruebas estandarizadas que son justo lo contrario. ¿Debemos aceptar, el profesorado, ser relegados a un segundo plano en el que ejecutamos los mandatos burocráticos cuando tenemos la formación y la experiencia necesaria para tomar decisiones pedagógicas que se ajusten a las necesidades reales de nuestro alumnado? Si estas pruebas no tienen respaldo pedagógico ni utilidad real, ¿debemos seguir realizándolas aún estando en contra? ¿Por qué seguimos haciéndolo? No quisiera yo (o sí) invocar una revolución docente, pero me gustaría que reivindicáramos nuestra autonomía y nuestro papel en la educación, porque solo así podremos cuidar y mantener una educación pública de calidad.