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Así cerraba un niño de primaria la conversación que teníamos en el despacho de jefatura de estudios hace unos días. Yo sabía que el niño estaba a disgusto en el cole, y me reuní con él para tratar los motivos de ese disgusto. Habitualmente celebro que los alumnos y alumnas estén en desacuerdo con las decisiones de las maestras. Es necesario aprender a disentir, es muy valioso generar crítica progresivamente, y el cole es un buen sitio para entrenar estos ejercicios. En la medida en que cuestionamos el impacto de las decisiones ajenas también empezamos a ser conscientes del impacto de las nuestras.
En este caso, el chico tenía muy claros los motivos de su disenso: argumentaba que las maestras, todas nosotras mujeres, tomamos decisiones que perjudican directamente a los chicos por el mero hecho de que nosotras seamos mujeres y ellos, chicos. No permitir la violencia como algo intrínseco a los hombres, no permitir una distribución del espacio que permita que lo ocupen todo ellos jugando al fútbol, utilizar un lenguaje inclusivo. “Todo”, me decía, “todo lo que decidís es siempre para perjudicarnos”. “Te crees que no lo hablamos”, sonreía de medio lado, “que cuando decís algo a uno no se lo cuenta al otro”. “Por supuesto que no”, le contestaba yo, “que no pretendemos que no lo habléis. Claro que hay que hablarlo, claro que hay que compartirlo. Eso no invalida nuestras decisiones”, le contestaba yo.
“¿Crees que las maestras del colegio tenemos especial manía a los niños porque son chicos?”, le pregunté directamente. “Sí”, me contestó muy rápido. “¿Y por qué podríamos teneros manía solo por ser chicos?”, le volví a preguntar. “No lo sé, porque no os gusta cómo somos. Me vas a querer convencer de que no es verdad, pero es mi opinión y tienes que respetarla”.
Y hasta ahí llegamos. Mi rebate pedagógico poco importa aquí.
Si estuviese compartiendo este escenario hace un par de décadas, quizás alarmaría el desafío a la autoridad docente por parte de un crío pequeño, cuánto más a alguien que ocupa un puesto de poder en el equipo directivo. Hace una década, quizás habría cierto debate en torno a si un niño debería hablarle así a su profesora, si una profesora debería permitirlo, y seguramente saldría la cuestión del adultocentrismo en las escuelas, y de si las maestras merecemos respeto por el mero hecho de serlo o si, por el contrario, nuestra condición profesional no nos convierte en personas intrínsecamente respetables. Pero ninguno de esos es el problema de este escenario. Al menos, no ahora.
“Es mi opinión y la tienes que respetar” es el nuevo “porque soy así y no voy a cambiar”. Nuestras aulas de infantil y primaria se llenan de homofobia, de racismo, de misoginia, de transfobia, rechazo y dolor, y mientras a las maestras se nos pide neutralidad ideológica. Se nos pide que nos hagamos a un lado para que, natural y orgánicamente, los niños y las niñas se autorregulen, que seamos meras acompañantes, y que aceptemos las producciones de nuestro alumnado siempre, digan lo que digan, solo porque son suyas y las han creado según sus propios intereses. Claro que los intereses de los niños y niñas deben ser el punto de partida de toda intervención pedagógica, pero ¿qué hacemos cuando sus intereses siguen una línea clara que favorece las violencias estructurales y, si tratamos de debatirlos, los niños alzan sus voces reclamando, como pequeños altavoces de la manosfera, que nos mantengamos calladas porque “es su opinión y la tenemos que respetar”?
Se nos olvida que no solo educamos nosotras, y menos mal que es así. Pero tampoco educa solo la familia, y mucho menos el grupo de iguales. Resulta desolador ver que las familias todavía se crean eso de que según en qué colegio escolarices a una persona, así será su círculo, así serán sus influencias, así será su red. Los referentes de la infancia no están en el cole, ni en el parque, ni en la litera de al lado, en la habitación. Los referentes de la infancia tienen 40 años, una cuenta en cada red social y otra en cada banco de Suiza. Los referentes de la infancia están en streaming en el salón de casa, y mientras hacemos la cena les convencen de que los genitales y el pasaporte son lo que determina la identidad de una persona, de que solo merecen una vida digna quienes trabajan por mantenerla, de que el reparto desigual del mundo es una cuestión de equilibrio necesario y de que nadie puede cohibir su capacidad de expresar todo esto a quien les quiera escuchar.
“La educación es la solución de todos los problemas”, nos repiten hasta la saciedad, mientras por otro lado nos piden que no intervengamos, que le demos luz verde a todo lo producido por una infancia atravesada por estos discursos sin operar sobre lo inconveniente. Porque no hay maldad detrás de la mano de un niño, ni intencionalidad, porque lo que hace o no hace forma parte de su desarrollo natural y de su exploración del mundo, de la inocencia mezclada con mala leche en ciertos momentos que no ha sido aún pulida por los patrones de nuestras sociedades. Nos lo dicen con la seguridad de que más adelante esos niños y niñas que ahora escriben “puto maricón, te vamos a matar” con letrilla temblorosa en un papel que lanzan discretamente en una mochila tomarán las decisiones adecuadas, se convertirán en ciudadanía respetuosa, olvidarán lo que aprendieron en TikTok y aquello con lo que fantaseaban será solo un mal recuerdo.
Mientras, los niños y niñas representan en una perfecta obra teatral eso que ya son, y que afianzan a golpe de desafío: prueba a contradecirme y verás lo que pasa. No es casual que se atrevan a desprestigiarse en público unos a otros, reproduciendo la violencia que aprenden a diario y que nos horroriza lo justo, porque son cosas de críos. Aunque sea acoso escolar, sigue siendo problema de las escuelas, porque sigue siendo algo propio de los críos.
No es casual que a las maestras nos hayan despojado de toda capacidad de oponernos, que seamos el centro de su primer contacto con esta forma de odio. No son tanto los profesores hombres, que siempre son los guays, los cool, los cracks, salvo que representen alguna forma de disidencia que cuestione la hegemonía. Nosotras somos las amargadas, las que atemorizamos, las que si no somos eternamente dulces y femeninas somos automáticamente vistas como malvadas, como ogros con una sola ceja. Por eso las maestras representamos una amenaza para esos pequeños que todavía no saben atarse los cordones, pero ya han escuchado lo suficiente como para saber que es su opinión y que nosotras, que no representamos más que su idea de fracaso, la tenemos que respetar. Experimentan con nosotras, pero cuando se aburran de nosotras lo harán con otras, callando la boca a quienes tachen sus palabras de lo que son. Y lo harán con la complicidad de quienes todos estos años nos han prohibido educar porque también entienden que quizás en las personas adultas no, pero mientras sean niños, toda opinión es válida y oponerse a ella es pecar de autoritarias y querer inculcarles nuestras propias perspectivas.
Pero educar no es inculcar, es provocar. Provocar preguntas, cuestionamientos, dudas. Es exponer a los niños y niñas a múltiples perspectivas para que puedan construir su propia mirada del mundo. Es saber que no somos su único eje educador, es precisamente lo contrario de aceptar cualquier opinión solo porque sea una opinión, es superar la mirada única y ayudarles a que lo hagan. La educación que teme al conflicto es la que teme a la libertad. Y una infancia que crece sin el derecho a disentir, pero también la que crece bloqueando el derecho al disenso, la infancia que crece sin el acceso a la complejidad, reduciendo su concepto de realidad a la oposición permanente al debate, está destinada a convertirse en una ciudadanía dócil, incapaz de desafiar la injusticia o imaginar alternativas.
Una infancia que crece pensando que su opinión debe ser respetada no porque como sujetos de derecho merezcan respeto, sino porque nadie a quien consideren inferior se va a atrever a confrontarla, tiene todas las papeletas para caer en las garras de todo aquello que históricamente hemos temido, que amenaza en estos tiempos con todas sus fuerzas, y para cuya confrontación ejercemos, precisamente, la labor de educar.
Cuántas veces debemos repetirnos que los niños y niñas no son criaturas mágicas, no son seres de luz, no son las personas del futuro: son los seres humanos de hoy. Son tus vecinos.