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En las escuelas de Solokoetxe (en la dictadura, Solocoeche), de Bilbao, he pasado por casi todos los estamentos posibles (alumno, maestro y padre) y es mi colegio electoral. Nada intencionado, todo producto de casualidades.
La escuela de Solokoetxe fue construida en 1892, primeramente, como hospital y, más tarde, transformada en Escuela de Magisterio femenino -que, en 1906, ya contaba con laboratorio de ciencias, jardín botánico y pedagogía experimental-. También fue usada durante la Guerra Civil como acuartelamiento republicano del batallón Tomás Meabe.
En la década de los 60, ya era el centro educativo de las clases obreras, con muchas familias migrantes, que atendía a la infancia del a zona, Casco Viejo y Santutxu. Evidentemente, sin restos del laboratorio, del jardín o, mucho menos, de la pedagogía experimental.
Era (es) un edificio en forma de U, con el ala izquierda para chicas y el derecha para chicos. Un falangista dirigía el centro, mientras que una “teresiana” supervisaba el sector femenino.
Las aulas estaban abarrotadas con más de 35 o 40 alumnos y alumnas por aula. Al comenzar el día, niños y niñas, cada cual en su ala, formaban alineados en el amplio y luminoso pasillo ante sus aulas para cantar el himno español y cánticos falangistas como Cara al Sol, Isabel y Fernando o Montañas Nevadas. Con el brazo levantado en gesto fascista, por supuesto.
El portero era un personaje viejo, oscuro y siniestro que vivía en el sótano, junto a la carbonera, y con el que siempre nos amenazaban (hasta nuestras madres) para que no nos saliéramos del buen camino.
Las clases eran en castellano. En párvulos tenías que llevar tu pizarra y pizarrín, para ir aprendiendo a escribir. Yo recuerdo ese “regalo” como un reconocimiento de mi gran grado de madurez a los 4 años. Dos años con Doña María, que cumplió 7 décadas en mi segundo curso y se jubiló. Era dulce y buena, no como la del curso paralelo, una bruja harpía.
En Primaria, eran maestros-tutores que daban “todas” las asignaturas. La mayoría con fino bigote y serias facciones, vestidos de traje y corbata. En estos cursos se seguía la Enciclopedia Álvarez que extendía la ideología del bando sublevado contra la democracia adoctrinando acerca del “glorioso alzamiento nacional”, de “ser español”, de “ser cristiano”, de la raza, del Imperio, etc. Además, creo recordar que se daba algo de lengua y matemáticas. La educación física se circunscribía a salir en algún momento al patio (mitad cemento en cuesta, mitad tierra) a correr, saltar y ejercicios de gimnasia de la época (que, por cierto, ahora proponen grandes influencers y coachs). El único detalle para con la cultura vasca era dejar a los peques ir vestidos de aldeanos para el teatrillo de Navidad.
De vez en cuando, aparecía por el centro un inspector de educación ante la que nos levantábamos de nuevo con el brazo en alto, en señal de saludo y sumisión.
De mayor, me enteré que algunos no tenían el título de maestro, sino que eran militares retirados o falangistas a los que se les dieron esos puestos de trabajo a fin de vigilar el buen hacer educativo de las escuelas. Incluso coincidí con varios en mis primeros años de docencia.
En las clases había una atmósfera pesada, tensa. Apenas se oía respirar, pues, salvo escasos momentos, la rígida autoridad cuasi castrense imperaba como disciplina. Los castigos físicos (tortas, tirones de orejas, golpes con una regla de madera en las manos o en los dedos) eran actividades cotidianas. La familia sentía una gran presión (quizás miedo) ante cualquier “me ha dicho el maestro que tienes que ir a hablar con él”.
Las clases eran una constante competición. Estábamos clasificados de “más listos” a “ más tontos” y así se hacía ver en la distribución y orden de estudiantes en el aula. Si ibas bien en los estudios, hacías pocas faltas en el dictado o respondías bien a las preguntas, adelantabas los puestos que consideraba el tutor. Los considerados más avanzados no pasaban como el resto al curso siguiente, saltaban a uno superior. Esto hacía que, saltando varias veces, se colocasen con los de 6º, donde coincidían con quienes esperaban a cumplir los 14 años. De esta manera, se juntaban niños de 9 años con adolescentes de largos pelos en las piernas (entonces llevábamos pantalón corto hasta los 13 o 14 años, independientemente de la climatología).
Cuando hacías o cumplías las tareas, recuerdo que había al fondo de la clase una mesa con Lecciones de dibujo artístico Láminas por Emilio Freixas, que se podían utilizar (copiar) libremente, que para mí se convirtieron en un regalo y una motivación para acabar cuanto antes los trabajos asignados.
Se fomentaba una competición “religiosa” entre aulas para recaudar dinero para los “chinitos” o para el Domund. Estaba mal visto que tu aula diese menos dinero que la de al lado.
En la escuela, el director daba 1º y 2º de bachillerato. Los exámenes eran en el instituto central. En vez de esto, las chicas hacían algo parecido a “labores de casa”.
Recuerdo una sensación general de miedo. Miedo político. Miedo religioso. Miedo al poder.
Ante las discusiones sobre los peligros del currículo, suelo defender que él no construye personas ni sociedades, y que una prueba soy yo mismo: un irreverente ateo ecosocialista y ecofeminista.
Gracias por la oportunidad de compartir estas historias, Jaume. Que ojala sirvan para no repetir la historia y valorar en su justa medida, con errores y aciertos, la realidad de una educación democrática. Necesitamos una educación de carácter y enfoque ecosocial que enfrente los retos presentes hacia un futuro socialmente más justo y ecológicamente más sostenible.