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El reciente suicidio de una adolescente en Andalucía (España), tras un presunto caso de ‘bullying’ que podía estar sufriendo por parte de otras tres menores, reabre esta temática clave; y se reabre sobre todo en lo referente al rol que juegan los centros escolares en la detección precoz de cualquier indicio de sufrimiento o desprotección que pudiera estar viviendo cualquier menor de edad. Han pasado años y, por suerte, los niños y niñas más vulnerables, como pudiera ser el protagonista de la novela de Dickens, están amparados en multitud de países por diversas leyes que los protegen. Estas mismas leyes instan a las autoridades a actuar rápidamente ante cualquier sospecha de desprotección, violencia, sufrimiento o abandono.
Pero en esta ocasión el incidente ha tenido el peor de los desenlaces, y no es la primera vez que ocurre. Según declara la familia de la víctima, el centro educativo, al parecer, no había abierto el protocolo contra el acoso escolar.
Nuestro sistema educativo tiene como uno de sus fines el fomento de la convivencia democrática y el respeto a las diferencias individuales, promoviendo la solidaridad y evitando la discriminación de cualquier miembro de las comunidades escolares. El profesorado, a su vez, tiene entre sus funciones, según la LOE, la orientación educativa, académica y profesional de los alumnos, y la atención al desarrollo intelectual, afectivo, psicomotriz, social y moral de estos.
Los requerimientos de las Naciones Unidas obligan desde hace años a crear un marco de actuación a través de los órganos públicos de protección de la infancia. Un espacio compartido donde su bienestar sea una prioridad de Estado. A pesar de que los niveles de inversión educativa en España están todavía muy por debajo de la media de los países de la OCDE y eso resta capacidad de acción, los centros escolares tienen que disponer todos sus mecanismos preventivos a disposición de la detección temprana de cualquier señal de sufrimiento. Y más aún ante la enorme sensibilidad que existe por el acoso escolar, como fenómeno de gran repercusión y con consecuencias a veces dramáticas.
Por ello, es imprescindible no dudar a la hora de actuar contra el ‘bullying’, abriendo con celeridad los protocolos ante la mínima sospecha, y no sólo porque lo pida una familia. Un colegio o un instituto debe erigirse como espacio de protección de la infancia y la juventud, donde primen valores basados en la convivencia, el respeto y la seguridad. La persona que ostenta la dirección, así como los consejos escolares, son responsables de que estos mecanismos de protección legales se adopten y desarrollen en cada centro educativo.
Aunque es innegable que el profesorado tutor y los equipos directivos tienen papeles determinantes, ahora mismo considero que la figura de engarce que puede actuar con mayor celeridad y eficacia son los docentes coordinadores para el bienestar y la protección del alumnado, que deben existir en todos los colegios e institutos, tal y como obliga la ley Orgánica 8/2021, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia.
En el tema del acoso escolar, como en otros, la parte pedagógica es clave, por lo que todas las acciones planificadas de difusión y conocimiento de esta figura coordinadora para el bienestar y la protección son fundamentales. No puede ser que existan colegios o institutos en donde la mayoría de las familias o el alumnado no sepan quién desempeña esta función. Son referentes clave, y más en una sociedad actual con altos índices de violencia estructural, con el desprecio y el insulto normalizados, especialmente en redes sociales y también entre adultos.
Por otro lado, el profesorado tiene que formarse en el funcionamiento de los protocolos clave de la vida escolar relacionados con la convivencia, y para eso están los planes de formación de los centros: protocolo contra el suicidio, contra el acoso escolar, de acompañamiento a personas trans o de mediación ante conflictos, entre otros. Ya no se puede enarbolar en un centro público por ejemplo eso de que “nos pagan para enseñar”, ya que no es cierto, si observamos no sólo las funciones del profesorado por ley, sino, por ejemplo, también el Estatuto Básico del Empleado Público y nuestros deberes para y con la ciudadanía (deber de diligencia).
Por lo tanto, ante la lacra social del ‘bullying’ el profesorado tiene que colaborar con eficacia y prontitud con el resto de trabajadores a la hora de que se active cualquier protocolo de protección o riesgo, y la responsabilidad final de abrirlo, ante cualquier mínima sospecha, es del director o la directora. Y en este asunto, los tiempos y el seguimiento que se realiza son elementos clave, sobre todo si finalmente tenemos que acabar informando a la Fiscalía, ante indicios de delito (recordemos que el acoso es un delito en España).
Proteger a un niño o a una niña es parte del ejercicio de las funciones docentes, que tienen inherentes el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas. Los tiempos han cambiado y la época de Óliver Twist ha dado lugar a una era convulsa lleno de nuevos riesgos que hace décadas no habríamos imaginado, fundamentalmente en el mundo digital. Por eso, hay cuestiones primordiales que no podemos obviar, ni ante las que podemos pasar con titubeos o inseguridades.
Por todo ello, la expresión “tolerancia cero» no puede ser sólo parte de un eslogan, sino que tiene que ser el eje que vertebre un principio de acción coordinada ante el cual nadie que trabaje en un centro escolar puede permanecer impasible, como esos otros viandantes que en la novela de Charles Dickens miraban a Óliver cuando era perseguido por la muchedumbre, sin hacer nada.