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En Chile se ha invertido una cantidad considerable de tiempo y recursos en identificar y analizar los factores que mantienen a la educación pública en una crisis permanente, sin que parezca haber un camino claro hacia su mejora. Por el contrario, quienes trabajamos en el sistema público sabemos que el escenario no es muy alentador. Y aunque se reconoce que el origen del problema es complejo y multifactorial, la realidad es que hay pocos avances concretos que aborden las raíces estructurales de las verdaderas dificultades.
Lamentablemente, los cambios necesarios en la educación pública no se logran de un día para otro, sino que exigen un compromiso sostenido en el tiempo. Sin embargo, esta visión a largo plazo no se ha podido concretar debido a la falta de continuidad en las políticas educativas y a la carencia de acuerdos entre los distintos actores políticos.
Uno de los aspectos más preocupantes y dañinos para la educación pública es la politización de espacios que, desde el sentido común, deberían responder exclusivamente a intereses pedagógicos centrados en quienes son los verdaderos protagonistas: nuestros estudiantes. Sin embargo, la realidad está lejos de ser así.
Las luchas gremiales y políticas dentro de la educación pública han transformado sus demandas legítimas en la búsqueda de hegemonía y poder, con el fin de influir en la toma de decisiones en beneficios de intereses personales. Asimismo, el uso de la paralización del servicio educativo como herramienta de presión introduce miedo y dificulta el diálogo. Reconocer esta situación es un acto de valentía, pues estás luchas están lejos de poner al estudiante y a la calidad de la enseñanza en el centro. Por ello, más que un motor de mejora, los gremios se convierten en una influencia desestabilizadora que erosiona la confianza y debilita la posibilidad de construir una educación pública sólida y con una visión a largo plazo.
Durante décadas, la educación pública ha sido un terreno de confrontación política, donde diversas ideologías han utilizado la gestión educativa como vehículo para validar agendas propias. Esta constante inestabilidad ha impedido implementar los cambios estructurales, necesarios y urgentes, quedando atrapados en un ciclo de reformas insuficientes que no logran un proyecto común, pues cada gremio y movimiento prioriza sus intereses particulares.
La politización es, sin duda, uno de los factores que mantiene sumergida a la educación pública en una crisis. En primer lugar, convierte los espacios de diálogo pedagógico en cambios de enfrentamiento por autoridades sobre la verdad, en lugar de promover la construcción social conjunta. En segundo lugar, desvía la energía que debería focalizarse en mejorar la calidad educativa hacia la legitimación de narrativas y prácticas partidistas, alineadas con intereses gremiales que representan a unos pocos. Así, mientras se cree que estas luchas fortalecen la educación pública, en realidad la debilitan y profundizan la desigualdad educativa. Está demostrado que priorizar intereses de grupos específicos termina erosionando las verdaderas necesidades de las comunidades educativas, especialmente de aquellas que más requieren visibilidad y que pasan desapercibidas por la necesidad de atención de representantes y gremios.
Han sido años de movilización y enfrentamientos gremiales que nos han llevado a lo que hoy tenemos: un sistema educativo público deteriorado, poco valorado por la sociedad y con climas organizacionales hostiles dentro de las comunidades, lo que provoca la deserción de cientos de docentes. Si no se actúa con decisión y coraje por parte los líderes actuales y los que vendrán, la educación pública seguirá siendo rehén de intereses gremiales y políticos, condenada a la precariedad y al desprestigio.
Cada gremio y agrupación tiene todo su derecho a plantear sus intereses colectivos. Pero en la educación pública, estas demandas deben expresarse con respeto, profesionalismo y un fundamento pedagógico sólido. De lo contrario, seguiremos construyendo un sistema educativo sin identidad y alejado de las realidades necesidades sociales.
Despolitizar la educación pública es una tarea compleja, que requiere coraje y un compromiso auténtico con lo público, lejos de intereses minoritarios. No sueño en vano cuando imagino una lucha común, en donde, con nuestras diferencias y similitudes, cada gremio pueda mirar objetivamente la realidad y sostener una bandera compartida: sacar a la educación pública de su crisis.
¿Será posible?
		
									 
					
															
															
															
															
															