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En octubre tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de José César Perales (https://x.com/JCesarPL), catedrático de Psicología en la Universidad de Granada experto en adicciones. Entre muchas de sus interesantes aportaciones hubo una que se me quedó grabada. Perales cuestionaba abiertamente el absurdo de llamar cretinos digitales a los jóvenes solo porque han crecido rodeados de pantallas. Y lanzó una pregunta muy interesante: ¿nos atreveríamos a etiquetar con semejante desprecio a cualquier otro grupo de edad?.
Su reflexión me ha dado que pensar y me ha hecho revisar los prejuicios que solemos tener sobre la juventud. De hecho, resulta curioso comprobar cómo, a lo largo de la historia, cada generación se ha quejado de la siguiente. El investigador Paul Fairie recopiló en un hilo de X (antes Twitter) titulares y noticias de prensa desde 1902 en los que se afirmaba que “los jóvenes son vagos”, “no se esfuerzan” o “han perdido los valores”. Su recopilación muestra, con bastante ironía, que esta crítica no es nueva, sino que es un patrón que se repite generación tras generación.
Por lo tanto, no, cualquier tiempo pasado no fue mejor, solo fue anterior. Es cierto que la generación actual se enfrenta a nuevos retos, muchos vinculados a un mundo hiperconectado, pero eso no significa que sea una juventud peor. Los 80 y 90 que tanto añoramos tenían muchísimas cosas buenas, pero también arrastraban una larga lista de problemas que a menudo pasamos por alto. Había menos conciencia sobre la salud mental, una mayor normalización de la violencia en distintos ámbitos (familiar, escolar, de pareja), dificultades reales para expresar la propia identidad sin miedo al rechazo, una tolerancia social elevada hacia el consumo de determinadas sustancias, menos inclusión y diversidad en los espacios públicos y educativos, altos niveles de contaminación y poca conciencia ecológica. Por supuesto que muchas de esas cosas no se han superado del todo, pero existe una mejora clara en torno a nuestra capacidad colectiva para reconocer esos problemas y tratar de afrontarlos.
No vivimos en un mundo perfecto, pero sí en uno que ha avanzado y, al menos una parte de la sociedad, trata de mirar de frente problemas que durante décadas permanecieron silenciados. Y lo más interesante es que gran parte de esta nueva mirada nos ha llegado precisamente a través de los ojos de los jóvenes. En la cuarta ola del feminismo, por ejemplo, las mujeres jóvenes han tenido un papel importante a través del activismo digital.
Deberíamos recordar que, durante la pandemia, se organizaron redes de apoyo vecinal entre los jóvenes para hacer la compra a personas mayores. También que cuando la DANA azotó Valencia, fueron los jóvenes los primeros en armarse de cubos y palas para acudir a ayudar, organizándose a través de las redes sociales. O que algunos estudios nos indican que los jóvenes son los que más leen en España y que cada generación aumenta el número de lectores respecto a la anterior. Todo esto también son realidades de nuestra juventud.
Es cierto que existe la otra cara de la moneda. Tenemos una generación de jóvenes que aparece en varios estudios como especialmente polarizada, y una parte de ella está siendo captada por discursos extremos, comunidades incel o narrativas misóginas. Pero nada de esto surge en el vacío, sino que son el reflejo de una sociedad que también está polarizada y expuesta a los mismos discursos. No son cuestiones generacionales, sino síntomas de un clima social más amplio en el que los adultos, los medios y las instituciones tenemos tanta responsabilidad, o incluso más, que ellos. Por ejemplo, si como sociedad hemos estado evitando durante décadas abordar de frente nuestra memoria histórica, no podemos sorprendernos de que otros ocupen esos relatos ante la juventud con versiones simplificadas y manipuladas de la realidad.
No obstante, lo que no podemos hacer es construir un relato desde arriba, desde la condescendencia o el desprecio hacia su manera de entender el mundo. Aún así, seguimos cayendo en ese error. Organizamos mesas de “expertos” sobre salud mental juvenil o debates sobre tecnología, y, sin embargo, los jóvenes rara vez están presentes. Hablamos sobre ellos, pero no con ellos. Y desde esa mirada paternalista, los adultos decidimos cómo deberían vivir, sin preguntarles. Quizás es que el mundo en el que ellos crecen no se parece al que nosotros conocimos y es cierto que las tecnologías han ampliado esa distancia generacional, porque su forma de habitar lo digital es estructuralmente diferente a la nuestra. Y esto implica que tienen un abanico de nuevas posibilidades pero también grandes riesgos que debemos afrontar, pero hacerlo desde la demonización del colectivo y de lo que hacen construye muros y no puentes. Necesitamos escuchar su experiencias, entender sus motivaciones y ofrecerles herramientas para afrontar los riesgos.
Tenemos que ser conscientes, además, de que los discursos tremendistas y negativos que existen sobre la juventud pueden ocultar intereses que no estamos sabiendo ver. En las redes se puede ver todo un modelo de negocio que se dirige a las personas jóvenes basado en generar inseguridad para generar el escenario perfecto en el que un gurú ofrezca un programa con el que se promete el éxito inmediato. Otro ejemplo lo encontramos en la educación, donde ha ido tomando fuerza un discurso que afirma que “antes se estudiaba más”, que “los alumnos de ahora no se esfuerzan” o que, en general, “el nivel de esta generación ha bajado”. Es decir, parece que cada año vamos a peor, y cuando se repite una y otra vez que la escuela pública no funciona, se crea un ecosistema perfecto que permite justificar soluciones rápidas, que, curiosamente, muchas veces pasan por externalizar y recortar. Por eso es tan importante mirar estos discursos con espíritu crítico, ya que no describen la realidad, pero sí influyen en las decisiones que la transforman. Y esto no significa que no haya que mejorar o que esta generación no esté afrontando problemas y retos importantes. Lo que quiero decir es que el discurso simplista y sensacionalista con la juventud no solucionará nada.
Por lo tanto, no, no son cretinos digitales. Son una generación que intenta vivir, como todas las anteriores, en el mundo que le ha tocado, con sus retos y sus contradicciones. Y, al final, los problemas que les atribuimos dicen mucho más de la sociedad en su conjunto que de un colectivo en concreto. Echarles la culpa a ellos, o a la tecnología, es la salida más rápida, pero la menos útil, porque hace que no hablemos de los problemas reales: el precio de las viviendas, las proliferación de las casas de apuestas, la precariedad laboral, el acoso escolar, la crisis climática, la falta de inversión en salud mental y la desigualdad. Quizás en vez de mirar a la generación de jóvenes desde arriba y con condescendencia, deberíamos empezar a mirar todos juntos como sociedad hacia el futuro que queremos construir.


