Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
Hay experiencias que cambian para siempre la forma de mirar el mundo. Para nosotros, como familia, ese momento llegó el día en que descubrimos que nuestro hijo llevaba dos meses y medio sufriendo agresiones diarias en el instituto. No lo sabíamos. No nos lo contó. No encontró la forma de decirlo. Y esa es, por sí sola, una de las primeras violencias del acoso escolar: la que obliga a un niño de catorce años a sobrevivir en silencio.
El protocolo es más importante que la persona
Cuando por fin se atrevió a hablar, hicimos lo que cualquier familia haría: buscar ayuda, confiar en la educación, pedir protección. Y fue entonces cuando comenzó la segunda parte de esta historia, la que menos se cuenta, la que no aparece en las campañas institucionales ni en los folletos de los protocolos con los que se publicita e informa del supuesto buen hacer de la Administración pública: la lucha contra el silencio estructural que envuelve el acoso cuando entra en los circuitos de la burocracia educativa. Una batalla que nunca imaginamos: la batalla contra el silencio institucionalizado.
Porque, en Galicia, hoy, una familia que denuncia acoso escolar descubre pronto que:
- el protocolo es más importante que la persona,
- la burocracia pesa más que los hechos,
- la forma importa más que la verdad,
- la administración teme más a la palabra “acoso” que al acoso en sí.
Cuando un niño soporta agresiones literalmente “todos los días” delante de toda la clase y nadie interviene, no es solo acoso escolar: es un fallo estructural
Lo que descubrimos en estos meses no fue solo el sufrimiento de nuestro hijo, sino la profunda deshumanización de un sistema que, en el momento en que más debería cuidar, decide refugiarse en una liturgia administrativa que ignora lo esencial: que hablamos de infancia. De dolor. De miedo. De responsabilidad pública.
Cuando un niño soporta agresiones literalmente “todos los días” delante de toda la clase y nadie interviene, no es solo acoso escolar: es un fallo estructural. El silencio se convierte en norma. Y el profesorado, salvo excepciones, queda atrapado entre la falta de formación, el miedo a señalar y la presión de un sistema que siempre les dice: “No hagáis ruido, no vayamos a dañar la convivencia, nuestro buen hacer y la reputación del centro”.
Durante veinte días completos —veinte— nadie del centro habló con nuestro hijo
Cuando denunciamos los hechos se siguió el protocolo previsto. Es cierto. Hubo entrevistas, papeles, formularios, valoraciones y fases. Pero no hubo humanidad. Solo somos un anexo que cubrir en un protocolo que deshumaniza en favor de la norma dictada en un Diario Oficial de Galicia. Durante veinte días completos —veinte— nadie del centro habló con nuestro hijo.
El único vínculo emocional que se le ofreció fue un silencio profesional que lo obligó a convivir a diario con los mismos chicos que lo golpeaban, lo tiraban de la silla, le quitaban la ropa, se burlaban de él delante de toda la clase, le daban tirones de pelo bruscos y dolorosos y lo sometían a la técnica de artes marciales conocida como “mataleón”, una forma de estrangulamiento de extrema gravedad empleada en artes marciales, capaz de provocar pérdida de conciencia en pocos segundos.
Mientras todo esto sucedía, no se realizó ni una sola intervención para romper ese silencio, pese a que el propio protocolo —y cualquier literatura seria sobre convivencia escolar— señala que el grupo es parte esencial del problema y también de la solución. El profesorado tampoco pudo hablar; no quiso o no pudo abordar el tema en clase al estar protocolarizado. Y así, lo que era un caso grave de acoso escolar se transformó en una atmósfera de miedo y silencio colectivo, un caldo de cultivo perfecto para la impunidad.
Nuestro hijo seguía sintiéndose solo y sin apoyo, conviviendo con los agresores en la misma aula, en los mismos cambios de clase, en los mismos pasillos
El protocolo seguía avanzando en carpetas, pero nuestro hijo seguía sintiéndose solo y sin apoyo, conviviendo con los agresores en la misma aula, en los mismos cambios de clase, en los mismos pasillos. La teoría decía “medidas cautelares”. La práctica decía “arreglaos vosotros”.
Luego acudes a la inspección educativa y piensas que por fin alguien va a escuchar. Que alguien va a poner luz. Que alguien va a velar por la protección del menor, tal y como marca la ley. Pero no. La inspección se preocupa más por el procedimiento que por los hechos. Más por la forma en que te comunicas (hay quien no entiende que las familias sufren) que por las lesiones que relata tu hijo. Más por ejercer autoridad que por apoyar con humanidad y responsabilidad.
Un protocolo diseñado para proteger que protege a la institución antes que al menor
Llegamos a vivir que, en una reunión solicitada para hablar de la seguridad de nuestro hijo y de las irregularidades observadas, se nos retirase la palabra, se nos expulsase sin motivo aparente del despacho y se reclamase un trato jerárquico propio de una administración que confunde respeto con sometimiento, manifestando comportamientos de abuso de poder que nunca deberían formar parte de las estructuras administrativas que la sociedad construye para defender la protección de un menor.
Como familia, vivimos una contradicción constante: un sistema que nos pide confianza pero que nos obliga a desconfiar; un protocolo diseñado para proteger que protege a la institución antes que al menor; una administración que presume de sensibilidad con la infancia pero que, cuando una víctima real pide ayuda, no ofrece ni una sola sesión psicológica, ni un profesional especializado, ni una guía clara de acompañamiento.
En medio de todo esto, la familia permanece sola: sin apoyo institucional, sin acompañamiento, sin asesoramiento legal, sin información transparente sobre medidas de seguridad y sin indicación de que alguien, en algún despacho, esté pensando en el bienestar del menor.
Es aquí donde surge una reflexión como ciudadanía que debe ser escuchada y atendida. Nuestro hijo está obligado por ley a asistir al instituto. Y fue en el instituto donde lo agredieron. Esto tiene nombre: responsabilidad subsidiaria de la administración.
Esta historia individual revela un problema estructural. Tanto es así que decidimos acudir directamente a la Consellería de Educación solicitando, con carácter constructivo y por el bien de la infancia y de la propia sociedad gallega, algo que debería existir desde hace años: un equipo gallego multidisciplinar contra el acoso escolar, con profesionales especializados en acoso escolar infantil y juvenil, violencia escolar, mediación y acompañamiento familiar.
Un equipo similar al que existe en situaciones de violencia de género, porque si una mujer
víctima merece recursos y protección, también un niño agredido en un centro al que está
obligado por ley a asistir. Que si lo necesitan, se les facilite.
Pero esa solicitud —registrada, razonada y dirigida a la Dirección General responsable de
este ámbito— permanece, a día de hoy, sin respuesta. Nadie llamó. Nadie nos convocó.
Estamos a la espera y confiamos en que suceda.
Un hijo agredido no es un conflicto puntual. Es un síntoma
Es duro entender que la administración educativa nos deje solos. No solo como padres desesperados, sino como ciudadanos que cumplen con su parte: denunciar, colaborar, explicar, aportar documentos, acudir a reuniones, pedir ayuda, cumplir el protocolo. A cambio, encontramos puertas cerradas, excusas, reuniones que no abordan lo que deben e incluso actitudes que buscan cuestionar a quien denuncia en lugar de escuchar lo que se denuncia. Todo esto ocurre en Galicia, en la educación gallega. Hoy. En un sistema que presume de convivencia, innovación y bienestar emocional.
Lo contamos de forma anónima porque la prioridad es proteger a nuestro hijo. Pero no callamos porque callar es permitir que esto les pase a más niños y a más familias. Y no podemos permitirlo. Un hijo agredido no es un conflicto puntual. Es un síntoma. Es una llamada de auxilio. Es una obligación legal y moral de las administraciones.
No pedimos nada extraordinario: solo que nuestro hijo pueda ir al instituto sin miedo
Ya no pedimos nada extraordinario: solo que nuestro hijo pueda ir al instituto sin miedo; que quien lo agredió no comparta espacios ni tiempos con él; que alguien garantice que no vuelva a ocurrir y que una familia no tenga que acudir a la Fiscalía de Menores para pedir aquello que la escuela debería asegurar desde el minuto cero: seguridad, protección y verdad.
Y pedimos algo más: que Galicia abra los ojos. Que los protocolos no sustituyan a las personas. Que la administración deje de mirar hacia otro lado. Y que el silencio, que tanto daño hizo en este proceso, no se convierta también en el silencio de toda una sociedad ante la violencia que sufren nuestros niños y niñas.
Porque el acoso escolar no es solo lo que pasa dentro de una clase. Es también lo que pasa cuando una familia pide ayuda… y nadie responde a tantas preguntas que quedan en el aire:
¿Qué sucede cuando un protocolo es más importante que la víctima?
Cuando se cumple el formulario pero no se cumple la protección.
Cuando una familia solo pide seguridad y recibe trámites.
Cuando un niño pide ayuda y recibe silencio.
Sucede lo que nosotros vivimos. Y sucede más veces de las que se cuenta.
¿Por qué escribimos esto? Porque hay niños que no pueden escribir, familias que no saben por dónde empezar y profesorado que, sabiendo lo que ocurre, no se atreve a decirlo en voz alta.
Y porque Galicia necesita revisar no solo sus protocolos, sino su cultura institucional: la cultura que teme a las palabras, que prefiere un centro “tranquilo” a un centro justo, que habla de convivencia pero no la practica cuando verdaderamente importa.
Nosotros queremos reparación y una educación más amable.
Queremos seguridad.
Queremos verdad
Queremos humanidad.
Y, sobre todo, queremos que ningún otro niño viva lo que nuestro hijo vivió en la impunidad del silencio.


