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Hace cincuenta años que el dictador Francisco Franco murió, poniendo fin a una dictadura que se extendió desde 1939 hasta 1975. Aquella dictadura dejó profundas cicatrices en la sociedad española y en sus instituciones: millones de personas fueron encarceladas, exiliadas o silenciadas; la libertad de prensa y expresión quedó abolida; la educación se convirtió en un instrumento de adoctrinamiento; y la participación política se restringió drásticamente. Las mujeres fueron relegadas a roles tradicionales, los sindicatos prohibidos y cualquier forma de disenso se castigaba con dureza. El miedo se convirtió en un mecanismo cotidiano, y la obediencia, en norma social.
La idealización del autoritarismo entre los jóvenes
Hoy, medio siglo después resulta sorprendente y preocupante que un segmento significativo de jóvenes idealice lo que nunca vivió. Según encuestas recientes, cerca del 20% de los jóvenes muestra simpatía por regímenes autoritarios, y algunos incluso expresan nostalgia por una supuesta “España ordenada” bajo Franco. Este fenómeno evidencia que la memoria histórica no ha sido suficiente para transmitir las lecciones de aquel pasado. Cuando la historia se conoce solo de manera superficial, sin contexto, análisis crítico ni testimonios directos, puede convertirse en un relato simplificado y hasta seductor, ignorando el miedo, la represión y la pérdida de derechos que realmente significó.
Los ejemplos concretos del franquismo son claros y estremecedores. La Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 permitió castigar a miles de personas por su vinculación con la Segunda República; los juicios sumarísimos y los trabajos forzados afectaron a generaciones enteras; la censura silenció cualquier debate público sobre justicia, política o derechos; y la educación, lejos de formar ciudadanos críticos, sirvió para inculcar obediencia y conformidad. Sin conocer estas experiencias, es comprensible que algunos jóvenes puedan caer en la trampa de idealizar la dictadura como un período de “orden” o estabilidad, ignorando la violencia sistemática que sustentaba esa aparente tranquilidad.
Hannah Arendt y la banalidad del mal
En este contexto, la filosofía de Hannah Arendt que, también falleció el mismo año, resulta fundamental. Arendt analizó el totalitarismo desde una perspectiva que combina historia, ética y psicología social. En obras como Los orígenes del totalitarismo, subraya que los horrores de un régimen no dependen únicamente de líderes crueles, sino de la pasividad de personas comunes que dejan de pensar críticamente y aceptan la autoridad sin cuestionarla. Su concepto de la “banalidad del mal”, desarrollado al estudiar el juicio a Adolf Eichmann, muestra cómo individuos ordinarios pueden cometer actos terribles simplemente siguiendo órdenes y abandonando la reflexión ética.
La lectura de Arendt permite comprender que la nostalgia por la dictadura no es un capricho inofensivo, sino un riesgo real derivado de la ignorancia y la falta de pensamiento crítico: idealizar un régimen que suprimió libertades y destruyó vidas refleja que la historia no ha sido internalizada ni discutida con profundidad.
Educación, memoria histórica y pensamiento crítico
La educación tiene un papel central en esta reflexión. Enseñar historia no puede limitarse a fechas y hechos. Es necesario incorporar testimonios, análisis crítico y reflexión ética sobre las consecuencias humanas de la dictadura. Mostrar cómo la represión afectó a la vida cotidiana de millones de personas, cómo el miedo convirtió a la sociedad en cómplice y cómo la censura eliminó cualquier posibilidad de debate público, permite a los jóvenes dimensionar el precio real de la obediencia acrítica. Además, la educación crítica no solo protege contra la nostalgia autoritaria, sino que forma ciudadanos capaces de pensar por sí mismos, cuestionar narrativas simplistas y valorar la libertad.
En las escuelas y universidades, los programas de historia podrían incluir relatos de víctimas de la represión, análisis de la propaganda franquista y estudios de caso sobre la resistencia ciudadana. Los portales digitales de memoria histórica, los documentales y la literatura testimonial son herramientas imprescindibles para conectar a las nuevas generaciones con la experiencia humana de aquel tiempo. De igual manera, integrar la lectura de Arendt y otros pensadores sobre totalitarismo y democracia permite vincular la historia con la ética, la política y la reflexión sobre la propia conducta como ciudadanos.
Además, este enfoque educativo tiene relevancia más allá de la historia de España. Los riesgos de la obediencia acrítica y la banalidad del mal se observan en cualquier sociedad cuando el pensamiento crítico se debilita. Enseñar a los jóvenes a analizar críticamente el poder, a cuestionar la información y a reflexionar sobre las consecuencias de sus decisiones fortalece la democracia y previene la repetición de errores históricos. Y ahora esto es muy importante.
50 años después de la muerte de Franco, la nostalgia por la dictadura evidencia la urgencia de reforzar la educación, la memoria histórica y el pensamiento crítico. Y hace también 50 años falleció Hannah Arendt. Conocer la historia en profundidad, analizarla desde la filosofía de Arendt y reflexionar sobre sus lecciones éticas es la única manera de garantizar que los errores del pasado no se repitan en nuevas generaciones. La educación no solo transmite conocimientos, sino que forma ciudadanos capaces de resistir la seducción del autoritarismo y valorar la libertad como un bien irrenunciable. Debemos actuar ahora para evitar que los jóvenes caigan en la fascinación por regímenes que nunca deberían idealizar y asegurar que comprendan plenamente el precio de la obediencia ciega y la pérdida de derechos.


