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Este texto es la continuación del que hace unos días publicamos bajo el mismo título que puedes leer aquí.
6. El consenso competencial… y sus silencios
El capítulo 6 aborda las competencias, objetivos y resultados de aprendizaje del máster en Profesorado, apoyándose de manera explícita en el Marco de Competencias Profesionales Docentes impulsado por el Ministerio de Educación y Formación Profesional en el marco de las 24 propuestas para la mejora de la profesión docente. A diferencia de capítulos anteriores, aquí el documento abandona el registro descriptivo para adoptar otro mucho más prescriptivo.
El problema para mí no está en lo que se afirma, sino en lo que se da por supuesto y se presenta como indiscutible y naturalizado
El planteamiento general es difícil de discutir: formar docentes capaces de responder a contextos educativos “complejos, diversos y cambiantes” exige algo más que dominio disciplinar. Se insiste en la necesidad de integrar competencias pedagógicas, didácticas, digitales, éticas y relacionales, y de orientar la formación hacia el desarrollo profesional continuo. En este punto, el texto se alinea con un consenso ampliamente compartido en las facultades de Educación (entre los profesores de secundaria, eso ya es otra historia).
Sin embargo, el problema para mí no está en lo que se afirma, sino en lo que se da por supuesto y se presenta como indiscutible y naturalizado.
Se asume sin apenas discusión que el enfoque competencial es el marco más adecuado (y prácticamente el único posible) para pensar la formación inicial del profesorado. No se exploran sus límites, ni los problemas que genera cuando se traduce en planes de estudio concretos, ni el riesgo que conlleva de convertir la formación en un listado acumulativo de capacidades igual de deseables que imposibles de evaluar. La pregunta por el qué enseñar queda, en buena medida, subsumida bajo la del qué competencias desarrollar.
Esta lógica tiene consecuencias, y no son buenas. En un máster de duración limitada, la proliferación de competencias puede acabar reforzando la dispersión que el propio Libro Blanco critica en otros capítulos. Se defiende una formación integral y holística del profesorado, pero no se ofrecen criterios claros de selección, jerarquización o (¡incluso!) renuncia. Todo parece importante, todo debe ser incluido, al mismo tiempo que el conflicto curricular desaparece del análisis.
Otra cosa que me ha llamado la atención leyendo este capítulo es la pobre problematización de la relación entre competencias y saberes. Se tiende a presentar los saberes disciplinares, pedagógicos y didácticos como elementos al servicio de las competencias, pero apenas se abordan preguntas sobre el valor formativo intrínseco de esos saberes. En este sentido, el Libro se sitúa claramente en una lógica de funcionalización del conocimiento, plenamente coherente con las orientaciones ministeriales. No sé por qué la Conferencia de Decanos tiene que funcionar para este asunto como una cadena de transmisión al servicio de las voluntades ministeriales, en lugar de constituirse en un foro más combativo (y, ya que estamos, más participativo): batallas esperando a ser libradas tenemos unas cuantas.
El papel lo aguanta todo, pero todo esto, luego, habría que evaluarlo y evaluarlo bien
Tampoco se aborda con suficiente claridad la cuestión de la evaluación. Si el máster debe garantizar el desarrollo de un conjunto amplio de competencias profesionales, ¿cómo se evalúan de manera rigurosa y no meramente decorativa? Se plantean resultados de aprendizaje, pero evitando entrar en el problema, nada menor, de la fiabilidad y comparabilidad de esas evaluaciones en un sistema tan heterogéneo como el español. El papel lo aguanta todo, pero todo esto, luego, habría que evaluarlo y evaluarlo bien. Parece que nadie ha caído en ello.
Por último, se termina de reforzar una idea que atraviesa todo el Libro Blanco: presentar la formación inicial como un primer eslabón dentro de un continuo formativo que se extiende a lo largo de la carrera profesional. La idea forma parte del statu quo (otra cosa es que a alguno nos parezca que la sociedad del aprendizaje permanente nos sitúa en un infantilismo perenne), pero vuelve a plantearse sin una delimitación clara de responsabilidades: qué depende de quién, qué podemos hacer nosotros (desde y dentro de las facultades de Educación). Se exige mucho al máster en nombre de un desarrollo profesional que, en la práctica, depende de políticas de inducción, evaluación y formación permanente sobre las que tenemos muy poco que decir.
7. Cuando todo se quiere arreglar desde el máster
El capítulo 7 concentra la mayor parte de las propuestas concretas que nos trae el Libro Blanco: prácticas externas, Trabajo Fin de Máster, perfil y condiciones del profesorado del máster, especialidades, coordinación, acceso y selección, y vinculación con la formación permanente. Es un capítulo largo, minucioso y claramente orientado a la intervención. Aquí (página 221) empezamos a pasar del diagnóstico a hacer propuestas de diseño curricular. Y por eso mismo, se hace también más visible la dificultad para aceptar los límites reales del máster como dispositivo formativo.
Uno de los ejes centrales del capítulo es el prácticum, al que se reconoce (con razón) como el núcleo formativo más relevante de la titulación. Se insiste en la necesidad de mejorar la acreditación de centros, redefinir el papel de los tutores profesionales, reforzar la cooperación entre universidades y centros de secundaria y avanzar hacia modelos más estables de colaboración. En todo esto es fácil estar muchos de acuerdo. El problema es que muchas de estas propuestas dependen de decisiones y recursos que exceden por completo las capacidades de las facultades de Educación. La mejora del prácticum se formula como un objetivo pedagógico cuando es, en gran medida, un problema político y administrativo.
La mejora del prácticum se formula como un objetivo pedagógico cuando es, en gran medida, un problema político y administrativo
Algo parecido me parece que pasa con el Trabajo Fin de Máster. Se propone revisar sus modalidades, reforzar su vinculación con contextos socioeducativos reales y asegurar mejor su rigor investigador. De nuevo, un diagnóstico es acertado. Pero el texto no termina de afrontar la contradicción evidente: se exige más al TFM en un contexto de masificación, escaso reconocimiento docente a la dirección de estos trabajos y tiempos de realización extremadamente limitados. Se persiste en plantear el TFM como un artefacto formalmente (todavía más) exigente, pero, lo mismo, (todavía más) materialmente inviable.
Especialmente delicada es la cuestión del profesorado del máster. Se señala la heterogeneidad de perfiles, la falta de criterios claros de idoneidad y la débil articulación entre el profesorado universitario y el de secundaria. Se proponen soluciones ambiciosas: definición de criterios de idoneidad, incorporación de profesorado en activo, creación de figuras contractuales específicas (como el profesorado asociado de Ciencias de la Salud que hay en las facultades de Medicina), establecimiento de requisitos para impartir docencia en el máster. Todo ello apunta en una dirección interesante, pero vuelve a plantearse como si dependiera exclusivamente de la voluntad académica, cuando en realidad afecta de lleno a marcos laborales (contravendría el marco legal de muchas universidades sobre elección de docencia por orden de mayor cargo y antigüedad), normativas de contratación y políticas universitarias generales.
En cuanto a la organización y coordinación del máster, se insiste en la necesidad de evitar la atomización de créditos, incrementar los mecanismos de coordinación y reconocer institucionalmente estas tareas. Aquí el texto roza uno de los nudos estructurales del problema, pero no termina de nombrarlo: la coordinación no falla por falta de conciencia pedagógica, sino porque no está reconocida como tiempo de trabajo académico. Señalar esto sin convertirlo en una exigencia política concreta lo reduce a un brindis al sol.
El apartado dedicado al acceso y selección de los estudiantes introduce otra propuesta delicada: avanzar hacia sistemas de acceso más rigurosos, con pruebas específicas y una evaluación más integral de las competencias académicas y vocacionales. La intención es clara: evitar que el máster sea percibido como un mero trámite. Sin embargo, el capítulo no entra en un debate imprescindible: ¿es legítimo y viable introducir mecanismos selectivos fuertes en un título habilitante que es condición necesaria para acceder a una profesión regulada? ¿Qué efectos tendría esto sobre la equidad y la democratización del acceso? ¿Y sobre los evidentes problemas de reclutamiento que ya hay y que solo van a ir a más en los próximos años (a no ser, qué sé yo, se doblasen los salarios)?
Finalmente, el capítulo insiste (¡de nuevo!) en la necesidad de articular mejor la formación inicial con la formación permanente y el desarrollo profesional docente. La idea, pues bien, suena bien, pero la estrategia vuelve a ser expansiva y poco responsable: se pide al máster que se integre en un continuo formativo cuya existencia real sigue siendo frágil y desigual según territorios (y sobre la que las Universidades no tienen absolutamente nada que decir: no se cuenta con ellas para nada). El riesgo es cargar sobre el primer eslabón responsabilidades que corresponden al conjunto del sistema, sobre el que tenemos una capacidad de influencia casi igual a cero.
Este, me ha parecido, es el capítulo más trabajado y el más comprometido del Libro Blanco. Pero, también, por exactamente lo mismo, donde se pone en evidencia más claramente su sesgo: la tendencia a pensar que los problemas estructurales de la profesión docente pueden resolverse principalmente afinando el diseño del máster, lo que a su vez ayuda a no concentrarse en lo que sí depende más estricta y únicamente de nosotros (facultades de Educación).
8. La tentación del rediseño total
El capítulo 8 presenta un resumen sistemático de las propuestas para la mejora de la formación inicial del profesorado de Secundaria. Es algo así como una síntesis ordenada de los capítulos previos y, al mismo tiempo, como un programa de reforma. Es por ello por lo que su tono es indudablemente propositivo y aspira a ofrecer una hoja de ruta clara para la toma de decisiones normativas.
Hay coherencia interna. Las propuestas están bien alineadas con los diagnósticos anteriores: incremento del peso de los créditos de la formación genérica, revisión de especialidades y titulaciones de acceso, refuerzo del Prácticum, redefinición del TFM, mejora de la coordinación docente, introducción de criterios más exigentes para el profesorado del máster y para el acceso del estudiantado, y una mayor vinculación con la formación permanente y los procesos de selección. Sin embargo, precisamente por su vocación de síntesis, este capítulo desnuda, ya del todo, la desproporcionada ambición reformadora respecto al instrumento elegido (el máster como alfa y omega de la Educación Secundaria).
Las propuestas no se limitan a mejorar el funcionamiento del máster tal como existe, sino que apuntan a una reconfiguración profunda del modelo: cambios en la duración, en el equilibrio de saberes, en los perfiles docentes, en el acceso y en su articulación con la carrera profesional. Un ejemplo donde creo se ve esto muy bien es en la propuesta de incrementar el peso de los créditos “didáctico-sociopsicopedagógicos” (atención al neologismo) hasta el 30-40% del total. Más allá de debates sobre proporciones, la medida presupone que el problema central de la formación inicial reside en un desequilibrio curricular interno. Apenas se considera que muchas de las dificultades señaladas (masificación, escasa exigencia, percepción de trámite) no se corrigen redistribuyendo créditos. Vamos, es que no tiene nada que ver, me parece a mí, el problema identificado con la solución que se propone.
Pasa lo mismo con las propuestas que se hacen sobre al acceso y la selección. Se apuesta por condiciones comunes, pruebas de acceso y mecanismos de reconocimiento del rendimiento excelente. La intención es clara y vamos a aceptar que buena. Pero vuelve a evadir el problema político fundamental: ser más selectivos para cursar un título obligatorio equivale, de hecho, a trasladar la selección al interior del sistema universitario sin haber definido previamente una política coherente de acceso a la función docente (y de oferta de plazas a nivel nacional y por territorios, teniendo en cuenta las proyecciones demográficas de alumnado y ritmo de jubilaciones entre profesores en ejercicio).
También en este capítulo se vuelve y hace todavía más explícita la idea de un continuo formativo que articule formación inicial, inducción y formación permanente de los profesores de Secundaria. De nuevo, la orientación es correcta, pero el desequilibrio es evidente: el Libro Blanco formula con detalle lo que debería cambiar en el máster, mientras que las fases posteriores aparecen como un horizonte deseable, poco desarrollado y escasamente normativizado. Volvemos a la imagen de mirada al infinito, brindando todos juntos al atardecer. No sé, con intentar hacer bien o mejor lo que nos toca (la formación inicial), pienso, ya tendríamos bastante.
No deja de ser algo trágico (mientras escribo no dejo de pensar en la cantidad de horas de trabajo que hay detrás de este documento: gracias compañeros), el capítulo que busca cerrar y ordenar el conjunto es el que deja más claro el punto ciego del Libro Blanco: nos cuesta aceptar que el máster no puede ser “la creación” donde se resuelvan todas las carencias, problemas, angustias de la profesión docente ni todas las disfunciones, los males, ni las contradicciones de la Educación Secundaria española.
Se hacen propuesta, pero sin jerarquización política clara: qué es imprescindible, qué es deseable y qué, sencillamente, no puede exigirse razonablemente a un título de un año (o incluso de dos) sin transformar de manera simultánea las condiciones de acceso, ejercicio y reconocimiento del profesorado. Y esta es, probablemente, la pregunta que el Libro Blanco deja abierta sin querer hacerlo: ¿se quiere reformar el máster o se está intentando compensar, desde él, todo lo que el sistema educativo no se atreve a reformar en otros niveles?
Los anexos. El trabajo técnico… y su paradoja
Los anexos del Libro Blanco son, probablemente, la parte más sólida desde el punto de vista técnico del documento. En ellos se recoge una gran cantidad de información detallada sobre especialidades, número de plazas, criterios de admisión, titulaciones de acceso y formas de gestión del máster en las distintas universidades y comunidades autónomas. Para cualquiera que haya tenido responsabilidades académicas o de gestión en esta titulación, este material será de gran utilidad.
Los anexos cumplen así una función fundamental: visibilizar la enorme heterogeneidad del sistema y documentar aquello que en los capítulos anteriores se señalaba de forma más general. En este sentido, aportan una base empírica de gran valor que podría servir (si se quisiera) para una discusión normativa mucho más precisa sobre mínimos comunes, límites razonables y márgenes de autonomía institucional.
Sin embargo, la paradoja: cuanto más detallados y minuciosos son los anexos (que lo son), más evidente se vuelve la distancia entre el diagnóstico empírico y la ambición reformadora del cuerpo principal del documento. Los anexos muestran un sistema extraordinariamente diverso, fragmentado y condicionado por variables territoriales, institucionales y organizativas muy difíciles de homogeneizar. Y, sin embargo, las propuestas tienden a avanzar hacia soluciones relativamente uniformes.
Además, los anexos ponen de manifiesto la enorme carga de gestión y coordinación que ya soporta este máster (y de la cual que cualquiera que damos clase en él, nos hacemos al menos una ligera idea). Tanto, que no sé cómo a los encargados de este Libro, en lugar de proponer añadir nuevas capas de exigencia, que es lo que se hace, no se les ha ocurrido preguntarse seriamente qué podría simplificarse de su funcionamiento actual. En este sentido, los anexos funcionan, sin querer, casi como un contrapunto silencioso al discurso “oficial”. Los anexos no solo documentan una realidad compleja: obligan a preguntarse qué tipo de reformas son razonables exigir a un dispositivo formativo que ya opera, en muchos casos, en condiciones de saturación estructural.
Aspirar a intervenir en todos los procesos que conforman la formación del profesorado de Secundaria no es solo irrealista: es, probablemente, un error de estrategia
Hay, además, un efecto que el Libro Blanco apenas considera: la presión que introduce hacia dentro de las propias facultades de Educación. La acumulación de propuestas no solo mira al sistema educativo, sino que obliga a mover continuamente los “muebles” de la formación inicial, como si su función fuera absorber y compensar todas las carencias del acceso, la inducción y la carrera docente.
Y, sin embargo, el servicio universitario que puede prestar el máster no es otro (ni debería ser otro) que sostener un perfil universitario de la dimensión pedagógica y didáctica de especialidad del trabajo docente. Hacer eso bien, con rigor intelectual, exigencia académica y sentido institucional, ya sería un logro considerable. Aspirar a intervenir en todos los procesos que conforman la formación del profesorado de Secundaria no es solo irrealista: es, probablemente, un error de estrategia.
Esta confianza en la ingeniería curricular y organizativa es un mal hábito de pensamiento típicamente universitario: desplaza hacia el diseño académico problemas que son, en realidad, políticos, laborales y estructurales, y acaba pidiendo al máster que compense todo aquello que el sistema educativo no se atreve a reformar en otros niveles.
No quiero terminar sin reiterar mi reconocimiento al trabajo, el tiempo y la dedicación de quienes han hecho posible este Libro Blanco; precisamente por eso he tratado, en estas páginas, de discutir su contenido con seriedad.


