Salgo de mi clase de 1.º de ESO. Especialmente los días en los que imparto la sesión a última hora, no voy directamente al despacho, sino que pasilleo un poco, con la intención de ejercer de coche escoba. Hay un grupo de seis u ocho chicos a la puerta de un aula de 4.º, levantando sus voces broncas. No sé si habrá algún estudio acerca del tono que utilizan los adolescentes. Según van creciendo, a medida que notan que su voz cambia, se empeñan en impostar ese tono grave. Parecen críos imitando a señores; como cuando se disfraza a un niño de hombre poniéndole corbata: muñecos de ventrílocuo. Me acerco a disolver la concentración, al grito de «a casa, que os estarán esperando para comer», tan habitual en mí. Imagino que están esperando a algún compañero. A medida que me aproximo al grupo, intuyo que hay algo más: el lenguaje corporal es muy significativo. Cuando logro acceder al interior de la burbuja de testosterona, compruebo que están rodeando, con actitud agresiva, a una profesora. Uno de los chavales aprovecha su estatura y su corpulencia para, a menos de una cuarta de distancia, vocear a la docente: «Que solo quiero hablar contigo, que hables conmigo, que quiero hablar contigo, te estoy diciendo». Ella intenta aparentar calma, pero yo también soy mujer y sé lo que está sintiendo: miedo. En nuestro código genético de superviviente está escrito a fuego que ante la presencia de un grupo de hombres (y estos alumnos lo son: tienen envergadura de hombres, voz de hombres, maneras de hombres, caras de hombres) debemos ponernos alerta. Intento ayudarla, pero ella me pide explícitamente que no lo haga y logra que los chicos se vayan.
Hay cinco estudiantes sancionados a séptima hora por burlarse de Paca, la de Lengua. Entre ellos, una chica. No les impongo que limpien el patio o suban las sillas de las aulas: no termino de ver la relación entre las tareas de limpieza y su comportamiento con la profesora, así que me meto con ellos en la biblioteca y les pregunto con qué docentes no la lían y con cuáles, sí. Tras revisar los nombres de quienes les imparten clase y analizar sus características, llegamos a la conclusión de que se comportan con especial saña en las sesiones de dos materias, porque consideran a esas profesoras vulnerables o débiles. Reflexionamos sobre ello; dejo que se expliquen abiertamente. Acaban sinceramente compungidos, aunque no sé si una vez abducidos por las dinámicas generadas en el aula servirá de mucho su arrepentimiento.
Connor se ha presentado otra vez con el pantalón de pijama puesto. Llamamos a su padre, con quien vive, para decirle que hemos mandado al chaval a casa para que se cambie; que ya estaba avisado, que hay unas normas que imponen asistir debidamente vestido… El padre manifiesta que duda que esas normas se impongan del mismo modo a las chicas. Le falta añadir el clásico se visten como putas, pero no es necesario que sea tan explícito: se trasluce en su discurso.
Connor tiene serios problemas con la autoridad de las profesoras. Cuando la de Inglés le devuelve su examen corregido, se permite completar una respuesta que había dejado en blanco. Exige a la profesora que lo demuestre, con un desafiante «¿Tienes una foto del examen como estaba antes o qué?». Según su criterio, que por ser el masculino es el válido, la raya roja que cruzaba esa parte del folio no prueba nada.
Parten de la tabla rasa de que no es posible que unas mujeres, por muy profesoras que sean, sepan más
Algunas sesiones de la asignatura de Educación Física, no queda más remedio, se imparten en el parque, enfrente del instituto. No disponemos de espacio suficiente cuando coinciden cinco grupos: no caben en el patio y el gimnasio. En esta ocasión, Yaiza ha salido con el alumnado de 3.º. Uno de los estudiantes se niega a hacer la prueba propuesta: dice estar lesionado. Yaiza le pide, como indican las normas de su Departamento, algún justificante médico donde se explicite qué ejercicios puede o no ejecutar. El chico se indigna, vocea, hace aspavientos y, en un descuido de Yaiza, llama a su padre, quejándose de que la profesora lo ha tildado de mentiroso. El padre no tarda ni 10 minutos en llegar al parque, y dirigirse con paso firme a la profesora a quien, delante de todo el grupo, pone en su sitio, no faltaba más, qué va a decirle esta de gimnasia a mi hijo.
Unos días después, otro mozalbete, ostensiblemente nervioso y cargado de rabia, es enviado a mi despacho por Yaiza. Con los puños apretados y el rostro encendido, balbucea: «Es que no se puede hablar con ella; te lo juro, profe; ¡es que no escucha!» En boca de un adolescente, sé sobradamente lo que significa ese «No escucha»; es necesario traducirlo por un no obedece, no me responde lo que quiero oír; no me da la razón aquí y ahora. Le pido que se calme, que me diga su nombre y grupo, que me explique qué ha pasado. Me dice que cursa 1.º de bachillerato y que se ha negado a someterse a una prueba de elasticidad, que en su caso está limitada por un problema en el músculo isquiotibial. Cuando le pregunto si hay algún informe médico que lo corrobore, me responde que ya ha llamado a su madre para que lo acerque al instituto. Un cuarto de hora después, la madre me manifiesta su sorpresa ante la incredulidad de Yaiza: «Es un niño estudioso, y le preocupa mucho la nota; claro, con su problema, la prueba no le saldría bien y le bajaría la media. Ya he pedido cita al pediatra para pedir un nuevo informe». Me rechina la mención de la especialidad de pediatría: imagino al mocetón sentado en la sala de espera en una de esas minúsculas sillas de colorines, con las rodillas pegadas a la barbilla, rodeado de bebés lloriqueantes y criaturas infantiles que colorean sobre las pequeñas mesas. Y también me imagino a la madre del mocetón contemplándolo con arrobamiento. Es un niño (estudioso).
El timbre anuncia el principio de la última sesión. Unos minutos después, un grupo de cuatro o cinco chicos de 1.º de bachillerato se dirigen a la puerta. Los llamo y, como respuesta, obtengo ese gesto característico de agachar la cabeza y acelerar el paso. Yo apuro el mío hasta alcanzarlos, ya fuera del centro. «¿Quién os ha dado permiso para salir? No podéis iros sin pasar por jefatura, aunque haya faltado el profesor, sea la última hora y estéis en bachillerato». Un par de ellos ni siquiera se paran: siguen su camino como si nada; solo dan media vuelta cuando les amenazo con un parte. Les repito: «No podéis salir del centro sin el permiso de algún jefe o jefa de estudios, y lo sabéis». Fingen sorpresa y, con pretendida sumisión, aceptan ir a jefatura a pedir permiso. Yo les explico, sin éxito, que jefatura soy yo, y que, ante semejante toreo de salón, no van a obtener ese permiso. Ellos insisten: «Vamos a pedirle permiso a Juan Carlos, el jefe de estudios». Es el colmo. Rara vez recurro al director, un hombre altísimo, corpulento y con voz de Júpiter tronante, en casos relacionados con la disciplina. Sin embargo, mi propuesta ante su intención de visitar el despacho de Juan Carlos, mi compañero en jefatura, es reconducirlos: «No; no vais al despacho de Juan Carlos; vamos todos al del director». Les cambia la cara. La fortuna les sonríe: el director no está en ese momento. Se produce entonces un efecto fascinante: el solo hecho de acceder con ellos al despacho, espacio de poder y autoridad masculina, convence en pocos segundos al grupo para volver a su aula.
Finalmente, hemos tenido que abrir protocolo para dirimir si hay o no acoso escolar en el caso de Casandra. Supongo que, inconscientemente, la odian porque ha decidido responder a lo que siente y dejar de pertenecer a la manada masculina: interpretan que desprecia al grupo al que debería pertenecer por nacimiento; no pueden entender que alguien no acepte el privilegio de nacer hombre; que renuncie a él. Es un esquirol, un traidor o, lo que es peor, una persona trans. Mientras las familias implicadas en el protocolo muestran su estupefacta indignación ante tal injusticia, cómo va a ser que sus hijos sean unos homófobos, la madre de una alumna de 3.º nos ofrece el contacto de alguien que podría impartir una charla: su sobrina trabaja en el Congreso de los Diputados en asuntos relacionados con la LGTBIfobia y la ley de cambio de género. Tras la charla, esta persona nos sugiere elevar a la Comunidad de Madrid y al Ministerio de Educación un informe en el que se recoja el repunte de actitudes machistas en los centros docentes: le consta que es algo generalizado.
Cada vez que se produce una de estas situaciones, en las que muy raramente se ve afectado un profesor, contemplo a pequeños hombres caprichosos, soberbios, arrogantes. No son más que los niños en la sala de espera de pediatría que, ante la mirada arrobada de sus progenitores, imitan el modelo del macho alfa, como los animalillos que aparecen en los documentales de naturaleza: leones ensayando sus rugidos cuando su voz empieza a ser amenazante. Percibo su necesidad de imponerse, de obtener de forma inmediata aquello que demandan. Parten de la tabla rasa de que no es posible que unas mujeres, por muy profesoras que sean, sepan más sobre sus respectivas materias que ellos; que no son quiénes para decidir sus calificaciones. Sienten que la autoridad que les confiere actuar como hombres, haber nacido hombres, ser hombres está por encima de cualquier otra autoridad, da igual de dónde provenga, que no sea ejercida por otro hombre. En la escala de poder, lo masculino está por encima de cualquier otro. Solo se someten a la autoridad que eleva exponencialmente la base de lo masculino: ser profesor, jefe de estudios o director del centro.
Me gustaría pensar que estos hombres jóvenes son en realidad macho omega: los últimos individuos de una especie en extinción que tiene los días contados.