Supimos, casi con cuenta gotas, lo que estaba ocurriendo en casa de María. Poco a poco, fue venciendo el desconcierto y la vergüenza: un día confesó a la orientadora del instituto que le habían propinado un bofetón; otro, que la habían agarrado por el cuello. Más tarde contó que se habían trasladado a vivir con la abuela materna: la madre de María no soportaba más y había decidido huir con sus hijos, aunque poco después tuvo que claudicar y volver al domicilio conyugal porque económicamente era imposible sobrevivir. Tanto la madre como el padre ejercen violencia física contra la chica. María y su hermano pequeño han vivido siempre en ese entorno hostil, violento.
Daniel supo protegerse encerrándose en su dormitorio y un mundo de vídeojuegos en línea. Obvia en ese enclaustramiento virtual los gritos y los golpes que habitaban rutinariamente al otro lado de la puerta. Daniel está repitiendo curso; María, también. María, tras irse a vivir con una familiar cuyo contexto es absolutamente precario económica y mentalmente, se plantea volver a casa, pero es consciente de que la casa a la que quiere volver no es la que conoce. Fabula con la idea de que todo cambie, como cualquier maltratada, de que la situación se revierta, de que no haya más golpes, más gritos, más tirones de pelo, más amenazas.
Lara y Augusto son nuevos en el centro. Ambos aprovechan un físico imponente para hacerse notar. Lara se cuela en cualquier aula y esconde el material a sus compañeros, revuelve, enreda constantemente. Augusto camina muy erguido, con pasos muy firmes y gesto muy serio; tenso. Tiene enfilada a la de Inglés, y por eso está más tiempo en el despacho que en el aula. Basta una pregunta directa y honesta: «¿Estás bien, Augusto? ¿Qué pasa?» para que ese tiarrón de metro setenta, repetidor, se derrumbe y solloce como el crío de 14 años que es en realidad. Sus padres están en proceso de divorcio. Me cuenta que se pelea constantemente con su padre, a cuyos golpes ha empezado a responder. Que su madre quizá se mude a otra provincia, de donde provienen. Que él quisiera una custodia compartida. Cuando le explico la dificultad de la escolarización si su madre se va a 200 km, baja los ojos. Pocos días después, pasa algo similar con Lara, su hermana, quien cada día está más nerviosa, más inquieta, más fuera de sí. Corrobora, sin saber que lo es, la versión de su hermano. También llora.
Paloma está repitiendo 1.º de ESO. El curso pasado fue un auténtico desastre. Aunque su pose y sus maneras pretenden ser las de una adolescente, es una niña irreverente, grosera, rebelde, abusona; capaz de reventar una clase con su sola presencia. Su mirada es en ocasiones desafiante; otras, huidiza e interrogante. Hemos mantenido varias reuniones con sus padres: a veces con ambos, a veces por separado. Hemos hablado por teléfono con ellos en innumerables ocasiones. Cada progenitor culpa al otro de la situación, mientras Paloma me explica que no terminan de divorciarse porque son incapaces de ponerse de acuerdo sobre la propiedad del piso en el que viven. El resultado es que Paloma hace lo que le viene en gana y el problema, que no se le ocurre nunca nada bueno.
Si la cueva protectora se convierte en un campo de batalla, no hay lugar sagrado al que acogerse: de repente, la criatura es una especie de apátrida
A pesar de haber suspendido cuatro asignaturas, Clara no repitió, gracias a la decisión unánime de su equipo docente, que consideró injusto que sus problemas de salud mental le impidieran salir adelante. Todos sabemos que es brillante intelectualmente, que podría con el curso a pesar de las pendientes, que retenerla en 1.º la machacaría emocionalmente. La familia de Clara está encantada con el centro. Con frecuencia, pasan por allí y nos dejan sobre la mesa del despacho una caja de bombones o cualquier chuchería. Clara y su hermano estudiaron primaria en un centro privado; ambos están ahora matriculados en el nuestro. Alejandro, el pequeño, es un revoleras. En la evaluación cero alertamos desde jefatura sobre él: un crío al que sus padres quizá no han podido atender tanto como habría demandado, porque todos los esfuerzos en los últimos meses o años se han dedicado a salvarle la vida a su hermana en un agotador despliegue de cuidados, cariño, responsabilidad y búsqueda de soluciones. Todo con una entrega absoluta y ejemplar. Hace unos días, vi a Daniel y Julia, los padres de Clara y Alejandro, esperando a ser atendidos por el tutor del pequeño, con quien habían fijado una reunión. Noté a Julia muy desmejorada, triste, muy delgada. Poco después, el tutor me confirmó que la pareja está en proceso de divorcio. No parece que haya recaída por parte de Clara; no sabemos cómo lo está viviendo Alejandro.
Augusto no sabe con quién quiere vivir; Paloma, tampoco. Clara y Alejandro no tienen que planteárselo, porque parece que sus padres están también siendo ejemplares en el proceso. El problema de estas criaturas no es que sus padres estén en proceso de divorcio, sino la hostilidad que genera ese proceso. La adolescencia es un periodo de inestabilidad emocional en el que por definición se ignoran los consejos de quienes ya estamos en la edad adulta. Sin embargo, eso no invalida la necesidad de respuestas que ningunear ni, desde luego, de refugio seguro. Si el hogar, si la cueva protectora se convierte en un campo de batalla, no hay lugar sagrado al que acogerse: de repente, la criatura es una especie de apátrida. Dos personas a las que se quiere, en las que se confía ciegamente se agreden, se insultan, se desprecian entre sí y, de repente, ese es el referente relacional. El o la adolescente, como es natural, se revuelve y lo rechaza. No puede confiar en nadie, se considera víctima de una estafa. Casi siempre se siente culpable por no haber sido el hijo o la hija perfecta.
Los modelos de relación siguen siendo románticos: en vez de aceptar con naturalidad que las relaciones personales tienen fecha de caducidad
En otro artículo reclamaba de pasada el derecho de los padres y, sobre todo de las madres (por motivos obvios) a ser algo más que eso. El modelo de familia, como me decía acertadamente una amiga el otro día mientras hablábamos de las celebraciones navideñas, ha cambiado. Pero no tanto. Sigue ejerciéndose presión: primero sobre las mujeres para que se conviertan en madres; después, sobre las parejas con descendencia para que permanezcan felizmente juntas. Hace mucho que soy consciente de que los hijos e hijas no unen, sino que atan. Atan a la vida y a la pareja. Esa presión, unida muchas veces a la incertidumbre económica, genera no solo infelicidad y frustración, sino dinámicas familiares nefastas para las criaturas a las que se pretende proteger. Los modelos de relación siguen siendo románticos: en vez de aceptar con naturalidad que las relaciones personales tienen fecha de caducidad, que los seres humanos evolucionamos y que esa evolución no se produce necesariamente en paralelo, sino más bien de manera divergente (con frecuencia, irreconciliablemente divergente), contemplamos de manera infantil a las personas como bloques inamovibles a los que la vida no pasa por encima. Trasladamos la dedicatoria de los tarjetones de cumpleaños a la vida real: no cambies nunca, se escriben las amigas quinceañeras, en pleno momento entusiasta de exaltación de la amistad. A pesar de ser cada vez más frecuente, el divorcio de unos padres, naturalmente, asuela y asola a su descendencia, porque el vértigo del salto al vacío y a lo desconocido asusta siempre. La hostilidad previa al divorcio los arrasa emocionalmente y lo desnorta.
Sospecho que una de las formas más frecuentes de rebeldía ante la estafa es la de abandonar los estudios. Lo académico se transmite como la obligación a la que hay que someterse en la infancia y la juventud. De hecho, solemos decirles que ese es «su trabajo», comentario que rebaten con el argumento esclarecedor y acertado de «pero a mí no me pagan; a ti, sí». Eso nos pasa por empeñarnos en asimilar el estudio a un castigo divino. Cuando sus progenitores incumplen el deber (tan impuesto como asistir a clase) de un impoluto quererse para siempre, se sienten autorizados para liberarse del suyo. Puede explicarse el fracaso académico relacionándolo con la inestabilidad emocional, con la inseguridad ante la separación de los padres y el vértigo del que hablaba más arriba. Pero, por otro lado, la conducta irreverente, rebelde y desafiante solo nos escupe con rabia en la cara que el centro docente no puede sustituir a la cueva protectora, por más que en mis conversaciones con el alumnado yo insista en que queremos que el instituto sea un lugar seguro donde sentirse querido y protegido.