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Educar implica intentar comprender la realidad, cada realidad concreta, siendo capaces de tomar distancia para discutir y analizar qué margen de mejora existe, qué giro de timón se quiere dar o qué dejar como está. En este sentido, hay que aceptar y entender que hablar de innovación también es tomar en consideración una idea importante: hay cosas que deben cambiar y otras que deben permanecer y conservarse. Progresar puede ser tanto innovar como conservar lo conseguido con determinación. Hay cosas que se pueden poner en valor de la buena educación tradicional y deshacer la conocida frase “nada de lo de antes sirve, todo hay que cambiarlo”. Avanzar también significa proteger y resguardar aquello de valor que alguna vez se logró. Tan frívolo y vacío es un “fetichismo innovador” que hace tabla rasa con el pasado, como un cerril e irracional tradicionalismo de quien no quiere progresar por comodidad o miedo al cambio.
Prácticamente con la misma intensidad y del mismo modo que cada cierto tiempo surgen, por ejemplo, chefs estrella en los medios de comunicación, en el mundo educativo aparecen y desaparecen lo que denominamos “gurús”. Conferenciantes estrella que, para bien o para mal, son auténticos creadores de tendencias educativas, con dilatado predicamento entre los profesionales de medio mundo. Se presentan como verdaderos “mesías” con experiencia y criterio incontestable para solucionar problemáticas de cualquier tipo. Si bien en muchas ocasiones arrojan ideas de gran interés y utilidad, en otras, solo hay humo. Cuando sucede lo segundo, es fácil apreciar homeopatía educativa, piedras filosofales y confortables atajos que aseguran un aprendizaje acelerado.
Lejos de la falsa y artificial dicotomía entre tradición vs. innovación, vigente vs. obsoleto, actual vs. anticuado, moderno vs. antiguo, la experiencia demuestra que hay cosas que tienen sentido, son adecuadas y funcionan en un contexto, pero no en otro, o bien que son importantes en un momento determinado, pero de ninguna forma en otro. En palabras de Goethe: “la inteligencia y el sentido común se abren paso con pocos artificios”.
En los diferentes niveles de concreción curricular, en todos, ha habido, hay y habrá siempre margen de mejora, surgirán nuevas dificultades y se intentarán resolver antiguos problemas de formas diferentes a cómo se venía haciendo. Ahora bien, este intrincado camino conlleva alejarnos de debates baldíos, atajos capciosos de uno u otro signo, o una pedagogía chill out, a veces excéntrica. Sin duda, todos ganaremos con ello.
Se proponen tres máximas de entidad sobre el oficio de enseñar. Tres pilares fundamentales estrechamente relacionados que aterrizan una idea clave: al igual que sucede con la vida, en educación hay muchas cosas que importan poco, y pocas cosas que importan mucho…
En primer lugar, quien planifica, desarrolla y evalúa un proceso educativo, no es un “coach”, tampoco psicoanalista, enfermero, vendedor, animador, guía espiritual, terapeuta familiar, gestor de eventos o administrativo. Es un profesional de la educación y difícilmente existe educación posible sin autoridad. Una educación sin límites y autoridad es impracticable. Ahora bien, y esto es sustancial, no se habla de autoritarismo, tampoco de unidireccionalidad de tarima, sorda y jerárquica propia de otro tiempo. Lejos de lugares comunes y discursos sectarios, mesiánicos o ideologizados, no hay mucha discusión (aunque como casi cualquier tema en educación por supuesto que lo hay) en entender que el profesional debe ser reconocido por el “discípulo” como alguien digno de emulación, provocar admiración intelectual y respeto, por ello, no puede ser despojado de su autoridad y su criterio. Hablo de una autoridad que no es imposición, basada en el reconocimiento del otro y construida día a día, desde dentro, con ejemplo, compromiso, dedicación, sabiduría, competencia profesional, buen hacer y apertura al diálogo. El ejemplo tiene más fuerza que las reglas. Cómo señala Emilio Lledó: “el docente gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña”.
La autoridad surge en la relación, no en la fuerza, y toda relación o vínculo tiene “una ida y una vuelta”. ¿Quién tiene autoridad en educación? Tiene autoridad quien ayuda a crecer, en el sentido más amplio y noble de la palabra. Una cosa es autoridad y otra es poder, es decir, una cosa es auctoritas, otra potestas. Ser un pequeño tirano que humilla, silencia, aburre, angustia, amenaza y amarga sistemáticamente se hará con poder, pero sin autoridad. Será temido, pero no respetado, nunca tendrá credibilidad. Ganarse la autoridad ante los demás requiere, primeramente, una fuerte exigencia a uno mismo.
Miguel de Unamuno escribió en 1913 un ensayo titulado “Arabesco pedagógico”. A continuación, un breve fragmento:
“Lo que más encadena a un discípulo a su maestro, lo que más le hace cobrar afición a lo que éste le enseña, es sentir el calor de la pasión por la enseñanza, del heroico furor del magisterio. Cuando el que aprende siente que quien le enseña lo hace por algo más que por pasar el tiempo, por cobrar su emolumento, o por lo que llamamos cumplir el deber, y no suele pasar de hacer que se hace, entonces es cuando aquél se aficiona a lo que se le enseña”.
En segundo lugar, muy relacionado con lo anterior, cualquier relación educativa es mucho más que una relación académica, es una relación sincera entre personas. Por ello, debe existir una construcción humanista de la relación educativa entre el profesional y el alumno, impregnada de afecto, ejemplo, atención y cuidado. El factor humano no debe nunca descuidarse en la educación o relegarse a un segundo plano, más bien al contrario, debe ser protagonista. Colocar a la persona en el centro de la educación. Con razón Leonardo Boff afirma que sin cuidado el ser humano se volvería inhumano, el ser humano ha nacido del cuidado y necesita de cuidado.
Volviendo a recordar algunas reflexiones de Emilio Lledó: los alumnos necesitan que se les vea, escuche, valore y respete, que se les reconozca como importantes, independientemente de sus resultados académicos. No puede haber exigencia sin complicidad y acogida previa, esfuerzo sin ejemplo y buen hacer, ni tanta distancia entre el tiempo para vivir y el tiempo para aprender. Se insiste de nuevo en lo siguiente: ni educación autoritaria, ni educación permisiva: autoridad recibida, pero sobre todo merecida, gracias al buen hacer, la implicación, el compromiso y la ilusión que conlleva trabajar en un oficio inquietante, maravilloso y de una decisiva importancia para el desarrollo de las personas y la sociedad.
En tercer y último lugar, los procesos de enseñanza y aprendizaje se pueden resignificar desde las diversas realidades, redescubrir desde nuevos puntos de vista, enriquecer, y por supuesto, desarrollar con las metodologías que se consideren más oportunas y pertinentes. Ahora bien, no se debería adulterar o desvirtuar nunca una premisa esencial, la idea más elemental de todas, la razón que permite que todo cobre sentido y tenga valor a pesar del paso del tiempo, es la siguiente: básicamente, en el cimiento que permite edificar cualquier proceso de enseñanza y aprendizaje, existe un encuentro, una interacción cara a cara, de alguien que tiene algo de valor que enseñar y de alguien que tiene algo que aprender. A veces no es nada sencillo entender lo simple.
2 comentarios
Es un excelente texto, me parece que pensar, escribir y transmitir así el mensaje debe ser compartido con los amantes de la docencia. Gracias.
Un gran artículo que refleja la mirada de un docente comprometido con la educación y con una mirada sincera, objetiva, abierta y respetuosa hacía el alumnado.