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Mambrú se fue a la guerra, qué dolor qué dolor qué pena. Escribo sin poder sortear la melodía en mi cabeza. Se trata de una canción infantil que ahora me aterra, que recuerdo de mi privilegiada niñez sin guerras. Esta melodía que a muchos resonará tiene un protagonismo especial, Do Re Mi, Do Re Fa, en el colegio Eduardo Santos, en Medellín.
Me reciben su director, Manuel Antonio López Ramírez, y el profesor Carlos Arturo Jaramillo. Llego en el momento exacto al mejor lugar para conocer cualquier comunidad educativa: el recreo. Niñas y niños juegan juntos con cuerdas y pelotas rodeados de grafitis que dan la pista. Los muros de este colegio se erigen sobre la memoria histórica y la lucha social.
En octubre de 2002 comenzó la mayor incursión militar urbana dentro de la historia del conflicto armado en Colombia. El Gobierno de Uribe, bajo el estado de excepción, tomó la Comuna 13 para acabar con los grupos de guerrillas que actuaban en la zona. Esta operación violó en numerosos aspectos los derechos humanos, dejando una herida aún sangrante. En medio de toda esa vorágine de violencia, Eduardo Santos fue la única institución educativa que permaneció en pie.
“Los profesores cumplimos la función en la sociedad de ser un límite infranqueable entre la realidad que hay fuera y el espacio seguro, de esperanza, que nos esforzamos por crear dentro”. Carlos A. Jaramillo me explica cómo aquí no permitían entrar ni a paramilitares ni a milicianos; cómo un día salieron los profesores, arriesgando sus vidas, a tratar de parar la ejecución de un alumno. No existe razón para matar a un niño, repite rotundo. No existe razón para matar a un niño y mataron a 28 de este centro. Sus nombres están escritos entre las paredes que les vieron crecer, que les rinden honor y que parecen suplicar, como aquel verso de la poeta chilena Stella Díaz Varín, «no quiero que mis muertos descansen en paz. Tienen la obligación de estar presentes».
El último menor asesinado fue en 2018.
“Seguir luchando por los que quedan es la única salida, aunque duela como si te arrancaran una parte del cuerpo”, responde Carlos A. Jaramillo cuando le pregunto cómo sobrellevan esto los profesores. “Un grupo que tuve hace unos años se negó a sacar el pupitre de un compañero al que habían matado. Cada día colocaban sus libros encima de la mesa”. -Silencio- “Se adapta uno a los procesos”, afirma con la apabullante aceptación de quien ha conocido el horror.
Cuando fuera había tiroteos, todos se tumbaban y cantaban señor comandante vamos a la escuela llevando colores en las cartucheras. Así, entre canciones y piezas de lego que siempre había en el suelo para llegado el momento, aguardaban a que parara el fuego.
Desde el año 2002, la propuesta pedagógica del colegio Eduardo Santos trabaja bajo el lema “educar para la convivencia en medio del conflicto”. Los contenidos curriculares se articulan mediante el eje transversal de la construcción de la memoria histórica. Son los propios alumnos, apoyados por la comunidad educativa, quienes han creado un museo de apología a la resiliencia, recogiendo testimonios, biografías y relatos de lo que sucedió aquellos días. Entre las diferentes muestras artísticas y propuestas culturales, también quedan enmarcadas balas y restos materiales de lo que nadie quiere olvidar. “Una sociedad que reconoce su memoria enriquece todas las posibilidades de construcción de su futuro”, sostiene Gerardo Pérez Holguín, líder comunitario.
El colegio colabora con diversas organizaciones como la Comisión Nacional de Verdad, centros culturales como la Casa Kolacho y asociaciones de familiares y víctimas. Además del museo, tienen un proyecto teatral que busca generar confianza y espacios sanos de desarrollo para los adolescentes. Este mes de mayo estrenan la obra “Hasta cuándo”, sobre los vestigios de la Operación Orión y la violencia subyacente en una sociedad que pide a gritos avanzar.
Al final, lo que esta institución lleva por bandera es que Mambrú no fue a la guerra, como decía la canción. Mambrú se quedó en la escuela. Y hoy Mambrú se ha convertido en una propuesta educativa cimentada en la cultura de la paz y la memoria a través de la transformación curricular y el establecimiento de canales alternativos de comunicación. Este proyecto reconoce la escuela como un territorio herido y violentado que convierte la memoria en una historia viva.
Caminamos hacia la salida. Fuera espera un barrio de viviendas amontonadas de ladrillo vuelto, cables eléctricos cruzando las calles con desorden y un ambiente muy distinto al que se respira dentro del centro escolar. Un lugar de ideas firmes y muros altos, de pasión por una educación de calidad curricular y humana que se construye día a día teniendo presente lo que fueron, lo que son y lo que quieren ser.
Si no fuera por historias como esta, de resistencia a la barbarie, de esperanza consciente y comprometida con las generaciones venideras y de escuelas que constituyan verdaderos espacios seguros, ¿qué nos quedaría?