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Durante los meses de julio y agosto pasados uno de los temas estrella en los medios de comunicación españoles fue la prohibición, en diversas ciudades francesas, de esa prenda de baño para mujeres, generalmente de color negro, que cubre todo el cuerpo, excepto cara, manos y pies, llamado burkini. Desde luego no fue una opción casual: de entre todos los múltiples y variados acontecimientos que se dieron este verano pasado en Francia, curiosamente ese fue el elegido y mantenido vivo durante semanas. También es cierto que, en todo lo relativo a políticas de gestión de la diversidad cultural e integración de minorías culturales o nacionales, nuestro vecino del Norte ha sido siempre el espejo en el que nos hemos mirado, el modelo a seguir… Pero la razón, desde mi punto de vista, es mucho más sencilla: el tema que interesaba destacar era el islam y lo islámico asociado al fundamentalismo y al terrorismo, y alimentar la distancia, el extrañamiento, la externalidad de todo este mundo con la idea de Europa, con los llamados valores europeos, entre los que merecerían ser destacados la separación entre lo religioso y lo civil, la igualdad entre hombres y mujeres, y la democracia representativa como método para regular las diferencias políticas e ideológicas.
El burkini prácticamente desapareció de nuestras portadas en cuanto los tribunales franceses dejaron claro que el derecho a la propia imagen y la libertad religiosa amparaban sin fisuras el hecho de que algunas mujeres decidieran bañarse sin mostrar apenas su cuerpo (por cierto, como hacen muchos surfistas) y con la cabeza cubierta (como suele exigirse en la mayorías de las piscinas), y que los deseos y preferencias de los que detentan el poder, tanto si son mayoría como si no, no tienen por qué imponerse a todos. Pero la demonización o el pánico ante el Islam y lo islámico no desaparecieron, sino que quedaron ahí.
Estas últimas semanas hemos conocido al menos tres noticias que nos lo han recordado. Por una parte, el caso de Takwa Rejeb, la muchacha de 23 años, graduada universitaria, que perdió unos cuantos días de clase porque el instituto valenciano donde debía cursar el ciclo formativo de grado superior al que se había matriculado le negaba el acceso por vestir el velo islámico, el hijab, que al decir de sus dirigentes contravenía el reglamento interno del centro. Por otra, hemos sabido que la Consejería de Educación del Gobierno Vasco ha abierto, por primera vez, listas para la provisión de personal docente para dar las clases de religión islámica en los centros de su Comunidad que, el curso 2015-16 solicitaron un total de 1.270 alumnos. Finalmente, otra noticia nos advierte con alarma de que, otra vez en Valencia, está en proceso la apertura de una escuela islámica -sería la primera en España-, pues sus promotores ya han adquirido la parcela donde edificarla. Los tres casos ilustran a la perfección esa relación extraña y recelosa hacia todo lo que huela a Islam y que desgraciadamente se ha convertido ya en norma en nuestro país.
Veinticinco años después de la eclosión de la interculturalidad, de tomar conciencia de que habíamos dejado de ser un país de inmigración para pasar a ser un país de emigración, de que la globalización iba en serio, de que la heterogeneidad, el pluralismo y la complejidad eran una realidad visible y reconocible, no es de recibo que sigamos todavía anclados en la cuestión del velo islámico. No solo suena antiguo, sino que el asunto ha sido tantas veces debatido, analizado y resuelto -con avances y retrocesos, ciertamente- que parece mentira este regreso al pasado. Sabemos ya que, en caso de conflicto, prima siempre el derecho a la educación; sabemos también que el velo no impide la realización de ninguna de las actividades escolares, y, en fin, que el libre albedrío y la libertad religiosa son bienes plenamente protegidos por las leyes democráticas.
Al margen de que piense que la enseñanza de la religión es un tema absolutamente mal resuelto en España (¿dónde se ha visto separar al alumnado en función de su adscripción religiosa, cuando uno de los objetivos de la educación es justamente el aprendizaje de la convivencia también entre ciudadanos diversos desde el punto de vista religioso?), mientras la legislación vigente diga que las familias tienen derecho a elegir si quieren recibir enseñanza religiosa y, caso de que sí, pueden escoger entre la católica, la protestante, la judía y la islámica, lo correcto es dar satisfacción a todas las opciones y no solo a una de ellas. ¿Cómo es posible que a día de hoy la mayor parte del alumnado que ha optado por recibir enseñanza en otra religión que no sea la católica vea conculcado su derecho?
De la misma manera, si las leyes reconocen la libertad de empresa, es decir, que cualquier persona o entidad, de carácter religioso o no, con ánimo de lucro o sin él, puede montar una empresa educativa, una escuela, ateniéndose a la normativa vigente, como desde hace tantos años han hecho múltiples órdenes religiosas, cooperativas, organizaciones no gubernamentales o empresarios atentos a los negocios emergentes, ¿con qué argumento vamos a poner el grito en el cielo si una entidad islámica, budista o bajaí decide construir un centro escolar y concertarlo con la administración educativa?
El burkini, más allá de su interesada actualidad, pone sobre el tapete nuestra relación, infructuosa y conflictiva, con el Islam, y nos interpela a propósito de nuestras reacciones y decisiones ante cualquier acto, rumor o símbolo que evoque los supuestos peligros o provocaciones de un mundo que percibimos hostil y corrosivo, un mundo otro; eso que se llama islamofobia.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona