Acabamos de pasar la fecha conmemorativa del día Internacional contra la violencia hacia las mujeres, el 25 de noviembre. En nuestro país se habla mucho ese día del número de asesinadas, así como si habían denunciado o no, si la Ley Integral 1/2005 contra la violencia de género es acertada o no, eficaz o no, si hay más o menos fallecidas violentamente a manos de sus parejas o exparejas un año que otro e incluso, sin respeto ninguno, hasta hablamos de una mayoría de denuncias falsas y de que es discriminatoria con los hombres porque las mujeres también los matan.
Todo esto no ayuda a erradicar la violencia contra las mujeres, más bien los voceros mediáticos contribuyen a crear un estado de opinión pública en el que prima más el prejuicio que el juicio, la acusación más que la opinión informada y la mentira repetida hasta la saciedad, convertida en falsa creencia, más que los datos.
Muchas niñas y niños, muchos adolescentes de ambos sexos están intoxicados por estas opiniones mal informadas, viven su día a día dentro de los prejuicios y repiten como loros aquello de “es que dicen que…”.
La hipocresía en este asunto de vida o muerte es absoluta. Acorde con el tipo de cultura de pensamiento único que se nos pretende inocular: la parte perjudicada siempre tiene la culpa de su perjuicio y de su desgracia. De este modo quien ostenta el poder económico y mediático siempre tiene altavoces que repiten continuamente lo que convenga al “sistema”.
Y, ¿de qué sistema hablamos? Del sistema patriarcapitalista, mal llamado a mi entender neoliberalismo, pues este término incluye en su significado la idea de libertad, que se queda reducida a la libertad de un puñado de privilegiados para convencer a quienes tienen desventajas en sus vidas de que se las merecen por no actuar en la buena dirección.
El “algo habrá hecho” para merecer el insulto, la herida, el acoso laboral o sexual, etc… ha quedado atenuado verbalmente pero, simbólicamente, tiene una fuerza arrolladora y confunde a una gran parte de la población.
Las voces de poderosos eclesiásticos, políticos, académicos o periodistas pasan por encima del sufrimiento que afecta a una enorme cantidad de mujeres de cualquier edad y condición, incluyendo a las niñas y a las más jóvenes.
Aunque la violencia de género y contra las mujeres en su conjunto es una cuestión política y de Estado, porque afecta a la vida y a la convivencia, al bienestar, a la economía, a la educación, al poder judicial y policial, a la salud y a la integridad personal, aunque así es, parece que acallando una y otra vez y ninguneando una y otra vez las voces del movimiento feminista organizado, deja de ser una cuestión de Estado a la que hay que dedicar para iniciar un camino de su erradicación, multitud de recursos de todo tipo y, sobre todo, la fórmula de las tres P: prioridad, presupuesto y personal preparardo.
No sé si el ámbito educativo es el más urgente o el más importante. El caso es que es prioritario para romper prejuicios, reformar conceptos previos erróneos y cambiar el estado de conocimiento y de opinión al respecto.
Ahora se empieza apenas a hablar de la coeducación como sistema que paliaría las violencias contra las mujeres. También se divulgan multitud de estudios empíricos realizados sectorial o localmente sobre actitudes de chicas y chicos ante la violencia de género. Y las cifras escandalizan porque nos ponen frente a un espejo cuya imagen reflejada no nos gusta: la cara del cambio tan minúsculo que hemos experimentado frente a esa forma misógina de tratar a las mujeres que desemboca en muerte, enfermedad, aislamiento, desprecio o menosprecio, silencios y tantas otras secuelas que no hacen sino empobrecer y perjudicar a nuestras sociedades.
Los mitos sobre el amor que lo puede todo, la belleza que embriaga los sentidos, el servicio y la ayuda que hace que nos quieran porque nos necesitan, todo ello dirigido a las niñas desde muy pequeñas, deja a muchas de ellas sin referentes de autonomía personal y sin perspectivas de un proyecto de vida propio, basado en el desarrollo equilibrado de múltiples aspectos de la vida.
Las niñas y las jóvenes también son embaucadas ahora con promesas de éxito al lado de un varón, cuanto más macho mejor, cuanto más fuerte, rico y poderoso mejor, pues así la protegerá de otros machos y la colmará de placer y felicidad. Y, aunque luego constaten que no es así casi nunca, se consuelan con otro prejuicio aún mayor: “quien mucho ama mucho ha de sufrir”
El modelo de masculinidad hegemónica del que hablamos en el anterior artículo, unido a este de feminidad modélica y complementaria del que hablamos ahora, son el aperitivo de un plato caliente que se llama violencia de género.
Pero no olvidemos que la violencia de género en las parejas o exparejas heterosexuales es la punta de un iceberg que acomoda su enorme mole y se alimenta en fuentes de otras violencias contra las mujeres toleradas con normalidad, como la prostitución, las violaciones, los abusos y acosos sexuales, la consideración como objetos bellos y útiles para los varones y su valor restado de humanidad para ellas mismas, cuestiones ya enumeradas en el anterior artículo.
No hablamos tanto de violencia hacia las mujeres. Hablamos poco y mal, sobre todo mal, pues es bastante infrecuente oir el reproche social hacia los comportamientos misóginos y machistas y la explicación de las raices de este mal, del que es verdad que hablamos un poco más en torno al 25 de noviembre.