En los últimos meses se han publicado numerosos artículos tanto en Cataluña como en el conjunto del estado sobre innovación educativa. La efervescencia mediática de este tema responde a la creciente presencia de movimientos sociales y educativos que en nombre de la innovación articulan una crítica global al funcionamiento actual del sistema educativo. Parece que la innovación se ha convertido en la palanca mágica para articular el cambio escolar. Pero ¿qué significa exactamente la innovación educativa y cuál es el cambio escolar que ansía? Es más, ¿con qué finalidad y cómo se articulan las demandas contemporáneas de innovación educativa? El objetivo de este artículo es dar respuesta a estas tres preguntas, el qué, el por qué y el cómo de la innovación, alertando sobre algunos de los peligros de una concepción simplificada de la innovación sobre la cual se acabe reforzando la desigualdad social. Empecemos, pues.
¿Qué es o qué debería ser la innovación educativa? Hace ya casi quince años, Inés Aguerrondo, identificó cuatro grandes formas de entender los cambios en educación dependiendo de si se trataban de cambios estructurales o coyunturales y de si afectaban a todo el sistema o solo a algunos centros dentro del mismo.
Según su propuesta, pues, la innovación educativa responde a un cambio estructural que actúa a nivel micro. Así pues, innovar implica modificar aspectos esenciales del sistema educativo y no sólo elementos anecdóticos, que actúen en sus márgenes. Tal como señalaba recientemente Joan Subirats, la innovación debe generar cambios en cuestiones sustantivas relacionadas con el bienestar ciudadano y sus condiciones de vida y, a su vez, debe alterar las relaciones de poder pre-existentes en un campo social dado. Trasladando esta idea al contexto escolar, la innovación, para poder llamarse de este modo, debe mejorar el bienestar educativo de todos los docentes, alumnos y familias, mejorando de forma sustancial las condiciones de escolarización de los centros educativos. La innovación, pues, va más allá de cambios pedagógicos u organizativos específicos e implica poner sobre la mesa algunos de los principales problemas que acechan a nuestro sistema educativo, tales como la falta de equidad, la escasez crónica de la financiación educativa o la segregación escolar entre y dentro de centros educativos. La innovación implica también incorporar ‘nuevos’ problemas en la agenda de política educativa o nuevas comprensiones sobre dichos problemas, cambiando las reglas del juego del quehacer educativo.
¿Para qué se debe o se debería innovar? Si la innovación, como decíamos, debe ser de tipo estructural y debe alterar los cimientos del sistema educativo, su objetivo debe ser el de garantizar la justicia escolar, evitando la reproducción de las dinámicas de exclusión educativa que caracterizan el sistema educativo. Y la justicia escolar, tal como afirman Lynch y Baker (2005), implica abordar simultáneamente cuatro grandes ámbitos: la falta de redistribución, o la desigualdad económica entre alumnos, familias y centros educativos; la falta de reconocimiento, o la existencia de contextos de aprendizaje poco relevantes y culturalmente inclusivos; la falta de representación, o la distribución de poder desigual entre agentes educativos; y falta de relaciones afectivas, entendida como la escasez de atención, acompañamiento, escucha y personalización de los procesos de aprendizaje. Es más, si bien la innovación escolar se genera desde una escala micro, no se puede perder de vista que las cuatro Rs no se pueden garantizar actuando exclusivamente sobre algunos centros educativos. Al contrario, la justicia escolar es, tal como señala Gewirtz (1998), eminentemente relacional y, por tanto, implica tener en cuenta el conjunto de centros que configuran un sistema educativo. Innovación y transformación, pues, son inevitablemente las dos caras de la misma moneda para avanzar hacia un nuevo paradigma educativo que ponga la justicia en su centro de acción.
Finalmente, ¿cómo se innova o debería innovarse? La única forma para garantizar que la innovación sirva para la justicia social es garantizar las condiciones para que todos los centros educativos puedan desarrollar prácticas de innovación educativa. La innovación, de hecho, no es independiente de las condiciones de escolarización de diferentes centros educativos, tanto por lo que respecta al perfil del alumnado, como por lo que se refiere a las características y perfil del profesorado. A menudo no innova quien quiere si no quien puede. Es más, si las prácticas de innovación no tienen en cuenta esta cuestión, el riesgo más inmediato que corremos es que en nombre de la innovación se reproduzcan las dinámicas de segregación que caracterizan el sistema y que se refuerce la competición escolar. Efectivamente, un sistema marcado por la falta de financiación, la elevada presencia de segregación y los recortes dramáticos en educación generan el contexto idóneo para desarrollar estrategias individuales de ‘salvación’, haciendo de la innovación la vía para acceder a los recursos cada vez más escasos que ofrece la Administración (formación de profesorado, renovación pedagógica, redes de solidaridad, etc.) y a su vez atraer a las familias con mayor ‘deseabilidad’ social y escolar. Así pues, la innovación puede acabar fraguando un sistema a doble o triple velocidad que en nombre de la ‘voluntad’ y la ‘capacidad’ de algunos centros y docentes refuerce a unos a costa de otros; unos centros avanzan, innovan, mientras otros se quedan rezagados en el vagón de cola. Un sistema profundamente segmentado que se aleja claramente del ideal de justicia escolar.
En definitiva, a la hora de analizar prácticas y discursos educativos basados en la innovación no podemos perder de vista la diversidad de connotaciones que caracterizan su uso y aplicación. Preguntarnos por el qué, el porqué y el cómo de la innovación educativa es, pues, una tarea imprescindible no sólo para evitar los usos simplistas del concepto, sino también y sobre todo para impedir los efectos altamente perniciosos de la aplicación del mismo. La innovación implica cambios estructurales y sustanciales en el qué y en el cómo de la educación y, como tal, debe orientarse a la justicia escolar y social, generando las condiciones para que todos los agentes educativos, sin excepción, se puedan beneficiar del cambio educativo. Si no es así, simplemente, no es innovación.