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Dos son las palabras que más se van a repetir a lo largo de este texto: innovación y feminismos, dos términos controvertidos que, últimamente, pueblan artículos, conversaciones e intenciones polémicas. Dos términos que han sufrido un gran desgaste, en paralelo, al entrar en los imaginarios mainstream para representar un cuerpo de conocimientos que ya no se ajustan al contexto que los produjo y que, por lo tanto, hay que reformular desde el presente.
Innovar en educación, concretamente en España y en América Latina, es tan necesario ahora como lo fue el desarrollo de los feminismos en los años sesenta, y por razones bastante parecidas. Los feminismos se consolidaron, precisamente, cuando se produjo la incorporación de las mujeres al mercado laboral, un hecho que creó el contexto que propició un cambio social.
Ahora también estamos viviendo un hecho insólito: por primera vez, las dinámicas de gestión del conocimiento están yendo por delante de los contextos educativos, razón por la que es necesario un cambio; es necesario que dichos contextos se ajusten a una gestión del conocimiento distinta. No me voy a detener a juzgar cómo debería ser esa gestión, lo que me interesa señalar es que ese reajuste es necesario, y que el término que mayoritariamente se está utilizando para identificar dicho reajuste es el de innovación.
Creo que hemos perdido las referencias de lo que significa innovar en educación. Desde mi punto de vista, innovar en educación consiste, básicamente, en desestabilizar unas prácticas que ya no están basadas en el presente; unas prácticas que, al igual que los feminismos, nacieron con la voluntad de desestabilizar las dinámicas que el patriarcado llevaba imponiendo desde siempre, y que necesitaban ser revisadas.
Etiquetar cualquiera de los procesos de innovación educativa de «práctica neoliberal» constituye un proceso que reproduce un modo de hacer neoliberal; y cuando este proceso de etiquetado se realiza con un lenguaje cargado de violencia, destructivo y nada posibilitador, se reproducen las dinámicas patriarcales del más rancio (precisamente) de los neoliberalismos.
Tal como nos enseñó Elizabeth Ellsworth en Why Doesn’t This Feel Empowering? Working Through the Repressive Myths of Critical Pedagogy, la pedagogía crítica puede convertirse en lo opuesto a lo que Paulo Freire pregonaba (por cierto, uno de los primeros innovadores en educación), cuando zanja, impone, castra y ataca en vez de revisar para posibilitar, abrir y alentar. Frente a esa pedagogía crítica demoledora, optamos por trabajar con pedagogías regenerativas que −como los transfeminismos− escapan de las etiquetas y las marcas para innovar en el sentido de voluntad de cambio que dicho término incorpora desde su raíz.
Algunos de los que trabajamos en el contexto de la innovación educativa utilizamos esta etiqueta de la misma manera que algunas de las que trabajamos desde los feminismos utilizamos el término feminismo: para hacernos entender, para poder propiciar los cambios que anhelamos desde un lenguaje que, efectivamente, nos sabe a poco, y que nos brinda terminologías que hay que entender desde su contexto, desde su necesidad y desde su poética.
De la misma manera que autoetiquetarme como feminista tiene que ver, en mi caso, con controlar mi propia vida y mi propio cuerpo, y con sentirme, ante todo, sujeto de conocimiento (puesto que considero que esta es una lucha que aún no ha terminado), autoetiquetarme como innovadora tiene que ver con cosas muy parecidas, como empoderar a los estudiantes para que tomen el control de su propio aprendizaje (y de sus propios cuerpos) para que dejen de sentirse objetos de su educación. Y esta decisión no la he tomado a la ligera.
Desgraciadamente, en mi día a día como docente (llevo más de veinte años dedicándome a la enseñanza en la universidad pública) y en los múltiples proyectos que he realizado en conexión con la educación formal y no formal, en todas sus etapas y variantes (en la mayoría de los casos, en relación con mi principal tema de trabajo: las relaciones entre arte y educación), he comprobado la eficacia del sistema para des-empoderar a los estudiantes, así como el avance de políticas educativas verdaderamente neoliberales (vivo en la Comunidad de Madrid y sé de lo que hablo) que están consiguiendo sus objetivos.
Esta constatación me ha llevado a luchar por cambiar el modelo educativo. Concretamente, lo que me parece más urgente es el cambio metodológico. Si esto se ha etiquetado como innovación educativa, es una consecuencia de esta lucha, no la lucha en sí misma, aún tratándose de una etiqueta que me incomoda y que me llena de contradicciones.
Pero, lejos de dejar de usarla, considero que esta es una de las partes más interesantes de la revolución: dar a los términos gastados ese otro sentido que necesitan, redefinirlos, contornearlos, utilizarlos para que la lucha continúe, en lugar de usarlos como arma arrojadiza contra nosotras mismas y condenarnos a la imposibilidad, el hundimiento y la depresión que tanto le gusta al patriarcado, incluso al patriarcado de izquierdas.
Como dice Judit Butler: «Que la categoría [mujer] no pueda ser descriptiva nunca es la condición misma para su eficacia política» (Butler, 1993). La performatividad del lenguaje es política, y afecta tanto al término mujer como al término innovación. Por lo tanto, para transformar la realidad es fundamental transformar el lenguaje, pero también se debe transformar a través de prácticas directas.
«Hacerlo en clase» es un título con múltiples significados; de entre todos ellos, rescato la idea de revisar las posibilidades que un aula nos ofrece y demandar, irónicamente, la posibilidad de hacer algo innovador, y que siempre ha estado prohibido. Salvando las distancias, creo que la lucha que mantenemos los etiquetados como innovadores es la misma que mantenemos las etiquetadas como feministas, y −como muchas de nosotras demandamos− sería interesante que, en vez de malgastar nuestra energía en pelear entre nosotras, fuésemos capaces de utilizar dicha energía para construir el conjunto de herramientas que posibiliten la construcción de un mundo socialmente más simétrico.
* Este texto se titula «Hacerlo en clase» en honor al capítulo 3 del magnífico libro Porno feminista: las políticas de producir placer, editado por Tristan Taormino, Constance Penley, Celine Parrenas y Mireille Miller-Young, publicado en el año 2013 y traducido al castellano por Begoña Martínez en el 2016.
* Las imágenes de este post son del colectivo de artistas feministas Guerrilla Girls