«Si no fueran tan temibles, nos darían risa.
Si no fueran tan dañinos, nos darían lástima».
Los macarras de la moral, Joan Manuel Serrat
Un día, lo confieso, tal vez yo adoctriné. Un día, tal y como define el diccionario, es probable que inculcase a alguien (a unos cuantos álguienes, puestos a ser honesta) determinadas ideas o creencias. Un día, sin yo preverlo, la campaña electoral de nuestro municipio se coló por la puerta del aula y no pude pasar por alto su llegada. Un día, tuve que hablar de grupos de distinto signo y siglas frente a mis estudiantes. Ese día, no lo niego, me referí a candidatos concretos con nombre y apellidos. Porque ese día, la actualidad política y social entró en mi clase como un vendaval, el mismo que había cubierto de octavillas de cierto partido la plaza peatonal adyacente al centro educativo donde me estrené como docente en el barrio de Sant Roc, en Badalona.
¿Adoctriné? Puede ser, ya no sé. Y creo que si lo hice fue siendo consciente de mi gran responsabilidad como profesora, con humildad y con convencimiento de estar en lo correcto. Lo hice sin miedo a salirme del guión del libro de texto (tampoco es que lo haya tenido nunca), con la certeza de estar aprovechando una oportunidad inigualable para transmitir un mensaje importantísimo a mis estudiantes como maestra, pero también y sobre todo, como ciudadana nacida aquí. Lo hice en catalán o en español, no lo recuerdo. Ni los estudiantes ni yo hacíamos demasiada distinción entre ambas lenguas, las usábamos con la misma naturalidad según el momento y la asignatura, y a ambos idiomas los considerábamos tan nuestros como el urdu o el panyabi que los estudiantes habían traído de Pakistán, Bangladesh, India.
Fue en 2012 o 2013, no estoy segura. Me bailan las fechas, las elecciones y los mandatos. Pero sé que en 2011 yo había decidido dedicarme a la docencia, porque tal y como un colega señalaba recientemente en un artículo de este mismo diario, me parecía una profesión llena de nobleza. Me lo sigue pareciendo hoy en día, cuando el gremio catalán (el gremio en su totalidad: no son pocas las voces de fuera de Catalunya que se han unido ante la desacreditación gratuita del colectivo) se ve obligado a defenderse de acusaciones absurdas e incendiarias que a nadie benefician, vertidas por políticos en busca de votos que proclaman orgullosos no tener pelos en la lengua –como si eso fuera un signo de valentía y no una muestra de arrogancia o una falta de sensatez–.
¿Adoctriné? Es posible, ya no sé si entiendo el sentido del término según el uso actual que se está haciendo de él, qué restricciones o implicaciones de significado se le atribuyen y qué acusaciones imperdonables se desprenden de él. Pero si lo hice fue porque aquel día, al volver de la pausa de la comida, mis alumnos y alumnas del Aula de Acogida llegaron a clase con un panfleto de tonos azules que me mostraron con desconcierto y cierta tristeza. “¿Qué quiere decir esto, profe?”. No recuerdo la consigna exacta que leí. Puede que fuera una versión descafeinada de aquella campaña que juntaba en el mismo folleto fotos de niñas con pañuelo, coches destrozados y un balcón abarrotado de hombres de procedencia africana, con el eslogan “+ Seguridad” y etiquetas de “delincuencia”, “incivismo”, “suciedad”. O puede que fuera algún lema precursor del famoso e intencionadamente ambiguo “Limpiando Badalona”, o tal vez era una frase prestada de otra candidata del mismo partido, como fue aquel “Primero los de casa”.
No importa ya. Lo cierto es que estos días me pregunto si en aquella aula yo adoctriné. No puedo negar que invertí todo mi poder de convicción en hacer creer a aquellos chavales recién llegados que ese hombre no representaba la voz de la ciudadanía catalana, por muy político con cargo que fuera o quisiera ser. Les persuadí de que todos los seres humanos somos iguales, sin importar distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición (esto lo busqué en internet, no voy por ahí recitando la Declaración Universal de Derechos Humanos de memoria, aunque me gustaría).
¿Adoctriné? Intento responderme. Es innegable que los obligué a pensar que pertenecían a Badalona, al barrio, a este país tanto como cualquier otra persona; que su llegada y su nueva residencia eran suficientes para legitimarlos como sujetos de pleno derecho. Les previne de lucir impúdicamente sus prejuicios, de señalar a los demás como ellos se sentían señalados. Les alerté contra el racismo y la xenofobia (cuánto sufrían esos chicos y chicas los “moro de mierda”, los “hueles mal”, los “dúchate”), e intenté imbuirles de la convicción de que esos mensajes de desprecio, algún día, quedarían desterrados por otros de empatía, solidaridad y humanidad.
¿Adoctriné? De lo que estoy segura es de que si lo hice, no fue contra España, no, sino contra la discriminación y la violencia simbólica ejercida por el mandatario de turno, en oposición a todo el trabajo en torno a los valores universales y la convivencia pacífica que tan presentes están en las escuelas. Lo hice porque de eso va mi oficio: de educar (¿es ese el verbo condenado públicamente ahora, a fin de cuentas?), de enseñar a pensar el mundo que nos rodea y de transmitir ideas valiosas que tienen que ver con la cooperación y el respeto, sin más intereses ocultos. ¿Fue eso adoctrinar?
Yo confieso: yo soy maestra y ya no sé de lo que soy culpable. Afirmo que ante ciertas decisiones y acciones políticas (completamente ajenas a mí y contrarias al conjunto de valores de la sociedad de paz y fraternidad que me comprometí a crear) me pusieron en la tesitura de tener que tratar junto con mis alumnos y alumnas la realidad en que estaba inmersa nuestra escuela. ¿Es eso adoctrinamiento?
Una última certeza, tan poco dada a las convicciones como intento ser. Si esos niños y niñas –hoy ya jóvenes adultos– viven integrados en la comunidad, se sienten incluidos en la sociedad y han logrado ciertas metas en lo académico y lo personal, si esos chavales valoran su (nuestro) plurilingüismo y su (nuestra) interculturalidad, ha sido porque yo y otros docentes como yo no tuvimos miedo a inculcar en las escuelas ciertas ideas y creencias, a pesar de las manifestaciones de odio que, tristemente, nuestro alumnado encontró en las calles –un odio atrevido y perverso, esparcido sin ningún escrúpulo por un grupo político sobre los adoquines de una plaza de Sant Roc–.