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Carola Rubén tiene 18 años, vive en Buenos Aires y es una de los 200 estudiantes del Bachillerato Popular de Jóvenes y Adultos que se imparte en la primera fábrica recuperada de la capital argentina, IMPA (Industrias Metalúrgicas y Plásticas Argentina).
La joven, que había estudiado toda su vida en un colegio tradicional, decidió hace un año pasarse a la educación popular: “Estaba incómoda en mi colegio, no me gustaba el trato de los profesores ni las formas de enseñar”, explica.
Aconsejada por su madre, acudió al IMPA. Recuerda muy bien el día que su actual profesor de literatura española la acompañó en el proceso de inscripción: “Me senté, Fernando me sacó un mate y me explicó cómo era allí la educación popular”. Y la convenció.
Fernando Santana fue uno de los impulsores del proyecto educativo. La iniciativa arrancó en 2004 gracias a la articulación entre el IMPA, vinculado al Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER), y la Cooperativa de Educadores e Investigadores Populares Histórica (CEIPH), una organización social, política y educativa, que concibe la educación como una herramienta de transformación social. El CEIPH coordina seis de los 93 bachilleratos populares que, según el último censo (2015), existen en el país, algunos de ellos levantados en fábricas recuperadas.
El Bachillerato Popular del IMPA toma como referentes la educación popular latinoamericana y las doctrinas del pedagogo Paulo Freire: “Apunta a la formación de sujetos políticos y conscientes desde la promoción de valores como el cooperativismo, la lucha y solidaridad de clase, y la recuperación y apropiación de la historia de la clase trabajadora”, relata Santana.
Para él, una de las prioridades del proyecto es el trabajo autogestionado, retomando experiencias como las de organizaciones sindicales ligadas al anarquismo y al socialismo, vigentes en Argentina desde la década de 1920, las del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST) en Brasil, o las escuelas de los zapatistas en Chiapas.
Otras asignaturas
Cooperativismo es la materia central del Bachillerato del IMPA y se enseña durante los tres años que duran los estudios. Además, se refuerza “recuperando el principio de autogestión y también haciendo que la historia de la fábrica sea objeto de estudio, con visitas guiadas o clases dictadas por trabajadores, por ejemplo”, detalla Fernando Santana.
Otras materias que proponen desde el IMPA y que salen del currículum escolar tradicional son Pensamiento Latinoamericano, Desarrollo de Comunidades o Metodología de Investigación. Sin embargo, el profesor asegura que “la diferencia a veces no está tanto en el nombre de la materia como en el enfoque, el método de trabajo y la opción política que cada uno toma al momento de pensarla”.
Con una veintena de alumnos por clase y dos profesores a su disposición, el proyecto prioriza el trabajo en el aula y el seguimiento cotidiano de los trabajos individuales y colectivos.
Para Carola, “lo más enriquecedor son los debates que se dan entre profesores y estudiantes en todas las clases, de la materia que sea. Nos hacen sentir que somos todos pares y que ellos también aprenden de nosotros”, comenta. Para ella la relación con sus docentes es mucho más cercana ahora, hasta el punto que se convierten en verdaderos referentes. De hecho, el próximo año quiere estudiar literatura y ser profesora, como Fernando.
La organización escolar se da en torno a las asambleas mensuales, espacios donde se toman las decisiones que afectan a la comunidad. Estas instancias se dan tanto entre los 40 docentes que integran el equipo, para tratar cuestiones meramente pedagógicas, como entre profesorado y alumnado, para abordar temas más políticos o de la cotidianidad escolar.
Al finalizar los estudios, que son totalmente gratuitos, se entrega a los estudiantes la certificación oficial de la Educación Secundaria.
Obtener legitimidad
El reconocimiento oficial de los estudios impartidos en el Bachillerato Popular del IMPA ha sido una ardua lucha que han librado los docentes desde la puesta en marcha del proyecto. “Hasta nuestra llegada, solo el estado y las empresas privadas podían definir los contenidos y saberes que se tenían que estudiar”, apunta Santana.
De hecho, su batalla histórica fue para lograr que el Estado argentino los legitimara como trabajadores de la educación, por lo tanto, merecedores -como cualquier otro- de un salario a fin de mes pagado por el Ministerio de Educación. Tras siete años persiguiendo el objetivo, en 2011 lo lograron y empezaron a cobrar los primeros sueldos.
Desde entonces, el dinero que reciben se gestiona bajo la lógica del proyecto colectivo: “Mensualmente los trabajadores destinamos una parte de nuestros ingresos a un fondo para cubrir actividades de la organización o dar apoyo económico a los bachilleratos populares que aún no están reconocidos y no disponen de recursos”, explica el profesor. En el caso de IMPA los docentes también entregan “los aguinaldos” [paga excepcional que se entrega en Navidad y festividades relevantes] para cubrir las necesidades del proyecto.
Otros obstáculos importantes que enfrenta la educación popular argentina, en particular, pero también el sector educativo del país, en general, tienen que ver con la falta de políticas públicas destinadas a la juventud y a los sectores más vulnerables. Y cuando las hay, según el profesor, “a menudo se enfocan en la criminalización de los contextos de marginación y segregación social, lo que torna difícil el estar de nuestros jóvenes en la escuela”.
Santana recuerda que los bachilleratos populares surgieron como una forma de resistencia a las reformas educativas neoliberales de mediados de los años 90, para dar respuesta a un proceso que expulsó a miles de personas de las escuelas de todo el país.
Fábrica abierta al barrio
Ubicada en el corazón del barrio de Almagro, la fábrica del IMPA se levantó en 1910 con capitales alemanes. Su máximo desarrollo llegó durante los años 30, con la sustitución de las importaciones de aluminio. La industria se nacionalizó en 1945 y se convirtió en cooperativa a principios de los 60. A partir de entonces, se fue transformando al ritmo que avanzaba la historia de Argentina. En 1997, el último comité directivo llevó a la cooperativa a su momento de máximo de deterioro, aumentando el endeudamiento y los despidos. Ante la amenaza extranjera de convertir el edificio en un centro comercial, los trabajadores decidieron dar la pelea. Un año más tarde, con cuentas en rojo, sin luz, gas ni teléfono, los asociados ocuparon el edificio, recuperaron sus puestos de trabajo y pusieron en marcha un centro cultural que se mantiene vivo hasta hoy.
Máquinas antiguas, reliquias que alguna vez fueron engranajes de la cadena productiva, fotografías en blanco y negro, o carteles publicitarios de algunos productos estrella, como las bicicletas Ñandu que el expresidente Juan Domingo Perón (1946-1955) y su mujer, Eva, se dice que repartían entre los niños. Son los vestigios que hoy conservan las paredes del IMPA y que sirven de testimonio de más de un siglo de historia obrera.
Hoy es la segunda fábrica de aluminio del país, tanto en producción como en comercialización y, tras abrir las puertas al barrio, comparte espacios con otras iniciativas como el centro cultural, una radio y una televisión comunitarias, un espacio de salud, el museo de los trabajadores o el bachillerato popular, entre otras. En total, casi 200 personas trabajan en el edificio.
Una heterogeneidad que convive por el respeto a la autogestión de cada una de las organizaciones, y la defensa de la lucha del IMPA, que todas las organizaciones se han apropiado. La consigna la tienen clara y la resume Fernando: “Siempre que se trate de defender a la fábrica, vamos a estar todos ahí”.