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Cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, envió al Congreso de la Unión la iniciativa para reformar la educación del país se inauguró un debate que, con intermitencias, no ha cesado, crece y muestra algunos saldos positivos. El desenlace es incierto, pero podría augurar un capítulo interesante para los análisis y favorable para el tercer sistema escolar más grande de América.
Las reacciones al anuncio hecho el 12 de diciembre reflejaron la fractura que moviliza al país, entre los defensores del nuevo gobierno y los críticos moderados o radicales. Para unos, vendrá una etapa luminosa y por fin se tomarán las decisiones adecuadas con los concursos necesarios; para los otros, las posturas son heterogéneas, pero convergen en ciertos cuestionamientos, entre ellos, no enterrar la educación inicial (0-3 años), que fue borrada de la propuesta para el texto constitucional; respetar la autonomía de las universidades públicas, eje central del sistema de enseñanza superior e investigación, omitida y luego explicada como errata; apostar al desarrollo profesional de los maestros en servicio y en formación, así como respetar la existencia de un organismo autónomo del gobierno para la evaluación de las políticas, componentes, procesos y resultados educativos, así como para la mejora.
Los primeros disculpan todo, incluyendo dislates del ministro de Educación, como superficialidades, imprecisiones y reiteraciones. Los segundos oscilan entre la exigencia de decisiones sustentadas en evidencias, no en ocurrencias, en proyectos sólidos, y en descalificaciones prematuras.
Carlos Ornelas, analista acucioso del sistema educativo, ofrece un resumen crítico: “El proyecto gubernamental, como el presidente expresó, fue para cumplir promesas de campaña. A pesar de que Esteban Moctezuma Barragán [ministro de Educación] organizó consultas en cada Estado, el texto es pobre, con fallas ortográficas y `erratas´, como la eliminación de la autonomía universitaria, que nunca enmendó”.
Mientras la división persiste, hay algunos saldos positivos identificables que, involuntariamente, el Gobierno podría abonar a sus cuentas: un debate social más o menos abierto en medios y analistas, pese a que la reforma educativa enfrenta otros temas mediáticos de enorme repercusión social y preponderancia en la agenda pública: el combate al escandaloso robo de combustible, el llamado “huachicoleo”, desde instancias gubernamentales y privadas, con episodios sangrientos, como la muerte de 132 personas; y más recientemente, el controvertido asunto de conformar una guardia nacional que el presidente quería militarizada, pero los partidos opositores, la ciudadanía y organismos internacionales de derechos humanos negaban y al final, en las negociaciones, lograron su cometido.
Mientras que en diciembre la reforma educativa propuesta por el presidente parecía cosa de tiempo, que sucedería sin dilaciones mayores, hoy, a poco de votarse en el Congreso, el tablero del ajedrez político movió las piezas. Los partidos opositores al del presidente y un grupo de académicos, formularon una iniciativa alterna que, sin los reflectores de la primera, resulta plausible. Por otro lado, el Congreso de la Unión convocó a audiencias públicas para debatir el tema entre expertos, académicos, maestros, autoridades escolares, representantes sindicales, diputados y organizaciones sociales, incluso estudiantes, en un ejercicio inédito en la materia, una muestra del tipo de deliberaciones que precisan una transformación como la demandada. No es suficiente, por supuesto, pero es un paso saludable.
Los desaciertos del Gobierno federal suman varios. Destaco la creación de una red de “universidades” públicas con el nombre de un prócer, Benito Juárez, cuya extensión será de 100 centros, entre algunas ya creadas y otras por aparecer en número considerable. La simple denominación de “universidades” es un exceso. Ni siquiera las instituciones privadas de enseñanza superior tienen permitido llamarse universidades si no cumplen con un abanico de carreras en varias áreas de conocimiento.
Para el nuevo Gobierno federal, se abrirán universidades con una o dos carreras, pocos cientos de alumnos, sin investigación ni extensión cultural. A cambio, las universidades públicas, que atienden a casi 3 millones de estudiantes y realizan más del 75% de la investigación nacional, las más prestigiadas en un sistema que completan institutos tecnológicos, instituciones privadas y escuelas normales, han recibido un trato presupuestal injusto y escasa comprensión, que tampoco es gratuita, porque algunas de ellas se prestaron para participar en tramas descubiertas de corrupción.
Cuando terminen los foros vendrá la tarea de procesar el contenido de horas y horas de discusiones que pueden seguirse en transmisiones por el Canal del Congreso; luego, analizar las dos iniciativas turnadas para la reforma al texto constitucional y las negociaciones entre los grupos políticos. Allí estarán colocadas las baterías de los grupos interesados en las grandes decisiones: universalizar y hacer gratuita la enseñanza superior, eliminar o no la educación inicial, los mecanismos para transparentar el acceso y la promoción en la carrera magisterial, así como la respetar la autonomía de las universidades, una conquista histórica en América Latina, gracias al centenario Movimiento Universitario de Córdoba, Argentina, de 1918.
El sistema educativo será otra prueba de fuego para la democracia mexicana. Una prueba que permitirá avanzar o volver a un pasado que creíamos sepultado con el siglo XX.