Hace unos días se presentó el estudio Ser estudiante universitario hoy. La Vanguardia tituló así: ‘Los universitarios quieren profesores más innovadores’. ¿La razón? Mientras que los jóvenes usarían las tabletas y los móviles para aprender, para comunicarse, para hacer trabajos… resultaría que la revolución digital no ha llegado a las aulas donde predominan las llamadas clases magistrales, los apuntes y el examen final. ¿Cuáles serían, por el contrario, las metodologías innovadoras? La gamificación, los cursos en línea (los famosos MOOC) o la clase invertida. Curiosamente, se diferencia entre metodologías innovadoras y metodologías activas (trabajos en grupo, actividades prácticas, evaluación continua, diálogo y debate en clase, aprendizaje basado en problemas…) que, se supone, no merecerían ser catalogadas de innovadoras. Hasta aquí la noticia…
En primer lugar, quiero dejar claro que la enseñanza y el aprendizaje en la universidad, desde mi punto de vista, deben plantearse sobre bases distintas a las de la educación básica. Por dos razones como mínimo: porque las etapas obligatorias afectan a toda la población de los 6 a los 16 años, independientemente de su voluntad y de sus aspiraciones; se trata de garantizar que todos tengan un bagaje de conocimientos y competencias que les habiliten para seguir aprendiendo, si lo desean, y para desenvolverse en la vida con autonomía y libertad. Y, por eso, nadie debería salir suspenso de ella; por eso, la no consecución del graduado en educación secundaria o el abandono escolar prematuro son una lacra social que erradicar.
La segunda razón: sabiendo como sabemos que los resultados escolares tienen mucho que ver con el capital económico, cultural, instructivo y social de los padres, la escuela y el instituto deben contar, en principio, con sus solas fuerzas para lograr aquellos aprendizajes considerados básicos e imprescindibles. Sería deseable que el tiempo educativo se extendiera más allá de los centros escolares pero, mientras eso no sea así para la mayoría del alumnado, no podemos trasladar al mundo extraescolar lo que corresponde en primera instancia a la escuela. Quiero decir con ello que el tiempo escolar debería ser un tiempo de aprendizaje intensivo, sedimentado y sólido; que no diera nada por supuesto, ni demandara deberes y trabajos complementarios; que compensara de verdad las lagunas y las ausencias de la población más vulnerable; que otorgara toda la importancia del mundo a la práctica y a la aplicación de los conocimientos, a su conexión con la realidad y con la actualidad, al uso competente de todas las tecnologías disponibles…
La universidad es otra cosa. Nadie tiene obligación de cursar un grado universitario y, si decide hacerlo, debería ser el resultado de una decisión explícita y razonada, en busca de una especialización en el mundo del saber y de una profesionalización en el mundo laboral. Desde luego todo el mundo tiene derecho a equivocarse o a comprobar si sus intuiciones y previsiones se corresponden con lo que ofrece la universidad, pero nunca fue tan fácil cambiar de carrera, si es el caso.
Por otra parte, los estudiantes universitarios son mayores de edad, relativamente independientes (aquí los dineros mandan) y, en general, sumamente competentes. Quiero decir con ello que, en la universidad, ellos deben tomar las riendas de su formación y de sus aprendizajes. Ciertamente, la universidad les impone algunas obligaciones no deseadas (en este caso, yo les diría con toda claridad que se limiten a aprobar lo que no les interesa, que lo asuman como un trámite que hay que salvar), pero sobre todo les ofrece oportunidades, ventanas abiertas, caminos hasta entonces desconocidos o no transitados, que ellos deben hacer suyos si les interesa, más allá de las calificaciones, de los exámenes y de las mismas clases.
Dicho de otra forma, las clases deberían ser solo una parte del tiempo universitario. En realidad, la inenarrable y controvertida Bolonia así lo entendía e, incluso, pretendía medir y delimitar esos tiempos. Lo más importante para la formación del universitario debería ocurrir fuera de las aulas, en el estudio o la práctica personal o compartida. No me parece extraño, ni malo, que ese mismo estudio al que hacíamos referencia constate que las calificaciones de los estudiantes presenciales y no presenciales sean prácticamente equivalentes…
Vayamos por fin a las metodologías innovadoras. Identificar la innovación con el uso de móviles y tabletas resulta a día de hoy más bien triste. Si lo innovador no sirve para aprender más y mejor, maldita la gracia. O la clase invertida: sin atribuirle este ingenioso nombre, esa es una práctica más que conocida. La practican los que trabajan a partir de problemas (sea en medicina, sea en trabajo social); o a partir de artículos o libros que hay que leer para poder dialogar, debatir y aprender de ellos (sea en filosofía, sea en economía). La única pega es que tanto una fórmula como otra exigen un extenso e intenso trabajo previo, fuera de las aulas, a menudo individual y reposado, en el que las tecnologías digitales pueden ayudar pero no sustituir…
Terminaremos con la denostada clase magistral. Como decía un compañero: “Me daría con un canto en los dientes, si cada día tuviera, por lo menos, una sola clase auténticamente magistral”. La perversión de las palabras llama magistral a todo lo expositivo (aunque sea a través de diapositivas o de prezis), a todo lo rutinario…; en cambio, cuando se habla de master class, que quiere decir lo mismo, la cosa ya cambia. Pero más allá de las palabras, sí deberíamos interrogarnos sobre el valor añadido de las clases universitarias, que no pueden ser ya estrictamente transmisivas, cuando la información –aunque sea revuelta e informe– está disponible en cualquier tiempo y lugar.
Joan Carles Mèlich, un profesor universitario admirable y admirado, explica que una clase universitaria debería ser un acontecimiento único, una experiencia irrepetible solo al alcance de los que han asistido a ella. Como un concierto o una final del deporte que sea: también los conciertos pueden escucharse en casa, en la cama o en el coche, pero la gente sigue acudiendo a ellos en masa. ¡Algo deberán tener! En palabras suyas: «Asistir a una lección de verdad es asistir a la creación de una obra de arte. Aquella lección en concreto no se repetirá nunca más… Un profesor en la era de Internet no debe dar información, sino dar y transmitir una selección de información muy subjetiva; las clases deben llevar firma… Una clase, para que sea buena, debe estar muy bien preparada, pero debe dar la impresión de que no lo está; debe salir con naturalidad…».
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona