Nadie discute la importancia de la selección y formación inicial del profesorado. En realidad el foco, tanto desde la academia como desde las administraciones, se ha puesto casi en exclusiva sobre este proceso, al menos desde la Ley General de Educación de 1970: la diferenciación entre la formación inicial del profesorado de educación infantil y primaria y el de educación secundaria; la existencia o no de especialidades en primaria y cuáles de ellas deben promocionarse; la potenciación o no de las áreas en detrimento de las materias en secundaria; la duración y el contenido de esa formación; el grosor y el valor del contacto con la práctica en escuelas e institutos; la necesidad o no de un periodo de inducción, y, en fin, las formas de acceso a un puesto de trabajo docente con carácter indefinido…
Sin embargo, estoy convencido de que, dando por supuesta la existencia de esa formación inicial, la formación permanente, el desarrollo profesional del profesorado a lo largo de los aproximadamente 35 o 40 años de ejercicio profesional que la mayor parte de ese profesorado tiene por delante es, si cabe, tanto o más determinante y necesaria. Es insostenible pensar que, en un periodo tan largo y a la velocidad en que se producen los cambios a todos los niveles, no sea del todo imprescindible actualizarse, ponerse al día: de los avances de las ciencias en general, también de las de la educación; conocer y dominar los nuevos recursos disponibles, las nuevas tecnologías al servicio de la educación; las técnicas y estrategias que la experiencia y la investigación concluyen que son útiles y eficaces; las necesidades emergentes del alumnado y las demandas más acuciantes de la sociedad; conectar con la sensibilidad y las preocupaciones de las nuevas generaciones…
Además, en la formación inicial ni cabe todo, ni mucho de lo que se ofrece en ella conecta con los intereses y necesidades de unos estudiantes que conocen poco el oficio, ni por supuesto nada garantiza que lo tratado pase a formar parte de su bagaje de saberes profesionales, aunque aparezca en los planes de estudio y en las mismas clases. Un ejemplo: es incontestable que la escolarización del cien por cien del alumnado, la educación inclusiva, debe formar parte de esa formación inicial. Es decir: las necesidades educativas, temporales o permanentes del alumnado, las distintas discapacidades y trastornos del desarrollo, las dificultades de aprendizaje, los diferentes tipos de apoyos y recursos (los universales, los adicionales, los intensivos). Ciertamente hay una demanda explícita por parte de los propios estudiantes en el sentido de trabajar todas y cada una de esas variantes… Pienso que no solo es imposible, sino también baldío. Ese saber especializado es probable que solo cuaje cuando la necesidad sea perentoria, cuando pueda ponerse en práctica de manera inmediata, cuando venga a resolver un problema real.
La ley vigente considera que esa formación permanente “constituye un derecho y una obligación de todo el profesorado y una responsabilidad de las Administraciones educativas y de los propios centros”. El enunciado es claro y taxativo, pero a menudo ese derecho y esa obligación han sido leídos en términos de opcionalidad a criterio del profesorado, o bien como mérito para obtener una retribución adicional u optar a determinados puestos de trabajo… Pero se trata de una lectura sesgada, pues parece evidente que, siendo un derecho, debe ser satisfecho de forma incondicional por parte de los empleadores, sean las administraciones, sean las empresas u otro tipo de entidades, y esa es su responsabilidad. Y como tal derecho debe ser ejercido, si nada lo impide, por sus detentadores: como ocurre con todos los derechos, sea a la salud, sea a una vivienda digna. Es, por otra parte, lo que ocurre en todas las profesiones, desde el mecánico que tiene que familiarizarse con los nuevos motores, al abogado que debe lidiar con los códigos vigentes y con la jurisprudencia de los altos tribunales, o con el médico que debe estar al tanto de los avances de la medicina, de los nuevos fármacos y las nuevas enfermedades… Como tal derecho deberá ser ofrecida con exigencia y calidad, no solo para cubrir el expediente; como obligación no puede ser recibida como una carga añadida, ni como una hipoteca molesta, ni como un mero trámite administrativo, ni como un obsequio sin contraprestaciones…, aunque las imposiciones nunca suelen ser bien recibidas…
Dice la ley que también es responsabilidad de los centros y aquí es mucho el camino por recorrer. No debería haber proyecto de centro, ni proyecto de dirección, sin un apartado relativo a la formación permanente de su profesorado. Y luego está la gestión de los tiempos laborales pero no lectivos: ahí caben tanto los primeros días de septiembre como los últimos de junio, por no hablar del mes de julio. Y las condiciones materiales y presupuestarias para poderla llevar a cabo con pertinencia, atractivo y funcionalidad. Y su engarce con la autoevaluación del propio profesorado y de los resultados obtenidos en relación a los objetivos priorizados y a cada una de las distintas áreas…
En cuanto al cómo de esa formación permanente, podríamos partir de la premisa de que la colaboración entre profesionales es una de las características esenciales de la práctica pedagógica. La actividad docente demanda que los docentes estén en contacto, que intercambien entre ellos y compartan experiencia, conocimientos, retos e innovaciones. Así pues, en primera instancia, es imprescindible potenciar, en las propuestas formativas, esa necesidad de intercambio y de colaboración entre el profesorado. Cabe revalorizar la autoformación a base de lecturas, cursos (presenciales o en línea), la experimentación… siempre acompañada de la posibilidad del contraste, del compartir con otros, de la comunicación y de la crítica… Por otra parte, habría que considerar la posibilidad, en torno a la mitad de la carrera profesional, de un periodo sabático, de una licencia para formarse, naturalmente retribuida (en este sentido, guardo un grato recuerdo de la forma como se organizó la adquisición de nuevas especialidades por parte de maestros en activo después de la aprobación de la LOGSE: maestros experimentados, sustituidos en sus aulas, mientras cursaban dicha formación; una intensidad y una exigencia, un agradecimiento y un aprendizaje de gran calidad). Y, por supuesto, los seminarios y los grupos de trabajo, más o menos estables, dentro o fuera del propio centro. Y las grabaciones de sesiones de clase para ser visionadas, analizadas y valoradas a posteriori. Y las asesorías externas, como desencadenante y dinamización de dinámicas internas; y las pasantías en otros centros de referencia donde poder aprender de la práctica de otros compañeros…
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona