«Quien es consciente de los límites de la vida sabe cuán fácil de conseguir es lo que elimina el dolor por una carencia y lo que hace lograda una vida entera. De modo que para nada reclama cosas que traen consigo luchas competitivas.»
Epicuro, Máximas capitales.
Parecía imposible pero, de un día para otro, las clases se suspendieron. El alumnado de infantil y primaria se preguntaba —nos preguntaba— sin cesar cuándo volvería al cole mientras en secundaria, ambivalentes entre la alegría y el desconcierto, se preparaban para unas vacaciones improvisadas. Pero no fue esto lo que sucedió, la preocupación por los contenidos se impuso y enseguida se empezaron a mandar deberes y trabajos, comenzaron a darse clases por videoconferencia, se celebraron juntas de evaluación, reuniones… El profesorado se agobió por no poder acabar las programaciones y trató de continuar al mismo ritmo. Se trataba de no parar, de que no cambiara casi nada cuando había cambiado casi todo. Enseguida, sin embargo, se hizo patente que continuar como de costumbre era un callejón sin salida.
El parón provocado por la crisis de la COVID-19 nos ha dado, a partir de la experiencia, una nueva e inesperada perspectiva acerca de la educación. Nos ha concedido unas nuevas reglas de medida para pensar en lo que está de más y lo que falta, no solo en la escuela, sino en todos los aspectos de nuestras vidas. Esta ruptura es un lugar desde el que se abre la posibilidad de pensar con lucidez qué educación —y qué cultura— queremos de ahora en adelante.
Debemos tener siempre presente, no obstante, que esta no va a ser una crisis que vaya a quedar en nuestra memoria como una anécdota del pasado. Es la antesala para Occidente de un sinnúmero de crisis —aún en ciernes aquí— que ya se ceban con las vidas de muchas personas y pueblos en gran parte del planeta: el cambio climático, el agotamiento de minerales claves, las migraciones climáticas, el declive de la energía disponible, el fin de la era de los combustibles fósiles, la sexta gran extinción de biodiversidad, la falta de democracia real, el horror de las guerras, las hambrunas y otras tantas epidemias —que aquí no preocupan—. Sin embargo la crisis del coronavirus parece, en parte, reversible y podría darnos la oportunidad de aprender de ella y retomar el camino en una dirección diferente, no dejemos que se cierre esta grieta.
El punto de partida para ello es hacernos conscientes —y hacernos cargo— de dos cuestiones fundamentales que nos atañen como especie. La primera de ellas es nuestra naturaleza interdependiente y ecodependiente, la segunda nuestra construcción cultural. De la primera no podemos huir, somos seres limitados que habitan un planeta finito y debemos apoyarnos en las estructuras comunitarias y en los recursos naturales para poder sobrevivir. La segunda —nuestra construcción cultural— define, entre otras cosas, cómo interaccionamos con nuestra naturaleza humana, lo que se evidencia en esta circunstancia de pandemia es que la cultura occidental hegemónica nos hace ignorar los límites que imponen las realidades materiales que sustentan la vida. Traer a nuestro sentido común la idea de límite y saber situar sus distintas facetas nos ayudará a abrazar una nueva cultura de la tierra que nos prepare para afrontar las circunstancias venideras sin caer en negacionismos tecnólatras pero sin perder la esperanza en la posibilidad de que siga habiendo vidas que merezcan la pena ser vividas. No se trata de negar la catástrofe por venir sino de poner la proa a las olas para resistir el temporal con los conocimientos que nos permitan evitar los daños en la medida de lo posible.
Uno de las cosas que ha quedado más clara es la importancia del territorio vivo, la posibilidad de moverse, de disfrutar y vincularse a diferentes lugares. Las pantallas no son suficientes, los humanos tenemos la necesidad de movernos, correr y saltar. Queremos aire libre, recorrer las calles, pisar el suelo y estar en la naturaleza, lo que converge con la necesidad de una educación en el territorio, que necesita ser conocido, comprendido, querido, cuidado, no destruido y rehabilitado. Esto nos permitiría entender que los recursos —comida, agua, electricidad— que siguen llegando diariamente a nuestras realidades asfaltadas proceden de la esquilmación de territorios lejanos.
El territorio y la cultura conforman los paisajes, que están íntimamente ligados con las comunidades en tanto que se transforman mutuamente de manera constante. No se podría entender de otra manera el papel que están jugando los balcones en este momento de confinamiento como tampoco se entiende la ayuda mutua sin la proximidad cuando la movilidad se ve reducida. Y aunque ha quedado claro el potencial de la ayuda mutua es importante pensar en cómo se van a articular las redes que la hacen posible cuando salgamos de esta circunstancia.
A ese respecto estamos viendo que el contacto y la interacción pasan a ser cuestiones de primer orden. El ser humano necesita de la interacción, que es un factor clave tanto para ser como para aprender. Los lenguajes, los saberes, la ciencia, las artes o la alimentación se crearon en interacción y se suele ser feliz en interacción. Esto, que es una de las cuestiones que evidencian nuestra interdependencia, hace añicos la fantasía de la individualidad y de la autosuficiencia. Todos los cuerpos son vulnerables, todo el mundo necesita tarde o temprano ser cuidado, escuchado o atendido tanto como cuidar, escuchar o atender. Entre otras cosas esto quiere decir que tendremos que redefinir la idea del yo y ampliar el ámbito de la educación emocional para que también incluya la red de ayuda y los procesos que hacen posible la vida.
Sin duda los centros escolares son uno de los lugares de mayor densidad relacional y cumplen funciones de articulación de la comunidad. Son lugares clave para el procesamiento de información de las vidas humanas con nombre propio, donde importan las personas concretas: el alumnado, las familias y sus necesidades son más que un objetivo de mercado. En especial la escuela pública permite, por su criterio de territorialidad por encima del de clase, conocer las necesidades y las posibilidades de ayuda mutua en entornos plurales. Por esto la escuela debe tomar nota de todo lo anterior y plantear formas de aprendizaje que pongan la interacción y la construcción colectiva en el centro de las metodologías y no los recursos tecnológicos —echamos de menos a las personas, no a las cosas—.
Pero no basta con un parche metodológico, se debe poner en el centro el cuidado, la comprensión y la práctica de la interdependencia y en ese sentido entender que comprender la vida incluye también asimilar la muerte —y el resto de límites a los que nos enfrenta la finitud de las cosas— y legitimar las despedidas y los duelos. Así, también, deberíamos dar un primer ejemplo y asumir que las posibilidades de cumplir con el currículo y las evaluaciones mientras la comunidad educativa está confinada es una quimera al toparse con el amplio abanico de dificultades y limitaciones que enfrentan los hogares. En definitiva, las escuelas tienen la posibilidad de ejercer un papel decisivo para fortalecer la comunidad y mantener, alimentar y sostener este potencial colectivo en los momentos en los que su importancia no sea tan visible.
Además, con las escuelas cerradas, vemos tremendamente agrandada la brecha social preexistente. Nos damos cuenta como nunca antes de cómo contiene y palia muchas desigualdades sociales que en este momento se hacen muy evidentes.
Por otro lado ha quedado claro también que la economía, lejos de tener reglas propias y autónomas, depende de los cuerpos humanos y de la trama de la vida. Esta crisis obliga a bajar la mirada del capitalismo financiero a los cuerpos y a la tierra ya que la ilusión de que el capital y la tecnología podrían librarse de la naturaleza y de la fuerza de trabajo ha quedado aniquilada por la vulnerabilidad de los cuerpos ante un virus. También se pone de relieve la futilidad de los indicadores económicos —en los que los gobiernos se basan de forma ciega para tomar decisiones de índole política—, que han descendido a mínimos cuando se han detenido las actividades superfluas y solo se han mantenido aquellas actividades imprescindibles para la población (aunque pudiéramos cuestionar qué actividades económicas son realmente imprescindibles en esta decisión y cuáles no, como el consumo de carne, la alta disponibilidad energética, el control policial en sus distintas formas o el despliegue militar entre otras muchas).
No solo debemos ver esta cuestión con respecto al trabajo asalariado, pues también sería imposible la viabilidad de nuestro sistema económico —y de la vida— sin el trabajo gratuito de cuidados que históricamente han hecho y siguen haciendo mayoritariamente las mujeres y que se sigue manteniendo invisibilizado y desvalorizado.
Lo que estamos constatando, a fin de cuentas, es que esta crisis pone de relieve las vulnerabilidades que previamente pasaban más desapercibidas: la precariedad laboral, la insolidaridad intrínseca de la sanidad privada, la dependencia de un sistema financiero fundamentado en la avaricia, el reparto injusto de los bienes y recursos o los problemas de hiperespecialización e hipermovilidad de la globalización. Queda al descubierto quiénes tienen red, quiénes se benefician de un colchón económico, quiénes gozan de seguridad laboral, quiénes disponen de tiempo y espacio y quiénes no; quienes cuidan y quienes no pueden ser cuidados; quiénes tienen medios para poder continuar con un aprendizaje a distancia y quiénes no tendrán acceso a estos y se quedarán atrás.
El currículo, por tanto, tiene que prestar atención a estas cuestiones fundamentales. Debe encargarse de visibilizar los trabajos invisibles, explicar las lógicas que separan lo público, lo común y lo privado, analizar la globalización, cuestionar los modelos económicos que nos llevan al abismo y proporcionar una mirada crítica con las creencias ingenuas —o interesadas— con el futuro del capitalismo y la tecnología. Las próximas crisis —que revestirán mayor gravedad y serán menos reversibles— no nos pueden sorprender sin la justicia rehabilitada, sin cobertura social para todo el mundo ni sin sistemas para resolver las necesidades esenciales de toda la población y de las generaciones futuras.
La tímida, aunque vistosa, recuperación de la naturaleza durante el confinamiento pone de manifiesto que las lógicas del capital —que necesitan de una aceleración constante— actúan en contra de las lógicas de la vida. El crecimiento material ilimitado y la supervivencia responden a dinámicas contrapuestas, por lo que se hace evidente la necesidad de ralentizar, simplificar, disminuir y redistribuir. Que esto se produzca a partir de un shock y por imperativo, sin embargo, deja atrás a las personas más vulnerables, por ello planteamos que las políticas de decrecimiento se deben llevar a cabo sin perder nunca de vista la justicia social. Poner las vidas en el centro será el pilar central de una educación para el decrecimiento material.
Estamos aprendiendo las cosas que nos hacen felices y nos permiten sobrevivir sin dañar el planeta. El encierro nos hace vislumbrar el valor del ejercicio corporal, de la música, los juegos, la creatividad o las artes, cuestiones todas arrinconadas en los currículos. De igual forma se han visto claramente los límites de la interconexión tecnológica para el aprendizaje, para el amor y para la vida buena. Tras tantas horas dedicadas a las pantallas, una cosa queda clara: ni el alumnado, ni el profesorado ni las familias querrán sustituir la educación presencial por la virtual.
La escuela en que crezcan las personas que den un giro al rumbo ecocida y suicida de nuestra sociedad tendrá que estar llena de debates, de creatividad y también de contenidos cuidadosamente escogidos, de conocimiento riguroso y de apreciación de lo bello. Generar procesos que hagan a las personas más reflexivas, críticas, sensibles, empáticas y comprometidas solo es posible si podemos vernos y tocarnos. No podemos creer, además, que estos procesos tendrán éxito si solo se dan sobre una parte de la población, solo serán reales si son accesibles para todo el alumnado a través de una escuela pública fuerte capaz de minimizar las diferencias socioculturales y económicas.
La educación es para la vida sencilla, la vida justa y para el cuidado de la vida, si no, es otra cosa.