Nunca imaginé que un despacho de jefatura de estudios (adjunta) se pareciera tanto a un confesionario de Gran Hermano.
La tensión que padecemos nos rompe. Debería unirnos, pero nos separa. Seguimos empeñándonos en erigirnos fuertes a sus ojos, como si el llanto fuera un síntoma de debilidad, en lugar de interpretarlo como fortaleza. Lloramos porque en eso consiste la humanidad: en compadecernos, hasta de nosotras mismas como personas vulnerables, sufrientes, conscientes de los embates de un mundo que se nos escapa como se escapa el gel del dispensador que Alberto ha roto esta mañana de un puñetazo ante la cohorte de compañerotes que lo alientan en una nueva trastada: «Ha sido sin querer, profe; yo no quería romperlo». Como castigo (perdón, no es un «castigo», sino «una sanción disciplinaria»), Alberto ha recorrido diligentemente durante el recreo los rincones del instituto, anotando en una libreta cada dispensador de gel que necesitaba ser repuesto. Creo que Alberto se ha sentido importante, a juzgar por su expresión de empleado de banca. A pesar de mis explicaciones, ha anotado en la contraportada de la libreta, con letra infantil y desigual, la lista de dispensadores vacíos. Luego les ha facilitado la lista a Helena y Julia, nuestras eficacísimas compañeras de limpieza.
Es salir a hacer una fotocopia, y el confesionario está otra vez fregao. Alberto es un alma libre. Mucho más libre que el compañero que esta mañana ha roto la fotocopiadora de la sala de profes, y no ha dicho nada. Para el compañero no habría habido «sanción disciplinaria», ni castigo. Pero ha huido. Lo imagino silbando distraídamente camino de la puerta de la sala, aquí no ha pasado nada, circulen, no hay nada que ver.
El confesionario de Gran Hermano. Allí llora todiós: llora Juan, el chaval a quien el bullicio en el aula le levanta un insoportable dolor de cabeza. Pero no llora tanto por eso, lo sé, como porque su familia no me coge el teléfono. Una, dos, tres, seis, siete, ocho, nueve llamadas a seis números de teléfono distintos. El crío está hasta amarillo, con la cabeza casi entre las rodillas. «¿Has desayunado, Juan?» La pregunta de siempre, que espera una respuesta negativa para acogerse a ella; pero sí: ha desayunado «Leche con galletas; y en el recreo, un sangüis, profe».
Un virus menor nos ha invadido: por el confesionario pasan otras dos o tres criaturas, todas con los mismos síntomas: estómago revuelto, dolor de cabeza. Sus familias pasan a recogerlas 10, 20, 30 minutos después, mientras Juan sigue del revés en el sillón más cómodo del despacho. Y se traga las lágrimas a ratos; pero a veces no puede más y sus gafas, irremediablemente mugrosas, se empañan (lo que le faltaba, al pobre) y le ofrezco una mascarilla limpia de mocos en un par de ocasiones. Es que Juan es del IVIMA y las otras criaturas viven en la colonia de colmenas adosadas. Sus familias teletrabajan y se escapan en un momento, supongo que tras poner a calentar el caldo de brick o la manzanilla que entonará el estómago de sus vástagas. Juan no quiere ni agua.
Nos empeñamos en no enfrentarnos al miedo a pecho descubierto; a no plantar cara a la incertidumbre ni reconocerla como compañera de viaje
Llora, con la misma intensidad de Juan, y sospecho que con la misma sensación de desamparo, María José, la compañera cuya madre murió por COVID en verano: «No pude ni abrazarla, ni estar con ella. No pude ni puedo despedirme». Reprimir el llanto le provoca hipo. Y pide perdón por el hipo y por llorar. Cuando una criatura llora, nos invade una sensación maternal, protectora. Cuando lo hace una persona adulta, provoca lástima, desconcierto.
Llora Nora, la cría que teme volver a ser acosada, como le sucedió en 4.º de primaria. A pesar de que ha hecho amigas nuevas, y que reconoce que con ellas se siente segura, no puede evitar entrar en pánico de vez en cuando. Llora Olaya, la profe que siente que en clase nadie le hace caso porque a nadie le importa su asignatura de Música. «Ni siquiera mi madre me escucha».Y entre esos nadie, Jonatan y Juan.
Jonatan, enorme y potente físicamente como un toro, no habla con su padre. «Nunca, profe. Llega muy tarde de trabajar». Ni siquiera los domingos, porque su padre va a ver a los abuelos. Jonatan no le acompaña, pero no me atrevo a preguntar por qué. Vete a saber si los abuelos no son los maternos, los progenitores de una madre que ha empezado su vida en otro lugar con otra persona.
Llora Rita, porque nunca en su vida docente se había encontrado con un alumnado tan exigente y tan soberbio: «No le veo fácil solución a esto», aunque dos o tres días después el conflicto está resuelto. Bastaba con hablarlo con calma. Viene a llorar al confesionario, con su parte disciplinario correspondiente, Arturo. Arturo jugaba al fútbol, de delantero. Su familia le ha castigado sin ir ni siquiera a entrenar, porque no se comporta como debe. Ni el compromiso con sus compañeros de equipo le han concedido.
En el confesionario de Gran Hermano que es el despacho de jefatura de estudios (adjunta) llora todo el mundo, pero nadie parece darse cuenta de que todo el mundo lloramos por lo mismo: por el desamparo. Imagino una conversación entre Juan y Olaya; entre Jonatan y María José; entre Nora y Rita. Cata, la compañera de orientación, insiste en que es peligroso: «Sería necesaria la presencia de un profesional que recondujera los sentimientos que vayan surgiendo, para evitar que se revuelvan contra los participantes». Cayetana es de la misma opinión: «Yo soy muy empática; temo que esos sentimientos que me traslada quien tengo enfrente se conviertan en otra mochila para mí». No hay profesional disponible, así que cada cual sigue cargando a solas con su mochila.
Cada vez se hace más complicado reconocernos en quienes fuimos; constatar que la única diferencia consiste en que estas criaturas nacieron después que nosotros; o nosotros nacimos antes, vete a saber. Mientras tanto, nos empeñamos en no enfrentarnos al miedo a pecho descubierto; a no plantar cara a la incertidumbre ni reconocerla como compañera de viaje. Hasta del miedo tenemos miedo.