4º de ESO, alumnos de entre 14 y 16 años. Hago un pregunta: ¿a quién le parece bien o aceptable que el Rubius se haya marchado a Andorra para ahorrarse un buen pico en el pago de impuestos? Espero un segundo, cuento manos alzadas, unanimidad. A todos, a todos les parecía bien o aceptable que este youtuber actuara de esta forma. Acto seguido, algunos de los “argumentos”:
– “Cada uno con su dinero puede hacer lo quiera”.
– “Lo que no puede ser es que el gobierno te quite tanto dinero”.
– “Si yo fuese él, haría lo mismo, qué quieres que te diga”.
Estos y otros “argumentos” me sorprendieron, lo admito, tanto como la unanimidad en la votación; y me sorpredieron tanto que me pregunté sobre qué estamos haciendo, cómo estamos educando, cómo estamos instruyendo. Me respondí, enseguida, a mí mismo: estamos criando pequeños narcisos, que más pronto que tarde pueden derivar en pequeños tiranos para el mundo y para sí mismos. Nos hemos olvidado totalmente del ideal ciudadano en favor de una sobrealimentación demencial del individuo. Todo gira ahora en torno al individuo en tanto que individuo y su psique, solo hablamos de sus deseos, de sus emociones, de sus sentimientos, de sus identidades, incluso de sus “verdades” y sus “realidades”.
El empacho del “yo” y las vueltas ensimismadas alrededor de nuestros propios ombligos bajo la falsa apariencia de un supuesto autoconocimiento, un supuesto crecimiento personal o una supuesta búsqueda de autenticidad están alumbrando un nuevo “hombre ideal”: el consumidor desbocado y acrítico, el animal cuyo nicho ecológico es el mercado pletórico. Sin duda, estamos ante el triunfo absoluto del individuo (o, al menos, una versión esclerotizada del mismo) sobre el proyecto social. El mito del “hombre hecho a sí mismo”, el mito del Buen Salvaje y la excelente prensa del relativismo antiintelectualista han calado tan hondo que nuestros jóvenes ya ni se plantean que le deban nada a la sociedad a la que pertenecen, tampoco se plantean que los derechos tienen como contrapartida una serie de obligaciones.
Que alguien me diga cómo sostenemos que la obligación de pagar impuestos es un deber moral que nos ata a todos cuando hemos comprado el discurso de que la sacralizada subjetividad de cada uno filtra la legitimidad, incluso la existencia, de los derechos que ejercer y los deberes que asumir. Que alguien me diga cómo casamos la aspiración a un universal, como los Derechos Humanos, cuando crecemos convencidos de que cada uno puede tener su “realidad” y su “verdad” y que, además, son intocables e incuestionables por el simple hecho de ser propiedad privada del individuo y meollo de su “autenticidad”, de su “ser”. Que alguien me diga qué haremos cuando la emoción personal sustituya por completo a la razón universal. ¿Aceptaremos que las Matemáticas, la Biología, la Historia, la Geografía o la Literatura son opresoras en su tozudez por describir una realidad igual para todos y cognoscible por todos?
Y claro, me surgen nuevas preguntas. ¿Qué ha sido del “animal político” de Aristóteles?¿Qué ha pasado para que la Ilustración haya caído en tamaño olvido? Vivimos en democracias, que ya es algo, pero las democracias no son perfectas. Es más, cargan en sus entrañas con una contradicción de origen de difícil resolución: confían en que el criterio cuantitativo (la mayoría) se corresponda con el criterio cualitativo (el mejor gobierno). El único elemento corrector que puede conciliar ambos criterios es la instrucción pública, asegurándonos de que todos, absolutamente todos los que están llamados a ejercer la ciudadanía, lo hagan desde una base mínima de conocimientos científicos y humanísticos, y siendo perfectamente conscientes de sus derechos y sus deberes como partes constituyentes y activas de la polis.
Estos conocimientos son los que posibilitan la verdadera autonomía, la crítica y la reflexión del individuo, que debe ser consciente del mundo material que le condiciona y de la herencia cultural que lo define.
Así, toda posibilidad de democracia real, de democracia que valga tal nombre, pasa por una instrucción pública, y universal, y gratuita, y sobre todo ilustrada. Y estamos fallando. Fallamos cuando desresponsabilizamos a los padres de la educación de sus hijos; fallamos cuando ponemos la psique del individuo por encima del conocimiento verdadero, objetivo y contrastado; fallamos cuando convertimos la escuela en un llamativo continente que no esconde ningún contenido nutritivo; fallamos cuando sometemos la función propia de la escuela a las demandas de un mercado de bienes y laboral demente, volátil y deshumanizado; fallamos cuando decimos con la boca “pensamiento crítico” y, al mismo, tiempo despreciamos de facto las Humanidades; fallamos cuando nuestro objetivo es convertir al alumno en un cliente aparentemente feliz; fallamos cuando perdemos la aspiración racional de pensar “por” uno mismo y la cambiamos por pensar “en” uno mismo. Fallamos cuando creemos que la “unidad de destino universal” somos nosotros mismos en nuestra mismidad, olvidando que existimos en sociedad o existimos en selva, y en la selva siempre se impone el más fuerte, el más poderoso, el más rico o el más sofista.
Solo es libre el que sabe y solo es feliz el que es libre. Solo hay sociedad que merezca la pena si hay democracia, pero solo hay democracia si hay instrucción pública. LA realidad y LA verdad deben dejar de usar el posesivo.