En el año 2014, con la grabación del documental Las maestras de la República, comenzamos un largo viaje por toda la geografía española con el fin de organizar coloquios en torno a la proyección. Un viaje a la memoria de la escuela republicana que aún continua por barrios y pueblos, en los que los recuerdos de aquel tiempo extraordinario afloran en los más mayores, que no olvidan la llegada de las misiones pedagógicas, los libros elegidos para las escuelas rurales o los días de excursión para aprender investigando en el bosque.
A pesar de los cuarenta años de silencio lapidario que impuso el franquismo para enterrar cualquier atisbo que recordara los logros de la Segunda República, las voces de quienes vivieron aquella ilusión pedagógica se quiebran por la emoción de un tiempo que significaba un cambio definitivo en sus vidas.
En las pedanías de los Valles Pasiegos un hombre con su boina calada y apoyado en su vara de avellano me hablaba de su maestra. “Lo que no puedo olvidar -me decía- es su olor. Cuando llegó aquella chiquilla, porque no debía tener más de veinte años, montada sobre la burra, me sorprendió su alegría. Y aquel olor a colonia de Heno de Pravia. Porque nosotros olíamos a vacas y a estiércol ¿sabe usted? Y esa colonia, siempre me recordara a ella».
En Extremadura una mujer me relataba su encuentro con la maestra recordando que vestía con una camisa blanca, una falda gris y medias beige. Los labios de rojo carmín… «Mire usted, es que nosotras vestíamos como las madres y las abuelas, con los mantones de lana negra, que parecíamos viejucas bajitas y aquella maestra trajo color a esa España en blanco y negro. Y en seguida pensé que yo quería ser como ella. Porque era completamente distinta a lo que había conocido».
En una pequeña aldea de Asturias me contaban que el día que llegaron las misiones, los hombres bajaron de las minas, se bañaron como si fuera fiesta y se pusieron el traje de los domingos. Y cuando proyectaron la llegada del tren en una tela blanca, dieron un respingo pensando que les iba a arrollar. Y en el País Vasco los mayores cuentan como la maestra daba clases en la ikastola. «Mi mayor temor es que mi madre no me dejara ir a la escuela», comenta uno de sus alumnos que, a pesar de sus muchos años, sigue teniendo muy presente las clases de aquella maestra severa, pero amable. «Lo que yo sé, se lo debo a ella», me dice, «porque cuando acabó la República, cerraron la escuela y no volví a estudiar».
Son algunos de los muchos testimonios que van hilando la memoria colectiva del sueño educativo que terminó con la violenta represión del magisterio republicano. Pensar en los logros educativos que en tan pocos años consiguió la Segunda República nos sigue sorprendiendo, porque es importante recordar que heredaba una situación catastrófica, con un analfabetismo masivo, insuficientes escuelas, salarios de hambre para un magisterio mal formado y una legislación caótica y contradictoria.
Rodolfo Llopis afirmaba: “Nuestra República ha tenido que hacerse cargo de varias y muy penosas herencias; un día el ministro de Hacienda nos advierte que la Monarquía ha legado a la República una herencia de 25.000 millones de pesetas. Magnifica herencia que tenemos que liquidar poco a poco entre todos los españoles. Esa herencia, con ser grave, no es para nosotros la más dolorosa. Para nosotros es mucho más grave el que nos haya entregado una España sin escuelas y un país donde más de la mitad de sus habitantes no saben leer ni escribir”.
La mayoría de escuelas no contaban ni con las construcciones, ni los recursos suficientes (mobiliario, cuadernos, pizarras, libros). En un pueblo de Cantabria una mujer me explicaba cómo para aprender a escribir cogían losetas de piedra del rio, y grababan las letras arañándolas con guijarros porque no tenían cuadernos. La falta de materiales hacía que las lecciones se aprendieran de memoria, porque el maestro era el que tenía el único libro enciclopédico y el alumnado cantaba las lecciones para grabar en la memoria lo que no se podía plasmar en el papel. Luis Bello, escritor y periodista que describe la situación de las escuelas que encontró la República, relata cómo la mayoría de las escuelas de primaria se situaban en lugares inhóspitos como calabozos, cuadras o gallineros, porque la educación era algo que no se consideraba esencial.
Sin embargo, para el gobierno de la Segunda República la educación iba a constituir una de sus primeras prioridades. “España no será una autentica democracia mientras la mayoría de sus hijos, por falta de escuelas, se vean condenados a la perpetua ignorancia”, proclamaba el decreto que disponía la creación de siete mil plazas de maestros y maestras en 1931.
El pedagogo Lorenzo Luzuriaga será el encargado de recoger las aspiraciones de amplios sectores republicanos, conjugando la renovación pedagógica procedente del ideario liberal de la Institución Libre de Enseñanza y el programa educativo que propugnaba el Partido Socialista para definir un modelo educativo basado en la escuela única.
La escuela única conllevaba la gratuidad de la enseñanza en todos sus grados, la coeducación, la selección de los alumnos en función solo de sus aptitudes personales, la exclusión de la confesionalidad en sus enseñanzas, la unión de todos los grados de enseñanza, la creación del cuerpo único docente, la unificación o estructuración organizada de todos los servicios y funciones administrativas, y el protagonismo de los poderes públicos en educación por razones de conveniencia nacional y justicia social. Consecuentemente con estos fines, la Constitución aprobada el 9 de diciembre de 1931 incorpora en sus artículos 48, 49 y 50 las directrices a seguir por la educación republicana que seguiría el modelo de la escuela única/unificada, basada en el principio de igualdad, apostando de manera decidida por la escuela pública, obligatoria y gratuita, única capaz de garantizar la desaparición de diferencias por razón de clase, territorio, sexo. Una educación laica, siguiendo, en buena medida, el modelo Ferry de Francia, que consideraba la religión un asunto íntimo, que concernía al ámbito privado y no al público.
Pero quizás uno de los cambios más importante fue la introducción de una pedagogía activa que rompía con el aprendizaje memorístico y aquel viejo dicho de la letra con sangre entra. La educación republicana deposita en el alumnado toda la confianza, para lo cual el centro educativo se convierte en un laboratorio de experimentación y acción, en conexión con el medio. Otros de los grandes logros fue la coeducación, la libertad de cátedra y el bilingüismo.
Este torrente de ilusión que llego a todos los rincones de España fue sin duda posible gracias a la implicación de un profesorado, entre el que se encontraban las maestras republicanas, que creyó en los ideales republicanos y al que el gobierno supo escuchar y respetó, mejorando su formación y situación laboral. Maestras y maestros fueron el alma de la educación republicana, tal y como le decía Cossio a María Sanchez Albos cuando ella estaba desanimada “Alma, Maria, alma”. Y fue ese espíritu el que a pesar de los años de silencio ha perdurado en la memoria de quienes conocieron aquella escuela de ilusión.