El viejo profesor de Historia de aquel colegio secundario entró al aula con la sonrisa en los labios, como siempre. Saludó con voz clara y recorrió la sala con un cuello todavía agil, mientras los alumnos, alborotados, volvían a sus mesas después del receso para el desayuno. A los 14 años los estudiantes perseguían su identidad, con ropas oscuras y moradas, con peinados extravagantes multicolores pero, al mismo tiempo, en las pausas entre clases, las salidas al patio a veces los pillaban en los últimos pasajes de su niñez, juguetones y ajenos a las dificultades de la vida adulta.
Parado frente a ellos, don Fernando esperaba con un libro entre las manos. Se acomodó los lentes sobre el arco de la nariz, peinó un mechón de cabellos que caía sobre su frente y sin prisa, cuando el silencio se instaló, levantó el libro y empezó a leerles. Los estudiantes de las primeras filas pudieron observar el título en letras negras sobre fondo rojo: Breve crónica del año de la pandemia. Así comenzó: «En diciembre del año 2019 un desconocido virus mutó y se alojó en algunos pobladores de la ciudad de Wuhan, China. Su propagación, acallada por el gobierno, se expandió velozmente y en algunas semanas estaba arrasando Europa, luego llegó a América y el poderoso centro financiero mundial, Wall Street, sucumbió ante un minúsculo bicho que transformó la primera mitad del siglo”.
Los estudiantes escuchaban con atención. Sabían mucho del tema, no precisamente por libros, pero ese trozo de la historia entre 2019 y 2022 había sido motivo de películas, documentales, videos y otros materiales que podían observar en sus dispositivos digitales.
El profesor Fernando, uno de los que prestigiaban a su colegio, que había tenido como alumnos a los padres y algunos abuelos de aquellos estudiantes, cerró el texto y luego pidió al grupo que compartieran sus tareas. Había encargado entrevistar al más viejo de la familia para conocer experiencias personales de ese episodio, donde se habían colocado puntos y aparte en ciencias como la Medicina, la Economía y la Biología. El profesor escuchó con atención los relatos, algunos inocuos, otros vehementes, algunos con anécdotas dolorosas, como la de una chica que relató la desgracia de la abuela fallecida luego de tres semanas de internamiento en un hospital precario, a la mitad del año 2020, y la confesión llorosa del abuelo que provocó algunas lágrimas en el salón. En ese momento, el profesor, conmovido, no pudo dejar de evocar a los varios colegas y amigos cercanos que no sobrevivieron al infortunio que cobró cinco millones de muertos en el mundo.
Don Fernando pensó que debía pasar a otra actividad para aliviar la tensión y dejar en reposo al grupo luego del vendaval emotivo. Habló entonces del entorno que rodeaba aquel infausto momento que hermanó en muchos sentidos a la humanidad, sobre todo en la desgracia y solidaridad.
Explicó lo que sigue. El mundo de aquel 2019, cuando empezó la tragedia por el COVID-19, no vivía los momentos más apacibles. Inglaterra se separaba de Europa; China recrudecía su dominio económico; Rusia jugaba sus piezas en el tablero político para instalarse estratégicamente más allá de sus fronteras frente al esperado declive de los Estados Unidos, gobernado entonces por un delirante hombre de negocios que manejaba a la potencia como si fuera su cadena de hoteles. Israel y Palestina vivían otro de los sangrientos capítulos en su eterna guerra dispareja. Los africanos, perseguidos por la miseria, llegaban en enclenques barcazas a las costas de Europa provocando crisis que desafiaban la solidaridad y profundizaban diferencias frente a la migración.
Nuestra pobre América Latina, todavía plena de riquezas naturales, permanentemente injusta y con enormes franjas de población en la pobreza o la miseria, se desangraba política y, en algunos casos, militarmente. En Colombia la sociedad se enfrentaba a decisiones del gobierno y el resultado fue una violenta represión con muertos en las calles. Argentina vivía entre grietas perpetuas, por opositores que apenas se instalaba el gobierno contrario empezaban su desgaste. Brasil era sacudido en su pobreza por la fatalidad del COVID y un gobierno insensato. Ecuador y Bolivia sufrían con gobiernos severamente cuestionados. De Centroamérica partían inmensas caravas de personas de todas edades atravesando México en busca de una tabla de salvación, huyendo de dos países: en el que nacieron, Honduras; y en el que no querían vivir, ni eran bienvenidos, México, y rechazados tajantemente por su destino soñado, Estados Unidos. México, el otro gigante de nuestra América, había encarado la pandemia con un gobierno insensible que trivilizaba la amenaza y actuaba de forma poco seria ante los cientos de miles de víctimas. El timbre de la escuela agotó la clase.
Fue una de las mejores sesiones. Los ojos de los alumnos al concluir eran elocuentes. Así lo recordaría esa noche don Fernando, descansando en casa, con una copa de tinto y la pantalla gigante frente a él. Disfrutó mucho el interés de los estudiantes, la implicación de las familias en la dolorosa tarea. El final había sido agridulce, pero interesante para alimentar la reflexión con sus colegas. Una de las estudiantes, de las siempre curiosas y preguntonas, pidió la palabra y soltó una interrogante: “profesor, si la pandemia y esos años fueron un momento tan trascendental, que cambiaron nuestras personas, economías y sistemas de salud, no entiendo por qué la educación no pudo cambiar de esa forma, porque seguimos aprendido como nuestros padres, aquellos mujeres y hombres que siguen llorando cuando recuerdan”.
No había manera de refutar el razonamiento. Era verdad. Tres decadas después, las escuelas, la mayor parte de las escuelas seguían enseñando como antes de la pandemia, con algunas novedades que sólo habían cambiado el paisaje escolar, pero esencialmente con la misma pedagogía. Don Fernando entendía que las mejores clases no son aquellas donde se responden todas las dudas, sino esas, tal vez menos frecuentes, donde se despiertan preguntas insospechadas, aunque los maestros no sepan las respuestas.