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La presencia de los docentes en las redes sociales viene de lejos. La incorporación de las TIC en el aula, el desarrollo de la competencia digital y la progresiva implantación de métodos y enfoques innovadores se han gestado primero en el mundo de los blogs educativos y posteriormente han cobrado auge de la mano de Facebook o Twitter. Las redes han permitido conectar a docentes y compartir experiencias interesantes de aprendizaje. Esa interacción y el flujo de comunicación entre profesionales de variados entornos y especialidades del ámbito educativo han hecho de las redes un ecosistema casi imprescindible para permanecer siempre actualizado y al corriente de las novedades y retos de la escuela en estos tiempos apresurados.
Pero las redes, más allá de configurar ese claustro tuitero en el que se comparte y se debate animadamente sobre diversos temas educativos, también han ido derivando hacia un lado más conflictivo que se está convirtiendo en un importante frente abierto, un frente en el que los docentes se alinean en bandos opuestos, en lucha unos contra otros o haciendo piña como gremio ante injerencias externas. La primera tentación es pensar que solo afecta a esos docentes que se asoman a las redes a dar su opinión, que las discusiones y debates en Twitter o Facebook no son relevantes en los claustros reales, que las posturas enfrentadas no son un problema que afecte a la vida diaria de los centros. Sin embargo, tal vez no sea así y lo que estamos viendo en las redes sociales es espejo de lo que ocurre en la vida real y, a la vez, contribuye a que la discusión se amplifique y se retroalimente con posiciones cada día más extremas. Es verdad que no se trata de una cuestión que afecte solo a los docentes, pues parece que toda la sociedad vive un momento poco apto para los grises, que no hay terceras vías ni términos medios que valgan. Sin embargo, preocupa que el debate educativo ponga el foco cada vez más en lo que conviene a los docentes y deje de lado el concepto de servicio público que debe ser la Educación. Las disputas sobre pedagogía, sobre leyes educativas, sobre organización escolar, sobre el currículo, etc. acaban siendo ejercicios de retórica llenos de lugares comunes, de argumentación más o menos ingeniosa, más o menos aforística, más o menos sostenida con citas de las autoridades que cada cual considera más afines a su visión de lo que es válido.
Solo hay un tótem ante el cual todos nos rendimos y que a menudo nos proporciona una voz única ante los ataques externos: la reducción de ratio. Pero, más allá de este ídolo, no hay muchos puntos en los que el colectivo docente coincida. Y probablemente esto es así por la propia condición breve, fugaz y efímera del medio en el que se discute, básicamente el reducido espacio del tuit, o como mucho, del hilo, un texto discontinuo, polisémico, poco anclado al contexto y con escasos apoyos pragmáticos para ser decodificado correctamente según su intención. No puede haber consensos en Twitter porque no hablamos con el mismo juego de conceptos, ni compartimos el mismo contexto y ni siquiera hablamos de la misma realidad. Fíjense si no en las discusiones más habituales: esfuerzo, nivel, capacidad, interés, competencias, contenidos, emociones, diversidad, innovación, magistral… Como profesor de lengua y literatura me costaría mucho dar una definición exacta de cada una de ellas, una definición que no sería válida ni tan solo para mis compañeras de departamento. Sin embargo, ahí estamos porfiando a ver quién se lleva el gato al agua acerca de si son más importantes las competencias o los contenidos, si puede haber aprendizaje sin emociones, si la innovación ha de acabar con lo magistral… Discusiones que, como decía al principio, ya estaban en las salas de profes, pero que duraban lo que duraba el café, mientras en las redes se hacen eternas y van configurando bandos irreconciliables.
Y así se va fraguando una polarización en la que esas palabras se usan como arietes, como armas para destruir retóricamente al contrario, sin dejar espacio a la reflexión pausada o al justo medio, porque lo que ya sabemos de las redes es que no son lugar para tibios, que hay que sostenella y no enmendalla hasta el final. Y es en este punto por donde puede entrar nuestro caballo de Troya, esa amenaza que no son ni las familias, ni la disciplina, ni los métodos, ni el nivel, sino el diseño (o la ausencia) de políticas educativas con la mirada a largo plazo y con la serenidad de unos objetivos que vayan más allá de cuatro años (acompañados de su correspondiente inversión). De este modo, no sería extraño que la política educativa, que bebe también por partida doble de esa polarización, acabe replicando esta confrontación de las redes docentes para funcionar como el rodillo que aplasta al contrario, y en este caso no será solo retóricamente. Igual que las leyes educativas se han ido redactando al ritmo de los cambios de gobierno, no nos debe extrañar que cada vez sean más excluyentes y extremas frente a la ideología del contrario, incluso a costa del beneficio propio, leyes como misiles, leyes autonómicas para defenderse de las estatales (o para atacarlas) y viceversa. Y mientras tanto, con mucho ruido de sables entre lo que fue en tiempos remotos un animado claustro tuitero, el alumnado y familias seguirán siendo convidados de piedra en este país líder del fracaso escolar. Ese sí que es el verdadero frente abierto, no las discusiones banales de docentes en Twitter.