Podríamos resumir, este cambio histórico, como un intento de pasar de una sociedad aristocrática a una sociedad fundamentada en la meritocracia. Esto es: si alguien trabaja duro y cumple las normas tiene asegurado que ascenderá hasta donde sus aptitudes, capacidades, talentos… lo lleven. Alguien definió esta característica social como el “sueño americano”. Todo, por supuesto, orientado a construir una sociedad más justa y equitativa.
Es el modelo neoliberal: las sociedades fundamentadas en el mercado y las personas gratificadas de acuerdo a sus logros. Esto anima a la competencia, a asumir que el destino está en nuestras manos, a sentir que somos libres de las ataduras históricas que han cercenado las libertades en épocas anteriores. Las personas que consiguen ascender admiten, de forma axiomática, que se lo han ganado justamente y por tanto se lo merecen. Hay un juicio moral y consecuencias psicológicas en esta descripción.
En cuanto al juicio moral, la meritocracia como legitimación de una sociedad más justa, lo podemos poner entredicho: La meritocracia nos habla de poder o no poder crecer en una sociedad claramente desigual. Nada dice de acabar con las desigualdades.
En cuanto a considerar que los talentos, actitudes… son un logro personal, no está claro. Muchos de esos talentos han sido dados (por ejemplo, cualidades deportivas excepcionales) y su estimación no depende de nosotros sino del valor coyuntural del mercado (jugador de futbol actualmente). La cultura del esfuerzo como ideología (Moya)
Lo que sí está claro es que estos argumentos refuerzan la idea de que nuestros esfuerzos deben ser compensados. ¡Nos lo hemos ganado! Se produce así un sentimiento de soberbia entre los ganadores y un sentimiento de humillación entre los perdedores. Es decir la meritocracia provoca insolidaridad social, olvido de que todos tenemos un fin común que hará posible una vida más justa.
La meritocracia está siendo utilizada por populismos y nacionalismos. El triunfo de Trump y el referéndum del Brexit no se entenderían de otra manera.
Un aspecto muy relevante de la meritocracia en este momento social, es la importancia que se da a las credenciales académicas. Dos ejemplos. La importancia que los políticos dan a sus títulos universitarios (¿tramposos?) y la menguante representación de la gente que no tienen títulos universitarios en los parlamentos. Esto ha reforzado la visión tecnocrática de la política, (los programas y soluciones a los problemas son propuestos por técnicos) olvidando las otras dimensiones de la gobernanza (frónesis aristotélica). El mérito se convierte en tiranía (Sandel). La política dirigida por “expertos” y “algoritmos”. Los que no han accedido a la universidad, a su caché meritocrático, se sienten inferiores y hay una desafección con sus líderes, incluidos los partidos de la izquierda, castigando con su voto contrario. Esta postura no es una crítica al modelo meritocrático, sino manifestación de su desesperación de sentirse perdedores. Se protesta por la humillación, no por la sociedad que potencia la desigualdad.
Los rankings de universidades y las condiciones para poder acceder a ellas son la cara más visible de este credencialismo. Se olvida de un plumazo la correlación existente entre los orígenes sociales y los resultados académicos. De nuevo, una aristocracia sui géneris, surge como factor determinante. Para los ganadores, la situación refuerza su idea de que su éxito es merecido y que no hay argumento que ponga en duda su lugar privilegiado en la sociedad. La formación universitaria es considerada como vehículo primordial de la movilidad ascendente. Así pues, todo el mundo quiere ir a la universidad y, por supuesto a las mejor valoradas. El empeño que nuestros representantes políticos, atiborrados de credenciales universitarias, defendiendo títulos no universitarios, son pura retórica que, posiblemente, provoca efectos contrarios y desafección. La élite meritocrática no para de repetir el discurso de que aquellos que se esfuercen con denuedo subirán. Nada se dice de aquellos que necesariamente, ¡la mayoría!, se quedan en el fondo sin posibilidades. Esta postura, que produce escarnio en los perdedores, podría ser la explicación que muchos trabajadores voten a la derecha.
La globalización ha provocado grandes grupos de perdedores, ha vaciado el discurso político de aquella sabiduría práctica que lleva a razonar acertadamente acerca del bien común y ha potenciado nacionalismos intolerantes.
Está claro que una sociedad que recompensa el mérito es atractiva, fomenta la eficiencia, supera algunos elementos que discriminan y nos incrusta la idea de que no somos víctimas de las circunstancias, que somos libres y podemos conseguir nuestros sueños. Hay un cierto paralelismo con la ideas bíblicas: Los talentos se nos dan pero es responsabilidad individual si los desarrollamos o no. De acuerdo a este esfuerzo, nos merecemos un premio o un castigo. La meritocracia sube de nivel. Acceder a lo más alto, es una forma de manifestar la virtud, permanecer en el fracaso es algo merecido por la ineptitud y la inactividad. Dios premiará a los buenos y castigará a los malos. La ética calvinista no es ajena a esta justificación histórica del desarrollo capitalista: la vocación profesional como mandato divino y ascetismo que favoreció la acumulación capitalista. El éxito profesional unido a la salvación. La ética se hace laica pagando el peaje de la moral providencialista: los que triunfan, estados y personas, están en el lado correcto de la historia. Y esta suposición de que las fortunas (estatales, individuales) se deben a su bondad no se sostiene.
Hay una interpretación más de la meritocracia: si una sociedad consiguiera la igualdad de oportunidades de una forma total, los mercados darían, seguro, a cada uno lo que se merece. Esta idea, defendida desde la izquierda política, es un guiño a los mercados: conseguir la productividad y que los mercados aseguren la equidad. De nuevo se asocia la responsabilidad personal a la productividad y de paso se desresponsabiliza al Estado (del bienestar) de su papel compensador.
Está claro que en un momento de desigualdad social galopante, culpabilizar individualmente de la situación a la responsabilidad personal, insistir en que ascender en la sociedad actual pasa por el credencialismo universitario y reducir la política al trabajo, ausente de valores, de los expertos y técnicos, es potenciar la meritocracia. Se consigue minar el poder de los ciudadanos corrientes y descomponer la democracia. Ya no es suficiente lustrar los zapatos viejos, empeñados en llevarnos al mismo sitio, sino de cambiar de zapatos.
¿Hay alguna propuesta? ¿Hay alguna forma de superar el TINA thacherista?
Después de analizar que la meritocracia actual, una aristocracia sui géneris, no tiene alternativa podemos plantear alguna salida, sus propuestas están orientadas a evitar aquellos impedimentos que impiden la movilidad social, confirmando y legitimando las desigualdades sociales.
Las personas somos diferentes, por lo tanto, no todas debemos ocupar el mismo puesto social. La solución ideada por Procrusto, en su posada, no es la solución.
Partiendo de que la democracia trata de resolver los problemas de forma que haya una solución común, deberíamos valorar qué aporta cada persona, cada profesión, cada compromiso… a ese proyecto comunitario. En este momento de pandemia, hemos aprendido que no todos los trabajos son “esenciales” y hemos clasificado en una escala de valores las aportaciones laborales, no de acuerdo a lo que se gana (sueldo, rentas…) sino en aquello que contribuyen a las necesidades reales. Este debería ser el camino. Cada persona recibiría de acuerdo con sus aportaciones orientadas desde esta perspectiva. El profesorado deberíamos orientar a nuestro alumnado en su proyecto profesional insistiendo en estos valores. La dignidad del trabajo no viene por la capacidad de consumo que nos asegura el sueldo elevado (aquí los argumentos de la crisis ecológica son fuente de legitimación de lo que proponemos) sino por su tributo a nuestro proyecto social. Considero que este sería el núcleo de la educación en valores.