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Hace ya dos larguísimos años de pandemia, vivimos momentos difíciles, entre ellos la necesidad de pasar de una vida plenamente presencial a esfuerzos educativos a distancia o remotos. O en algunos casos, una educación virtual (concepto que es muy discutible para lo que simplemente fue conectarnos).
Fue como ir todos en un avión que empieza a moverse por las turbulencias mientras entra en una nube oscura, sin que supiéramos qué iba a pasar. Pero ahora, cuando parece que ya atravesamos esa tormenta y el avión va a aterrizar, ¡no sabemos cómo nos va a ir en tierra, o incluso, no sabemos si queremos aterrizar!
Digo esto porque como profesor, y como ciudadano en un mundo turbulento, me di cuenta de la necesidad de ser resilientes no solo para enfrentar el miedo al contagio y la muerte, sino también para darle la bienvenida a situaciones inéditas.
El aprendizaje -sobre la marcha- que muchísimos educadores y educadoras tuvimos que alcanzar para manejarnos en una modalidad a distancia, y poder continuar con el proyecto educativo, también representó aprendizajes para padres, madres y estudiantes. Toda la comunidad educativa se vio forzada a aprender el uso de dispositivos, plataformas y recursos informáticos. Y, sobre todo, a desarrollar hábitos y actitudes nuevas, tan necesarias como urgentes para poder continuar en los procesos escolares. (Nunca debiéramos olvidar que, en países como los latinoamericanos, esto fue lo que sucedió con sectores minoritarios, porque la inmensa mayoría de niños, niñas y jóvenes de áreas rurales o pobres nunca tuvo un programa informático, ni una tableta, una computadora o un móvil para continuar sus estudios).
Pero ahora que ya aprendimos los ritmos, las formas y hasta nos acomodamos a ciertas circunstancias propias de la educación a distancia, se empieza a acabar la pandemia y el horizonte de regreso a la presencialidad ya está cerquita. Esto significa volver a tener hábitos, actitudes, comportamientos y esfuerzos previos al famoso Covid 19.
Si fue muy difícil aprender lo nuevo, parece que será más difícil reaprender lo ya conocido. Porque implica volver a levantarse más temprano, porque implica desplazarse, utilizar medios de transporte, trabajar más. Todo esto después de habernos acomodado.
Pero dentro de ese escenario, me preocupa muchísimo más cómo esta generación de pantallas va a retomar la vida presencial, las interacciones físicas y cercanas con otros. He sido profesor en tres grupos o generaciones de estudiantes. Las dos últimas son “de las pantallas” porque, al ser estudiantes de inicios universitarios, nunca han puesto un pie en las instalaciones de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Nunca han saludado, reído, abrazado o dialogado físicamente con sus compañeros y compañeras, menos con sus profesores. En estos dos años, su mundo de aprendizaje ha sido el de las pantallas, las plataformas, las tareas enviadas electrónicamente. Nunca el diálogo, nunca las preguntas que generan intercambio, nunca las risas que se escuchan y enriquecen la vida, nunca las amistades que se van construyendo en el día a día.
Y si agregamos que muchos estudiantes prefieren ser identificados por un nombre frío en la pantalla de la plataforma (porque prefieren jamás ser vistos mediante la cámara), entonces esta generación de pantallas la va a tener difícil en el retorno a la normalidad que sea.
Nos toca, como educadores y docentes, una tarea gigantesca que empieza por la invitación a que el encuentro sea pleno, maravilloso, lleno de gratitud y de alegría por la vida. Sin distanciamientos de ningún tipo. Así podremos contribuir a la recuperación socioafectiva tan necesaria y fundamental en estos momentos.
La generación de pantallas necesita aprender a ser y sentirse una generación sobreviviente que, precisamente por eso, encuentra en la educación una manera de seguir construyendo la vida. Pero no la que había antes, sino una más justa, más digna y más plena para todo ser humano.