Estas realidades no son novedosas en la historia y, sin embargo, los acuerdos en este terreno apenas han avanzado. Acoger a niños y niñas migrantes o refugiados no es buscarles un hueco en las aulas y, si lo hay, matricularlos, tratándolos como si fueran un número más, sin tener en cuenta su especial vulnerabilidad. Las personas procedentes de Ucrania, por ejemplo, que están en situación de protección según el marco de nuestras políticas nacionales e internacionales, cargan en su mochila vital con un impacto emocional reciente de enorme magnitud que nos conduce a la obligación de que sean tratados según un criterio de máxima responsabilidad política, social y civil, tal y como tiene que ocurrir con cualquier otro menor acogido en nuestro territorio, sea cual sea su forma de entrada.
Ello, sumado al marco garantista de los derechos de la infancia, de especial consideración en la Lomloe, debe llevarnos a evitar que este alumnado sea ‘arrojado’ de forma cuasi mecánica, y con todas las barreras culturales e idiomáticas que puedan encontrarse, en nuestros centros escolares, sin casi ningún tipo de plan de apoyo o recurso compensatorio, tal y como ya ha venido ocurriendo durante años con el alumnado inmigrante procedente de distintos puntos del África magrebí y subsahariana. Se le expone así, si se hace, a un alto riesgo de marginación y exclusión estructural o simbólica, aunque de cara a la galería mediática se refleje como éxito que se encuentren correctamente escolarizados en nuestro territorio, sin mirar qué es lo que ocurre dentro de unos centros escolares que claman por más recursos para poder trabajar en la diversidad en condiciones sin que salga perjudicado el más débil.
Algunas soluciones deben pasar, por ejemplo, por el replanteamiento de los programas de apoyo idiomático y cultural que despliegan muchas comunidades autónomas dentro de las llamadas medidas de atención a la diversidad, como fórmula explícita para el trabajo con estudiantes que no conocen la lengua española. Estos programas de apoyo idiomático, en la actualidad, en gran parte suelen limitarse a una dotación horaria extra para que algún docente (en el caso de Secundaria preferiblemente de la materia de Lengua Castellana y Literatura) apoye fuera del grupo ordinario, en una parte de su jornada, a ese alumnado que proviene del exterior. Otra medida habitual es la dotación de personal auxiliar de conversación, dentro de distintos programas de colaboración, pero, de una manera u otra, se nos antojan insuficientes.
En estas acciones, la visión etnocéntrica sigue siendo la dominante ya desde el momento en que se plantea que ese alumnado de nueva incorporación no tiene nada que aportar social o culturalmente al resto, sino que presenta un déficit que lo tiene que llevar a adaptarse a nuestras costumbres y normas para que pueda interactuar entre iguales.
Por ello, y sin ningún plan adaptativo previo, el menor refugiado o inmigrante que llega al centro en una gran situación de incertidumbre y rodeado de distintas barreras es introducido habitualmente primero en un aula ordinaria con escaso acompañamiento humano y, de forma inmediata, es apartado en aulas aledañas para que reciba la atención idiomática, siempre y cuando el centro cuente con ese recurso. Ese aislamiento físico y simbólico se repite en recreos, así como en las entradas y salidas de los colegios e institutos.
Si nos fijamos en muchos proyectos educativos de los centros, el apartado destinado a la atención a la diversidad apenas destina espacios a tratar el tema de la diversidad cultural, a pesar de ser una constante en nuestras poblaciones, en un país como España en donde la historia ha estado marcada por la convivencia étnica, por migraciones y por desplazamientos de seres humanos, muchos forzados también por la guerra y la violencia, como ocurre actualmente.
Por lo tanto, en este momento se hace necesaria una apuesta más firme por el despliegue de un plan interterritorial más exhaustivo que trate estas realidades –latentes en el caso de los menores migrantes– y emergentes –en el caso de los niños y niñas en situación de refugio–. Un plan que incluya la dotación de figuras como el mediador intercultural, un profesional con cualificación que actúe como puente entre culturas no solo en el plano lingüístico, sino también social y cultural, dentro del respeto al pilar de la diversidad, propugnado en los principios de la Lomloe.
Por otro lado, desproveer los currículos de una perspectiva colonialista o eurocéntrica se plantea también ahora como una urgencia, en parangón con el respeto a los derechos humanos, a la vista del auge de posiciones extremas de determinadas ideologías que siguen nutriéndose de una visión de la interacción entre culturas y formas de entender el mundo alejada de los tiempos actuales.
En definitiva, es necesario un viraje definitivo en las políticas de equidad relacionadas con las desigualdades culturales que pueblan el planeta, así como el contundente apoyo a los centros escolares para que no se sientan desbordados ante esta situación. El caso de la escolarización urgente de miles de menores ucranianos debe ser el espaldarazo definitivo para que nuestro país, como materialización de lo que se propugna en el marco constitucional, se coloque en lo educativo a la vanguardia internacional en el reconocimiento a la diversidad cultural y lingüística como el principal bastión de nuestra convivencia y la cultura por la paz.