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Se llamaba Paqui y era maestra de Infantil de toda la vida. Casada con un trabajador del campo y con tres hijos que no querían a ser maestros: querían salir del pueblo, vivir en Madrid, tener otras oportunidades. Promesas de emancipación, de mejores condiciones de vida.
Paqui tenía cerca de los sesenta y era interina: primero los hijos, luego la parálisis opositora y al final el cansancio. No era para ella, decía, la plaza fija se la tenían que dar a la gente joven como sus hijos, a los que fueran a venir a la escuela pública a darle la vuelta como a un calcetín, a quienes tuvieran más conocimiento que ella, más capacidad que ella, menos problemas y menos bocas que alimentar. “Hoy en día todos los que venís tenéis por lo menos un máster, idiomas, estáis más en el mundo y os queda toda la vida por delante para trabajar, os escucho hablar de toda esa innovación de la que habláis y quedo asombrada, sabéis tanto…”, me dijo la primera vez que me vio con mis veinte años y mi nula experiencia.
Me asignaron en su clase en mi primer destino: yo había terminado mis estudios universitarios el año anterior y había opositado a toda velocidad nada más acabar. Había aprobado sin destino, por eso me enviaron a una escuela rural a sustituir las horas de docencia de la jefa de estudios. No me hizo especial ilusión la asignación, yo quería una escuela de aquellas que había visto en la universidad, modernas, llenas de tecnología y colores donde se hablaba de Montessori y de Pickler, donde ya no se daban clases magistrales sino que se trabajaba con métodos horizontales, colaborativos y dialógicos. Yo quería ir a la escuela como la que va al teatro, a observar todas aquellas maravillas de las que había oído hablar pero que no había visto salvo en las pantallas y quería enseñarle a aquellas maestras mayores y anticuadas cómo se podían hacer las cosas de forma diferente, cómo todo estaba cambiando y había que adaptarse.
Yo quería ir a la escuela como la que va al teatro, a observar todas aquellas maravillas de las que había oído hablar pero que no había visto salvo en las pantallas
Paqui era la maestra de una clase donde enseñaba a veintitantos chiquillos de cuatro años grandes, ruidosos y muy entusiastas. Me asignaron el apoyo de su grupo. Por su aula no habían pasado las nuevas pedagogías de las que tanto había oído hablar y ni siquiera había ordenador: algunos pósters desgastados por el uso mostraban los números del uno al nueve y bajo la pizarra de tiza el dibujo de una gran gallina plastificado sin mucho esmero vigilaba siete huevos de colores, cada uno de ellos con un día de la semana escrito en letras enormes: LUNES, MARTES, MIÉRCOLES. Al huevo de VIERNES le faltaba un trozo en la parte inferior como si alguien lo hubiera usado para volcar su frustración. Todos los huevos tenían un trozo de velcro que permitía abrirlos, y cuando eso ocurría asomaba un pollito sonriente, como si se hubiera hecho posible un milagro. Aquel JUEVES los huevos estaban abiertos hasta el MIÉRCOLES esperando a una manita que obrase la magia de iniciar el nuevo día.
En unas gavetas de colores asomaban los nombres de los niños y niñas: María, Ian, Cruz, Asier. Bajo cada nombre se veía un taquito de fichas y aquello me horrorizó: tan pequeños, tantas fichas, ¿qué clase de maestra trabajaba allí? Entonces no era más que noviembre y el curso había empezado hacía poco, ¿sabrían ya escribir? ¿No había aprendido yo que cientos de estudios revelaban que era mejor esperar al ritmo natural de cada niño, al interés de cada niña, para alimentarlo como el fuego de la lumbre? Sonreí: aquello era mucho peor de lo que me habían contado pero cuanto peor fuese más podría yo aportar. Estaba en el sitio adecuado, aquella maestra también tenía mucho que aprender. Ella tendría experiencia, sí, pero yo aportaba el conocimiento recién adquirido, actualizado e intacto, sin apenas haberlo estrenado.
Paqui entró en mi primer día seguida de un grupo de alborotados niños y niñas: lloraban algunos, otros entraban comiéndose el bocadillo a pesar de que acababan de desayunar. Unos pocos dejaron las mochilitas en sus sillas y se sentaron en una alfombra vieja, bajo la gallina. “¡JUEVES!” gritó una niña morena con coletas señalando el huevo azul. “Jueves”, dijo Paqui con suavidad, y le acarició la carita mientras le lanzaba una de esas sonrisas que una no olvida. A mí me dedicó otra de esas mientras se presentaba y me decía: “qué bien que estés aquí, vosotras las jóvenes tenéis mucho que enseñarnos, habéis estudiado mucho y sabéis tanto…”.
Paqui hablaba bajito y se movía despacio. Se sentaba en una sillita enana para estar a la altura de los ojos de aquellas con las que convivía y daba clase como si tejiese una manta, con un ritmo acompasado, primorosa, sin detenerse: qué día es hoy, qué tiempo hace, qué habéis desayunado. Tu mamá, que ayer trabajó muchas horas, cómo está, tu hermanito ¿le ha salido ya algún diente? Tu abuelita, la vi esta mañana, me dice que fuiste a su casa, qué alegría ver a las abuelas, ¿eh? Esta tarde voy a ir a visitar a Lucía, es la señora de la farmacia, esa de los ojos grandes, sí, está enferma, si queréis le mando recuerdos de vuestra parte, que os preocupéis por ella le va a dar fuerzas para ponerse buena. No, no podemos ir a leer fuera hoy porque hay reunión sindical en la Cámara Agraria y van a estar hasta tarde, a ver si cuando desayunen nos dejan un ratito la sala. Cierra el bocadillo, anda, que no te va a quedar nada para el recreo. Y así día a día Paqui abría el huevo que tocaba y de él salía un pollito feo y descolorido y también salían decenas de voces que comentaban, que preguntaban, que le hablaban con sus cuatro años como el que quiere saberlo todo de algo y tiene enfrente a quien tiene la información.
No habían pasado dos días y se me habían olvidado los ordenadores y los grupos cooperativos. Allí no había grupos, allí solo había uno. Era similar a una reunión en la plaza del pueblo solo que con paredes. No sé cuántas canciones, poesías, retahílas y poemas aprendí de aquella mujer, no sé cuántas fichas hicimos buscando palabras con la O (“Paqui, “Oveja” suena así, OOOOO”, “Paqui, mi madre tiene ovejas, las van a esquilar”, “’¡Paqui, “culO” también tiene O!”) ni cuántos cuentos contamos. No sé la de vecinas que se asomaban por las puertas para saludar a los pequeños ni la cantidad de cosas que nos contó sobre el pueblo, sobre la tierra, sobre los animales. No sé cuántas veces la vi en el bar, tomando café con todas, abriendo mucho los ojos cada vez que alguna compañera recién llegada hablaba de prácticas activas, de la necesidad de innovar, de la digitalización; Paqui callaba, escuchaba muy atenta y luego me decía: “Lo veis, veis como las mayores ya sobramos, eso es para vosotras, que tenéis estudios, que sabéis tanto…”.
Ella tendría experiencia, sí, pero yo aportaba el conocimiento recién adquirido, actualizado e intacto, sin apenas haberlo estrenado
Hace poco que se jubiló Paqui: nunca llegó a sacar la plaza fija. Terminó sus años de docencia a caballo entre un pueblo y otro. Sus hijos (médico, abogado, historiador) le hicieron una fiesta y a través de unas y otras dieron con muchas compañeras. Se juntaron en el colegio no solo docentes sino decenas de alumnos y alumnas: recordaron con emoción la gallina plastificada y los huevos descoloridos, la ficha de la O y los cuentos de la tarde. Hablaron de cómo Paqui les había trasladado el amor por la literatura y los números pero también por el campo, por sus vecinas, por su familia, por su escuela. Muchos de ellos eran docentes ahora y muchos se habían quedado en el pueblo, cuidando de esa tierra que la maestra les había enseñado a respetar: “Tú fuiste nuestro primer referente, supiste despertar nuestras ganas de aprender”.
Y el día de su jubilación Paqui, con lágrimas de emoción, miró a la concurrencia y respondió: “Gracias a todos por vuestras palabras, me alegra mucho veros aquí y poder despedirme, y lo que más me alegra es que se retire una vieja como yo para dar paso a las nuevas generaciones, que hoy en día hacéis las cosas mejor, que sabéis tanto…”.