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Escribir estas líneas me ha obligado a detenerme brevemente en el análisis del tránsito al nuevo curso para proyectar la mirada al futuro. Después de lo vivido en este tiempo de entrega de la mayoría de los docentes en su trabajo cotidiano, las políticas educativas del regreso a la normalidad pretenden volver a situar al sistema educativo español en el peor momento anterior a la pandemia, avanzando en muchos de los aspectos más negativos. Uno de ellos es la deshumanización del profesorado a través de las servidumbres de una profesión al servicio de poder.
Entre los efectos perversos de lo vivido –también los hay positivos– se observa en este nuevo curso una posición un tanto resignada en el profesorado ante las políticas educativas que vuelven con más fuerza: la privatización de la educación, la segregación y la exclusión del alumnado más débil, las ratios disparadas de antes, los recortes de profesorado, de los servicios de orientación y de apoyo educativo, la casi aniquilada formación permanente del profesorado, la falta de plazas públicas en todas la etapas educativas, especialmente en formación profesional, etc. La pandemia había provocado un cierto revulsivo positivo en las condiciones laborales de los docentes. También se experimentó una mayor y mejor atención al alumnado por el aumento y dedicación del profesorado, porque una disminución de las ratios y la mayor inversión en educación lo hicieron posible. Ahora se renuncia a eso y se vuelve a las políticas educativas públicas más privatizadoras y neoliberales. También se pretende seguir laminando la conciencia crítica del profesorado haciéndole fiel servidor de los designios del poder. Pero creo que esto no lo han logrado del todo.
No podemos obviar que el profesorado es un actor principal en la educación de la ciudadanía de un país. Hoy se reconoce su trabajo modélico en el curso de la pandemia y se espera que lo siga haciendo. Por ello quiero partir de lo positivo del trabajo de una parte muy importante de aquel como apoyo de la mirada hacia el futuro. De su capacidad para afrontar lo impredecible de la pandemia, del cambio climático, de la guerra, de la injusticia y la creciente desigualdad y pobreza. De su entrega y positiva respuesta al alumnado en estos momentos de crisis sistémica global. De su profesionalidad, responsabilidad y cercanía al alumnado en la puesta en marcha de una nueva presencialidad condicionada por los cambios tan acelerados que vivimos. Su toma de conciencia del significado de esta nueva realidad donde se retoman cuestiones tan importantes como la relación directa entre los equipos docentes, la relación con las familias o la participación.
Son muchos los desafíos que tiene esta profesión para que el sistema educativo y el trabajo docente se abra y haga una aportación imprescindible en nuestro camino hacia una nueva educación, más humanizada y humanizadora, más allá del sistema social y productivo dominante, que nos está llevando a un colapso sin salida.
Es importante que la sociedad quiera “situar en el primer plano, hasta ahora ocultada y socialmente poco valorada, la función docente con una sólida formación cultural y pedagógica y como dinamizadora central de la socialización de la infancia, de la convivencia positiva y de la creación de ambientes de aprendizaje compartidos y cooperativos” (Manifiesto por otra educación en momentos de crisis. Foro de Sevilla)
Hoy ya se está avanzando hacia la creación de un profesorado profundamente humano y humanizado, consciente de la vulnerabilidad y la fragilidad humana, y de sus límites. Es un profesional que establece un diálogo entre su interioridad más profunda y la realidad exterior en que desarrolla su trabajo. Se comprende a sí mismo como sujeto de su vida personal, de su trabajo en la comunidad social de proximidad y en la comunidad educativa. Apasionado por su profesión, es un aprendiz permanente capaz de contagiar al alumnado su pasión por aprender y conocer. Trabaja en la perspectiva de construcción de un nuevo paradigma educativo, una nueva sociedad y una nueva civilización, basadas en los valores que ya estamos aprendiendo a poner en práctica, como la solidaridad, la empatía, el apoyo y el cuidado mutuo, la cooperación, la compasión, la generosidad y el amor fraterno.
Mantiene un diálogo permanente, abierto, crítico con la realidad que se va construyendo en cada momento. Utiliza y fomenta la conversación, el diálogo y el respeto como instrumentos pedagógicos. Eso implica un posicionamiento ético y político a favor de los procesos de humanización y construcción de comunidades de sujetos en proceso que se reconocen como protagonistas de su aprendizaje y de su vida en construcción permanente. Es consciente de su compromiso con una educación liberadora, tanto con la transformación de la enseñanza como con la emancipación social. En esa mirada al futuro se abre la perspectiva de ser constructor de lo colectivo en todos los ámbitos en que vive, pero, sobre todo, en el ámbito de la comunidad educativa. Se configurará como una profesión rebelde, transgresora y desobediente a toda injusticia, a cualquier tipo de segregación y exclusión y a la imposición de una educación sumisa a los designios del poder.
Este profesorado desarrolla en un alumnado diverso la pasión por el conocimiento y el pensamiento crítico, por la tarea de ser sujetos de las vidas que quieren vivir y de respetar el crecimiento de la autonomía de cada uno de sus alumnos y alumnas en lo que quieren ser y hacer de sí mismos. Reconoce los propios límites, sus errores y aprende con ellos. Sabe que siembra, pero no recoge porque conoce bien y practica la pedagogía de la espera. Sabe bien que la educación conlleva incertidumbres múltiples, que educar supone una mirada a largo plazo, aunque se le pidan resultados inmediatos. Comprende que su quehacer y su persona están llenos de una inmensa esperanza, con los ojos puestos en la utopía que es y persigue la educación.
Esta mirada se acompaña de la afirmación de la imperfección. Como modelos que se reconocen a sí mismo limitados, con defectos, que se hacen en formación permanente, que se saben vulnerables, frágiles y que comparten todo eso con su alumnado, en los equipos docentes y en la comunidad educativas donde cuida y es cuidado. Reconocen que no son salvadores de nada pero también se saben imprescindibles al servicio de la colectividad, de los más débiles y de la construcción de una sociedad democrática y convivencial.
En su acción educadora en la escuela pública de todos y para todos, dan a su trabajo un sentido emancipador, de liberación humana que requiere compartir procesos reflexivos y autorreflexivos, procesos de lectura crítica del mundo, de rechazo a todos los dogmas y dioses que nos oprimen en la sociedad posdeista en que ya vivimos. Es una persona profundamente respetuosa con las diferentes identidades, con la libertad de conciencia. Ello implica que cada docente sea capaz de experimentar en el ámbito de la educación pública una espiritualidad laica profundamente conectada con el misterio de la vida, y así poder “vivir según la necesidad poética de amor, de comunión y de encantamiento estético” como nos dice E. Morín.
Es el momento de revisar en profundidad la “razón cordial” y la educación del corazón en el profesorado para avanzar en una educación cada día más humanizada capaz de escapar definitivamente de la brutalidad de la educación que nos quiere a su servicio.
Quizás la realidad futura nos diga otra cosa, pero mi esperanza utopista me lleva a pensar como posible esta pequeña y desafiante utopía.