El edificio en el que se encuentra mi escuela es un edificio singular, grande, extremadamente luminoso, con ventanales por todas partes. Está rodeado de vías por las que pasan muchos coches, motos, ambulancias y coches de policía con sus sirenas sonando. En las ciudades grandes ocurren todo tipo de acontecimientos a todas horas, y es fácil que se atiendan diez o doce emergencias diarias que interrumpen listenings, dictados, lecturas colectivas, momentos de relajación, exámenes o cualquier otro tipo de actividad. Muchas veces pienso en cuánto mejor sería la vida de los niños y niñas si sus escuelas se construyesen en espacios tranquilos y amables. Quizás es solo cosa mía, que busco el silencio allá donde intento concentrarme y pensar y me resulta inviable que el aprendizaje ocurra en lugares tan sumamente ruidosos.
El edificio, como todos los edificios, tiene muchas bondades, pero su mantenimiento es muy complejo: varias grietas en el tejado nos traen de cabeza, y cuando no es una taza del váter es un radiador, cuando no es el suelo del patio es el tejado de uralita. El caso es que todos los días tenemos algún despropósito estructural que resolver y, a menudo, cuando la climatología es adversa, sufrimos por el frío, por el sofocante calor, por la lluvia, por el hielo, por el mal aislamiento o por la falta de medios para hacer frente a los desperfectos que todo ello ocasiona.
También, como todos los edificios administrativos, la escuela exhibe tres banderas en la parte frontal de la fachada principal, ancladas a tres mástiles: la bandera nacional, la de la Comunidad, y la del Ayuntamiento. En los días de mucho viento, las banderas ondean y se ven casi como rayos que cruzan el cielo, rayos de colores que cortan el cielo azul y que recuerdan que algo está pasando. Pero de tanto ondear, tanto exponerse, tanto cortar el cielo, las banderas, como todo lo que hay en el edificio, se empezaron a estropear un día. Y cuando eso ocurrió, iniciamos los trámites para sustituirlas por otras nuevas.
En esas estábamos, con las banderas exhalando sus últimos suspiros, cuando llegó una denuncia de un ciudadano. Nos lo comunicaron porque nos comunican todo lo que la ciudadanía expone sobre los edificios públicos: al fin y al cabo, somos responsables, junto con el Ayuntamiento, de mantener las instalaciones en buen estado. El avezado ciudadano se quejaba a través de una Oficia de Registro de que nuestra escuela no exhibía los emblemas nacional, autonómico, y municipal en un estado decente, y al ciudadano en cuestión esto le parecía una irresponsabilidad y una aberración. Avisamos al ciudadano de que ya habíamos solicitado las nuevas banderas, pero que estas estaban en proceso de llegar al centro.
A los pocos días de esta denuncia, y mientras las banderas seguían en camino, llegó otra denuncia. Desconozco si del mismo ciudadano o de otro que, en su paseo matutino o en la vespertina visita al supermercado, se había cruzado con nuestras pobres banderas estropeadas en los mástiles, pero el caso es que se vio impelido con todo su ser a correr a una Oficina de Registro. Allí, interpuso la correspondiente denuncia por entender que un edificio público no podía estar en semejante estado de desamparo: una de las banderas empezaba incluso a deshilacharse. También a este segundo ciudadano le explicamos que ya habíamos solicitado las nuevas banderas, y que esperábamos que estas llegasen en los próximos días, agradeciendo su preocupación por la conservación del edificio.
Al día siguiente de notificarnos la segunda denuncia, nos encontramos la escuela completamente inundada. Esa noche llovió con mucha fuerza, y las pequeñas grietas que nos veían preocupando no pudieron contener el agua. Al mismo tiempo que las maestras colocábamos cubos en lugares estratégicos, los niños y niñas se lamentaban de tener que sortearlos, pues el pasillo es siempre un lugar amable por el que transitar sin miedo al tropiezo o al choque. Sin embargo, ese día y durante los siguientes, la lluvia cayó con mucha fuerza, y el pasillo pasó a ser un lugar de precaución y lentitud a la espera de recuperarnos de la humedad.
El agua no solo se colaba por las grietas: también se filtraba por el suelo, poroso y construido sobre los canales generales, y esta filtración dio paso a heladas en el patio, lo que significó que tuvimos que vallar parte de la zona de juego. Sacos de sal y rastrillos en mano, las maestras nos afanábamos en rascar el hielo con poco éxito, pues lo sombrío de la zona de juego y el agua acumulada por la mala canalización de la calle hacían que la pequeña capa de hielo se formase una y otra vez. Tener que sortear cubos en el pasillo tenía un pase, pero los niños y niñas no perdonaron el hecho de tener que jugar arrinconados en medio patio por el miedo a resbalar y hacerse daño en el otro medio.
El agua y el hielo, por desgracia, no fueron patrimonio de nuestra escuela: las viviendas y edificios aledaños también tuvieron su parte de humedad, pero como estaban bien aislados, no sufrieron goteras ni tuvieron que poner cubos en el pasillo. No obstante, reclamaron a sus seguros privados los daños estructurales e, incluso, salieron en el periódico del barrio. Nuestra escuela no apareció en ningún periódico, sin embargo, todo aquel que pasaba por nuestra puerta nos veía rascando el suelo, echando sal, colocando cubos y fregando a diestro y siniestro mientras las filas de pequeños compañeros esquivaban los obstáculos. Y muchos nos miraban con lástima, encogiéndose de hombros.
Parecía cuestión de tiempo que alguien diese el aviso de que un centro público estaba sufriendo las condiciones meteorológicas con unos recursos estructurales precarios y en condiciones dudosas para el ejercicio de la función administrativa, y en efecto, así fue: una tercera denuncia ciudadana llegó al centro: otra queja por el estado de las banderas. Este tercer y comprometido vecino decía haber pasado por la puerta y haber visto el estado de las enseñas, las que, indignado, había fotografiado. En efecto, entre cubos y fregonas, sal y rastrillos, aparecían las banderas, cada vez más deshilachadas y menos ondeantes.
Tras esa tercera queja decidimos no esperar a que se nos enviasen las banderas y ponerlas nosotras. Dejamos de lado los cubos, las fregonas, la sal y los rastrillos para encaramar a una persona al tejado y cambiar las estropeadas telas que, en efecto, y como la gran mayoría de estructuras del edificio, estaban pidiendo un cambio. Una vez lo hicimos, volvimos a nuestros tejados agrietados, a nuestros váteres rezumando, a nuestros pasillos inundados, a nuestro patio lleno de hielo y sal y a nuestros rastrillos y cubos. Tardamos semanas en recuperarnos de aquella lluvia, y los daños ocasionados en el edificio siguen a día de hoy haciéndonos temblar cuando hay previsión de lluvia. Seguimos a la espera de una reforma general en toda la estructura del centro.
Pero nunca más ha llegado ninguna denuncia, porque a la vista de cualquiera, en la parte exterior del edificio, ondean de nuevo y desde aquel día, brillantes y coloridas, la bandera nacional, la bandera autonómica y la bandera municipal.
Y por lo visto es todo lo que la ciudadanía necesitaba. Al menos es lo único que, hasta ahora, se ha molestado en reclamar.