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En estos tiempos, de pérdida de la capacidad narrativa y de escucha, me parece una iniciativa muy interesante la propuesta de “La celebración de la muerte del gran dictador fascista español, Francisco Franco”, especializado en el exterminio de cualquiera que fuera su oponente durante 40 años. La propuesta de recordar el franquismo desde la experiencia vivida por quienes nos educamos en la escuela nacionalcatólica me parece una iniciativa encomiable por parte de El Diario de la Educación, para no olvidar nunca lo que significó para tantas personas ese periodo de nuestras vidas. Muchos afectados directamente por la dictadura de Franco festejamos su muerte en su momento y creo necesario recordarlo, 50 años después, para no olvidar toda su barbarie.
Fue la presencia constante de una realidad marcada por un poder siempre presente que marcaba y daba forma a nuestras vidas.
Hoy me alegro de la ausencia, pero no del olvido imposible, de una vida que estuvo truncada en muchos momentos por un contexto y una situación política plasmada en un pueblo de la Castilla profunda, donde el silencio imperaba en el transcurso de su realidad rutinaria.
Mi relación con la educación la recuerdo con especial atención, entre la adaptación obediente y la rebeldía inconsciente manifestada en las “trastadas y picias” llenas de imaginación en cotidianidad de la escuela en un pequeño pueblo donde todos nos conocíamos.
Donde viví mi infancia había dos presencias educativas. Una era educación intrafamiliar, marcada por el autoritarismo del cabeza de familia, que con solo una mirada quedabas fulminado. En mi caso fue así, con una segunda presencia que fue marcando la propia subjetividad. Consistía en el clima asfixiante de una sociedad autocontrolada y cerrada, donde figuras como el alcalde, el cura, los maestros, el médico y algunos caciques más… eran quienes controlaban las vidas de cada uno de los habitantes del pueblo.
Había que cumplir con la Iglesia “los domingos y fiestas de guardar”. Además, los niños y niñas debían asistir a las novenas, al rezo del rosario, a los actos del mes de las flores, celebrar las apariciones de la Virgen, asistir a las “misiones” y las “prédicas” de semana santa… Quedabas marcado si no lo hacías. En mi caso, como hijo de una familia nacional católica, había que buscarse los recursos para alterar la monotonía del rezo del rosario y demás ritos interminables y aburridos.
Recuerdo las vías de escape que utilizamos para salir de aquel ambiente asfixiante en el que estábamos atrapados: los amigos y los ratos que pasábamos haciendo “pequeñas travesuras”: coger fruta de las huertas, jugar la propina dominical a las cartas y a las chapas, irnos a fumar al lado de los matorrales del río… Así, con otras travesuras y actividades escapistas, corría una parte importante del tiempo de nuestra infancia.
Todo ello se completaba con la “Historia sagrada” de las enciclopedias y “La formación del espíritu nacional” componentes centrales de aquel adoctrinamiento sin pausa. “Cuando los grandes conquistadores eran niños” nos mostraba el camino a seguir en la infancia para llegar a ser buenos patriotas idealizando los mitos y leyendas creados por el franquismo.
En mi pueblo estaban la escuela nacional y la escuela de las monjas. Desde párvulos fui a la escuela de las monjas. En ella estábamos niños y niñas en la misma clase. En la escuela nacional estaba la escuela de los niños y los maestros y la escuela de las niñas y las maestras. Recuerdo los domingos donde se iba a misa, saliendo en fila desde la escuela hasta la iglesia. En la mía, más identificada con el catolicismo, el dominio de los ritos religiosos marcaba la vida cotidiana.
En aquellos momentos Franco era un personaje lejano y solo presente en las noticias de “El Parte” y de los “Nodos” obligatorios, cantores de las glorias del franquismo, previos de las películas que nos ponían en el centro parroquial. Fue determinante la influencia de la manipulación informativa del “régimen». Recuerdo las noticias desde la “Radio Nacional”. Mi padre, fiel al franquismo nacional-católico, sabía que había otra realidad. Por la noche de cada día, cuando todo estaba en silencio, escuchaba “La Pirenaica”, emisora que emitía en onda corta desde la clandestinidad, las noticias ocultadas por la información oficial: normalmente la represión, el hambre, las protestas reprimidas… Es uno de los recuerdos más vívidos que tengo de la infancia.
La influencia del ambiente religioso e ideológico me llevó por delante en una de las visitas de propaganda que hacían las órdenes religiosas y los seminarios diocesanos para captar niños y perpetuar en ellos su dominio y extensión. Yo quise ir al seminario, no sé muy bien porqué, condicionado por el clima religioso donde mi ídolo era un cura joven que jugaba con nosotros al futbol después de pasar por la catequesis. Así que con doce años me llevaron interno al seminario. Toda una experiencia de nueve años que, sin duda, marcaron mi vida, en algunos aspectos para mal y en otros para bien.
Era, sin duda, una institución dirigida y destinada por el franquismo a reproducir el poder de la Iglesia, sostenedor de la dictadura franquista y su nacionalcatolicismo. Nos contaron que hubo una guerra y que la habían ganado los buenos, con los que estábamos nosotros. Pero hechos como el Concilio Vaticano II pusieron en entredicho el papel de la Iglesia en la dictadura franquista. Otra cosa era la conciencia que en esos momentos teníamos quienes nos iniciábamos en aquella, para mí, inexplicable realidad. Allí se practicaba la pedagogía más tradicional basada en el libro “sagrado” de texto, las clases magistrales más aburridas, el memorismo, la letra con sangre entra, la obediencia ciega y la creencia más irracional en la tarima, símbolo de la autoridad del maestro. Los resultados de ese paso por esa institución eclesial significaron, como más negativo, la manipulación ideológica en todo el entramado religioso autoritario y alienante, la represión afectivo-sexual-relacional y el ocultamiento de otras realidades sociales, políticas y culturales. En ella se desarrollaban la sumisión absoluta a normas disciplinarias sin sentido, los castigos de todo tipo, el miedo y la represión a cualquier manifestación de autonomía y pensamiento propio…
Tuve y sigo teniendo que deconstruir, ese fue uno de los aspectos positivos, toda esa formación ideológica, afectiva y religiosa, ya en el seminario, al entrar en contacto a finales de los años sesenta con organizaciones comprometidas con la emancipación de la clase obrera y con la contestación desde posiciones muy críticas con el franquismo y el nacionalcatolicismo.
Entré en contacto con grupos políticos clandestinos. En esas organizaciones inicié todo un proceso de cambio personal con una nueva formación y autoeducación que me habían sido secuestrados en mi infancia y adolescencia. A finales de los años sesenta y principios de los setenta conocí a personas muy comprometidas en el mundo de la educación, que siguen formando parte de mi vida actualmente, que me ayudaron a hacer posible ese cambio profundo, todavía inacabado. Con ellas conocí directamente el nacimiento de los movimientos de renovación pedagógica (MRP), de ACIES, antecesor del Movimiento de Escuela Popular (MCEP), del Movimiento de Educadores Milanianos (MEM), de la pedagogía liberadora de Freire y de los sindicatos de educación.
La clandestinidad, experimentada en la vida cotidiana de aquellos años últimos de la dictadura, fue el espacio de aprendizaje, formación y toma de conciencia de que había otra realidad social, política y educativa con la que me fui encontrando y comprometiendo desde que la descubrí. Con ello, hice mía la necesidad de comprometerme ética y políticamente con el objetivo, que permanece hasta hoy, de trabajar por la emancipación de los oprimidos y con ella de toda la humanidad frente a la barbarie de la dictadura franquista y a cualquier quiebra de los derechos humanos, de la dignidad de las personas y de la democracia. También comprendí entonces que era desde la dedicación a la educación como docente y mi compromiso con los movimientos educativos emancipadores desde donde podía dar sentido a mi nuevo proyecto de vida.
Por todo eso, me parece imprescindible traer a la memoria el significado de la barbarie del franquismo, para llevarlo a las aulas y a la sociedad, para poder poner en el primer plano el valor de la democracia. Con mucha frecuencia observo reminiscencias de lo vivido en esos años, cuando en la institución escolar se sigue sosteniendo el autoritarismo, la selección de los mejores, la neutralidad, el miedo, la obediencia ciega, el clasismo y la segregación de los más débiles. También conozco realidades muy esperanzadoras en las que, en muchos centros educativos públicos, se intenta vivir la democracia haciendo realidad el protagonismo de la comunidad educativa, y experimentando que es así como se crea una cultura y un clima educativo, capaces de hacer frente al neofascismo educativo y a la mentira de que hubo tiempos pasados mejores.