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La escuela no puede sustraerse de la propia sociedad. Una sociedad en crisis genera crisis en sus instituciones, entre las que están las educativas. La ola reaccionaria, amplificada por la victoria de Donald Trump, también ha llegado a la profesión docente, donde se están produciendo reacciones corporativistas, defensivas y reaccionarias. Un síntoma de ello es la victoria de los sindicatos corporativos y de derechas en las elecciones sindicales en casi todas las comunidades autónomas.
En estos tiempos la profesión docente y la escuela están en crisis. Han corrido ríos de tinta explicando las dificultades de los y las docentes para abordar la diversidad en las aulas, la disciplina, la irrupción de la IA, o los problemas de salud mental tanto del alumnado como del profesorado. Si leemos con atención estos artículos nos relatan un panorama apocalíptico, y un poco exagerado, de la realidad.
A mi juicio, muchos de estos problemas están desenfocados. Estos relatos suelen considerar la escuela como un espacio cerrado en sí mismo, que es influido de manera negativa por el exterior, lo que es una visión simplista que ignora los contextos sociales y culturales en los que nos movemos. Sin embargo, más allá de ciertas lógicas que ya hemos mencionado, me gustaría señalar otras causas, que considero más importantes, de esta crisis.
Los recortes producidos durante la crisis económica, especialmente ejecutados por el gobierno de Mariano Rajoy (2011-18), supusieron un empeoramiento de las condiciones laborales de los y las docentes en todo el país. Ratios altas, de las que no nos hemos recuperado, aumento del número de horas, donde no se han bajado en algunas comunidades gobernadas por el PP, una alta tasa de interinidad provocada por la reducción de la tasa de reposición en las oposiciones, que ha ido bajando de manera importante por presiones de la UE, y una reducción de recursos de todo tipo para los centros educativos. A la vez la enseñanza concertada recuperaba rápidamente los ingresos pre-crisis hasta superarlos. Muchos docentes han salido exhaustos de dicho período y con un enorme malestar.
Tras la reforma introducida por la LOMCE, no solucionada por la Lomloe, y las órdenes dadas en muchas comunidades autónomas (en Andalucía en 2017, luego derogada y sustituida en 2020), los claustros han perdido la posibilidad de elegir a los equipos directivos, siendo más que nunca dependientes de la Consejería de turno. Esto ha socavado los principios democráticos que habían regido la escuela pública desde la Transición. Esto ha provocado la conversión de los y las docentes en “trabajadores de la enseñanza”, alienados y con una menor identificación con su trabajo. A la vez los claustros se han convertido en espacios donde se refrendan por unanimidad, en la mayoría de los casos, las decisiones ya cocinadas por los equipos directivos, que se han autonomizado de sus propios claustros. Este proceso de oligarquización de las instituciones públicas debilita nuestras democracias.
En ese marco, los y las docentes perciben la intervención de la Inspección, o de las familias, con verdadero temor y como una intromisión intolerable. La dinámica individualista del propio trabajo ayuda a esta sensación, a la que se añade la percepción de una Administración sorda a las quejas docentes.
La aplicación de la Lomloe ha traído problemas: gobiernos del PP que boicotean la ley y provocan un exceso de burocracia que sobrecarga a los docentes, lo que le ha restado apoyos a la ley. La aplicación de los ámbitos en algunas CCAA, el papeleo derivado de los programas de refuerzo, el tratamiento a la diversidad, o la aplicación de las nuevas metodologías a las aulas, han generado debates enconados entre los docentes. Algunos han caído en posiciones naif, y otros en posturas reaccionarias, con una especie de visión nostálgica sobre el BUP-COU, el nivel educativo, etc., obviando los datos que no avalan esa postura. Esta posición reaccionaria sería la “fase superior del corporativismo”, que hace bandera de la disciplina, la subida de nivel académico y una versión deformada de la Ilustración. En el fondo, este movimiento es un repliegue corporativo basado en un proceso de victimización de una parte de los docentes, que se consideran “agraviados” por los teléfonos móviles, la Administración, las familias, la LOMLOE, la IA, las nuevas pedagogías, las y los pedagogos y su influencia en la ley, la diversidad en el aula, la “bajada de nivel” y el “regalo de los aprobados”, etc. Dicho movimiento suele obviar que las condiciones de educabilidad de nuestro alumnado, su situación familiar, social, cultural y económica, tiene un impacto muy importante en sus posibilidades de culminar una carrera escolar con éxito. Esto va más allá de la voluntad individual del alumno/a, e ignorarlo es el primer paso para excluirlos de las aulas.
Este cóctel genera una sensación de que la escuela está en crisis, junto con la profesión docente. El sistema lleva funcionando por inercia, ante la ausencia de un proyecto pedagógico y una idea de escuela compartida por gran parte de los docentes. Por lo tanto, ante la falta de un horizonte deseable y realizable sólo queda la inercia y la desidia, y en los grises surgen los monstruos.
Esto se produce en un momento en el que se está produciendo un avance de la enseñanza privada a todos los niveles, con su máxima expresión en las universidades “chiringuito” donde se compran títulos, o en las subidas de notas en las escuelas concertadas y privadas en bachillerato. Esta mercantilización de un derecho humano pone en cuestión la igualdad de oportunidades, el ascensor social, y cualquier idea que tengamos de justicia social. Indirectamente estos discursos apocalípticos refuerzan este proceso.
La derecha, y los grupos empresariales, tienen un proyecto claro de escuela. Una escuela segregada por clases sociales y origen nacional, que beneficie a quienes pagan y no compense desigualdades, que rompa la “experiencia democrática compartida” de mezclarse en aulas interclasistas, que permita acumular capital a las empresas, que aumente la influencia de la Iglesia católica, en resumen, que reproduzca las clases sociales produciendo un cierre oligárquico de la sociedad, dificultando el acceso de los que no sean de la élite a los puestos de poder, disfrazados de sistema “meritocrático”.
La izquierda debe de presentar un proyecto diferente. Un proyecto que atienda a las desigualdades de partida y las compense. Un proyecto donde los distintos niveles de la Administración (servicios sociales, municipios, escuelas, asociaciones de vecinos y AMPA) trabajen de manera coordinada para lograr mejorar las oportunidades del alumnado. Una escuela que sea democrática y recupere el impulso de transformación social. Una escuela que no segregue, que sea de calidad e inclusiva, como medidas efectivas para lograr los dos objetivos, que ponga al alumnado en el centro y los y las docentes formen parte de dicho cambio. Debemos rearmarnos ante una batalla cultural que pretende hacer pasar por aceptable la mercantilización de un derecho humano. Nos jugamos mucho, nada más y nada menos que la sociedad que queremos y un futuro deseable.