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En unas reuniones más que en otras, los compañeros nos explicamos unos a otros, en la medida en que podemos, cómo llevar a cabo eso de la evaluación formativa y continua. Estamos en el ocaso del curso y observamos cómo los exámenes y pruebas finales se siguen acumulando en momentos concretos del curso (al final de cada evaluación), porque se continúa entendiendo que es ahí donde el alumnado se “juega” la calificación. A medida que se avanza en las distintas etapas, cada vez esta situación se repite más, hasta culminar en Bachillerato con una carrera de fondo en donde hay centros escolares que incluso planifican su “sagrada” semana de exámenes.
Si miramos la agenda de cualquier niño de Secundaria, e incluso de Primaria, vemos una planificación de, por ejemplo, en una misma semana hasta cuatro exámenes diferentes, y dos o incluso tres pruebas escritas en un mismo día. “Al fin y al cabo, eso les prepara para la presión posterior que van a recibir”, suele espetar más de un docente. Pero, ¿hasta qué punto choca eso con el principio de la evaluación continua?
Es adjetivo “continua”, cuando aparece acompañando a la palabra “evaluación” para matizar su significado, viene a significar proceso, evolución, intercambio de información, medición en el tiempo, en la metacognición. El sustantivo “continuidad” es, según la RAE en su primera acepción, la “unión natural que tienen entre sí las partes del continuo”. Por lo tanto, lo continuo se nutre del vínculo de la reciprocidad, y es lo que le da sentido también al acto educativo. ¿Puede, así, la programación preponderante de exámenes tradicionales escritos en una misma materia a lo largo del curso (y muchas veces en un corto espacio de tiempo) garantizarnos esa retroalimentación y enriquecer el aprendizaje?
Lo voy a intentar explicar con una analogía literaria: si el estudiante es un lector, este puede, ante un texto narrativo, tener un rol pasivo o, en cambio, tener una intervención activa en la construcción de la trama (básicamente lo que es la narrativa moderna y la importancia que se le da al lector en la elaboración de las interpretaciones): también en la evaluación continua el alumnado precisa de la interacción constante en el contacto con el docente y con sus iguales para aprender. Es en esa construcción, en ese puzle de interconexiones sociales, donde el alumnado aprende.
Hay un relato corto de Julio Cortázar, que tal vez conozcan, titulado “Continuidad de los parques”. En él, y sin querer adelantarles mucho si no lo han leído, puede explorarse el sentido de la continuidad: diferentes espacios y tiempos que se entrecruzan, que “dialogan entre sí”, en un ejemplo de multiperspectivismo. Así es también la evaluación continua: una oportunidad para el constante diálogo educativo. La única, de hecho: lo que le da sentido a nuestro trabajo.
Un examen tradicional de preguntas y respuestas, sin más, difícilmente garantiza ese viaje de ida y vuelta que es la evaluación, que es el aprendizaje. Es improbable que permita darle continuidad a esos “parques” (esos espacios y tiempos de aprendizaje) de los que hablaba Cortázar en su cuento. En una prueba escrita el estudiante se enfrenta de forma unidireccional a un folio para volcar lo que ha sido capaz de estudiar –de memorizar muchas veces–, casi siempre con escaso grado de comprensión y menos de reflexión. No digo yo que así no se pueda registrar el aprendizaje, pero, ¿realmente este es el camino educativo principal?
Me dirán que eso dependerá del tipo de examen, claro. Y sí, es cierto: hay exámenes más alejados de la praxis de la evaluación continua que otros, no lo voy a negar. Y no solo el examen, sino lo que el docente haga antes y después, porque realmente no estamos evaluando sólo en la aplicación de un instrumento, sino también en los procesos previos y posteriores al mismo, a la hora de plantear, recoger, compartir y devolver la información.
Prueben a entregarle el examen corregido al estudiante, lleno de anotaciones resaltadas en rojo y con una calificación; todos lo hemos hecho y lo seguimos haciendo multitud de veces. Se habrán percatado de que el alumnado no se fija demasiado en las anotaciones, en las correcciones, sino en la traducción numérica como resultado mecánico del proceso. En ese caso, pensamos que la evaluación formativa la representan nuestras observaciones, nuestras correcciones y anotaciones; pero es en lo menos que se fijan, por mucho que intentemos que esto no sea así. Sin darnos cuenta, hemos transformado algo tan complejo como es el acto de educar en un número, un resultado.
Esto demuestra que no hemos logrado dotar de sentido al proceso evaluador, ya que es su progreso, su recorrido, el que realmente forma a la persona. Por inercias heredadas, hemos hecho del estudiante una “máquina reproductora”, un eslabón más de la cadena mecanicista en la que hemos convertido al sistema educativo: un entramado jerarquizado, burocratizado e incluso judicializado en donde casi todo está en entredicho y controlado (no hablemos de la labor del docente). Y en ese ambiente, hablar de evaluación formativa y enriquecedora para todos, también para el especialista, es tremendamente complicado.
Aunque resulte paradójico, los docentes nos apoyamos en lo que no es evaluación continua (amontonar multitud de registros, de pruebas medibles) para demostrar que hemos aplicado la evaluación continua si fuese necesario, por ejemplo ante la tan temida reclamación. Las familias, que también crecieron en esa inercia, así lo dicen muchas veces: “si mi hijo suspende, quiero ver el examen que lo demuestre”. “Quiero ver cómo se ha corregido” Y es ahí cuando alejamos todavía más la educación de su sentido primordial: ese encuentro nutrido del valor de la interacción docente-discente, discente-discente, docente-docente, al final, que cede su territorio para convertir la conversación educativa en una fórmula por y para la vigilancia.
Pero hay que alejar nuestra escuela de esas inercias que contaminan y distorsionan el valor de la evaluación continua, la que se da en un proceso mantenido en el tiempo; la que se observa en un progreso que sólo puede medirse a través de distintos herramientas e instrumentos que además no presenten barreras en el acceso para las personas que parten de condiciones adversas. Y no sólo las pruebas escritas, sino también aquellas otras formas de registrar lo que se aprende que se forjan a través de la interacción oral (tertulias, debates, entrevistas, puestas en común, presentaciones…): todo ello enriquece el aprendizaje del estudiante mucho más que un mecanismo de control escrito basado en preguntas y respuestas que no plasma ese valor relacional que tiene la educación.
Sé que el contexto no es sencillo. Sé que las ratios elevadas y la burocracia no invitan a esa construcción colectiva que es la evaluación personalizada y mantenida en el tiempo. Pero aquello que sí está en nuestra mano, lo que nos aleja de nuestros estudiantes para convertirlos en un mero resultado, sí que lo podemos cambiar: para ello hace falta entender lo que es y lo que no es aplicar la evaluación continúa y poderlo llevar, así, a la continuidad de nuestro día a día.