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El alarmismo alrededor de los supuestos efectos perjudiciales de “las pantallas” está alcanzando cotas insospechadas. Lo más grave, sin embargo, es que el debate sobre los riesgos de la tecnología digital se está viendo dominado por un gran malentendido, cuya asunción ya ha empezado a utilizarse para justificar decisiones de gran calado en educación. Este malentendido no es ni más ni menos que creer que exponerse a “las pantallas” es perjudicial en sí mismo, en lugar de considerar que, en realidad, todo depende del uso concreto que se les da, los contenidos que se consumen a través de ellas y si su uso puede estar reemplazando experiencias de más valor.
Lo más llamativo del discurso anti-pantallas en el que se apoya dicho malentendido es su insistencia en que existe un consenso científico que respalda esa idea, cuando, en realidad, no es así. No hablamos aquí de las personas que, con razón, se preocupan lícitamente por los riesgos del uso excesivo o inadecuado de la tecnología digital, porque evidentemente los hay. Nos referimos a quienes han construido un enemigo absoluto, “las pantallas”, en torno a una evidencia sesgada y han convencido a instituciones y especialistas de que hay una investigación aplastante detrás que justifica su posicionamiento, cuando esto está lejos de ser así. Solo hay que echarle un vistazo a obras recientes como Unlocked. The real science of screen time (Desbloqueado. La verdadera ciencia del tiempo de pantalla, 2025), de Pete Etchells, para apreciar que, de existir un consenso científico, este está más cerca de señalar que la clave es el contexto y el uso, y se aleja de explicaciones simplistas centradas solo en la exposición a pantallas.
La relación entre tiempo de pantalla y efectos negativos de la salud dependen de muchos factores, como las etapas sensibles del desarrollo, el dispositivo y el uso que se le da
En este sentido, la Asociación Americana de Pediatría (AAP), la cual representa a más de 67.000 facultativos, acaba de actualizar sus directrices sobre el uso de “las pantallas” en 2025 e indica que seguir hablando de “horas de pantalla” es un enfoque limitado y que tenemos que empezar a fijarnos en qué se hace con esas pantallas. Indica la AAP que la relación entre tiempo de pantalla y efectos negativos de la salud dependen de muchos factores, como las etapas sensibles del desarrollo, el tipo de dispositivo que se utiliza, el uso concreto que se le da y factores demográficos y contextuales.
El problema añadido de simplificar el debate demonizando “las pantallas” en general es que nos impide abordar las cuestiones importantes, como los posibles riesgos para los más jóvenes del acceso a determinadas aplicaciones, el papel de las tecnológicas en el desarrollo de herramientas, la brecha digital, las políticas educativas de digitalización o las dinámicas culturales asociadas al entorno digital. Pensar que basta con limitar el tiempo de exposición para garantizar un uso seguro de la tecnología roza el pensamiento mágico: no se trata de cuántas horas, sino de para qué, cómo, con qué acompañamiento y en qué contexto se utilizan estas herramientas.
La tecnología no es neutra, pero en el ámbito educativo lo decisivo no es su mera presencia, sino cómo se integra
Si aceptamos la idea de que los dispositivos digitales son perjudiciales para la salud por el simple hecho de usarlos —sin importar el contexto, los contenidos o la finalidad—, entonces parecería lógico retirarlos de las escuelas, como ya se está haciendo en algunas regiones de España. Es cierto que la tecnología no es neutra, pero en el ámbito educativo lo decisivo no es su mera presencia, sino cómo se integra en el proceso de enseñanza-aprendizaje. La clave está en la didáctica. Excluir la tecnología de las aulas supone, en ese sentido, renunciar a uno de los pocos espacios donde todos los niños y niñas pueden aprender a usarla de forma crítica, acompañados por profesionales que guían y orientan su uso. Si existe algún problema en el uso de la tecnología dentro del aula, no es de carácter médico, sino pedagógico. Por ejemplo, ocurre cuando los portátiles se emplean simplemente como sustitutos del libro de texto, sin un enfoque didáctico adecuado que aproveche sus posibilidades. Pero este tipo de situaciones tienen solución: se abordan con formación docente, políticas educativas adecuadas, recursos y revisión de las prácticas, no con prohibiciones generalizadas. En lugar de resolver un problema, medidas como esta corren el riesgo de profundizar la brecha digital y dejar aún más desprotegidos a quienes más necesitan una formación crítica y contextualizada para desenvolverse en un entorno digital cada vez más complejo.
No es extraño que la noción de que “las pantallas” sean dañinas de por sí se haya extendido bastante, en especial por la propagación de varios equívocos que así lo sugieren. Algunos de estos malentendidos se producen por llamar “pantallas”, en general, a lo que en realidad son determinadas aplicaciones, esto es, a determinados usos de los dispositivos digitales. Un buen ejemplo es la afirmación de que “las pantallas crean adicción”. Aunque suele entenderse que con este término no se alude a una adicción clínica propiamente dicha, sino al poder de atracción que pueden ejercer, basta detenerse un momento a pensarlo para apreciar que «las pantallas», por sí solas, no tienen ese efecto. Lo que puede resultar atrayente son ciertas aplicaciones, como las redes sociales o algunos videojuegos, que esencialmente se usan fuera del ámbito escolar. Por desgracia, hacer tareas escolares en un dispositivo no tiene nada de “adictivo”, aunque quizás sería maravilloso que lo tuviera.
En otras ocasiones, los malentendidos surgen por interpretaciones parciales o incorrectas de la investigación. Por ejemplo, señalar que “las pantallas” causan miopía y que por eso en las escuelas deberían usar únicamente libros de papel no es una conclusión afortunada. Aparte de que la miopía tiene una base genética y el ambiente “solamente” influirá en que aparezca antes o después, aquello que sabemos que puede promoverla es realizar actividades que impliquen fijar la vista en un punto cercano durante mucho tiempo, y pasar largos periodos de tiempo en espacios cerrados, con poca luz natural. Desgraciadamente, reemplazar pantallas por libros en la escuela no resolverá este problema, pero sí que podría ayudar el replantearnos, por ejemplo, el tiempo de ocio de los niños y niñas fuera de la escuela, así como exigir ciudades amigables para que los menores puedan salir a jugar al aire libre. El propio debate papel versus pantalla es en sí engañoso al plantearse como una dicotomía, porque sabemos que en un aula lo ideal es que convivan recursos analógicos y digitales.
La mayoría de los usos problemáticos de la tecnología no se dan en el contexto de la escuela, sino fuera de ella
En realidad, la mayoría de los usos problemáticos de la tecnología no se dan en el contexto de la escuela, sino fuera de ella. Por poner otro ejemplo, cuando la investigación dice que “las pantallas” provocan trastornos del sueño y eso lleva a algunos a justificar que las saquemos de las escuelas porque así se usarán “menos tiempo”, no se está leyendo la letra pequeña de dicha investigación: provocan trastornos del sueño cuando se usan aplicaciones que pueden generar una activación emocional (redes sociales, videojuegos, etc.) justo antes de irse a dormir. Otra circunstancia que nada tiene que ver con el contexto escolar. Lo mismo podríamos decir en cuanto a la idea de que las pantallas provocan déficits lingüísticos en los más pequeños: los investigadores que han observado tales efectos no lo han achacado a “las pantallas” en sí, sino al hecho de reemplazar por pantallas actividades que son beneficiosas para el desarrollo lingüístico de los bebés y que implican interacciones directas con sus mayores. También sabemos que, cuando se consideran variables como la co-visualización con adultos o el acompañamiento mediante procesos de alfabetización digital, los supuestos déficits lingüísticos asociados al uso de pantallas no solo se reducen, sino que, en muchos casos, se transforman en oportunidades de aprendizaje. Por lo tanto, lo que sí está claro es que educar marca la diferencia.
Es evidente que las orientaciones sobre el “tiempo de uso”, que incluso los pediatras de la AAP adoptaron en sus primeras publicaciones, surgieron del propósito bienintencionado de dar unas pautas sencillas que no entrasen en la complejidad de valorar cada tipo de uso. Como sociedad nos resulta sencillo hablar de números (horas de pantallas, edades, etc.), pero esas orientaciones, paradójicamente, han desorientado el debate haciéndonos pensar que el problema con “las pantallas” es simplemente una cuestión de cuánto tiempo las usamos, no de cómo las usamos ni en sustitución de qué las usamos. Esa desorientación ha llevado a muchos a pensar que si “las pantallas” se eliminan de las escuelas, el tiempo que los niños y adolescentes inviertan en ellas fuera de la escuela será menos dañino para ellos. Pero por desgracia, dejar de usar las pantallas con fines educativos en el aula no compensará los usos inadecuados que puedan hacerse fuera de la escuela.
Sacar la tecnología de la escuela reduce la capacidad de ésta para educar en el uso productivo, ético, responsable y saludable
Es más, negar a la escuela la posibilidad de usar la tecnología, cuando el docente lo considere oportuno, allá donde pueda tener valor didáctico (no olvidemos el poder para el aprendizaje del formato audiovisual, la interactividad, el feedback, etc.) es ponerse palos en las ruedas. De hecho, supone desconfiar en el criterio profesional de los docentes y negar la autonomía de los centros educativos. Además, sacar la tecnología de la escuela reduce la capacidad de ésta para educar en el uso productivo, ético, responsable y saludable de dicha tecnología, en especial entre los alumnos más vulnerables que no contarán con esas orientaciones en casa. No cabe decir que eliminar la tecnología de la escuela supone promover entre los niños y niñas una concepción de la tecnología entendida solo como objeto de ocio.
Para terminar, conviene señalar que algunos expertos, ante la falta de evidencias del posible efecto perjudicial de “las pantallas” en general, enarbolan el principio de precaución para justificar la prohibición de la tecnología en las aulas. Sin embargo, deberíamos tener en cuenta que el principio de precaución, válido en contextos de alto riesgo para la salud pública, debería ser correctamente entendido y aplicado con rigor. Por ejemplo, en el contexto educativo, donde el uso de redes sociales no es frecuente, y donde el empleo de la tecnología suele estar mediado por objetivos pedagógicos y supervisión docente, no se dan las condiciones de exposición descontrolada o dañina que justificarían la aplicación estricta de dicho principio. En el ámbito educativo, el principio de precaución debe operar desde una base de proporcionalidad, análisis contextual y evidencia suficiente. En lugar de prohibiciones generales, debería traducirse en una regulación que parta del tipo de tareas que se hacen con tecnología, la formación y el desarrollo de estrategias educativas que promuevan un uso crítico y seguro de la tecnología.
En definitiva, conviene no confundir el contexto extraescolar con el escolar. En la escuela, todos los niños y niñas, con independencia de su origen, pueden aprender a usar la tecnología de manera crítica, ética y responsable. Es necesario regular su uso y esto implica que será necesario hablar de edades, pero sobre todo habrá que hablar de usos y de educación. Las medidas prohibitivas que en nuestro país están empezando a darse en algunas regiones no se fundamentan adecuadamente, no están en consonancia con las recomendaciones que se derivan de la investigación y que recogen organismos internacionales, y pueden suponer una pérdida de oportunidad para preparar al alumnado para un entorno digital que, queramos o no, forma parte de su presente y futuro.