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Hace pronto cinco años, el BOE parió un nuevo marco legal, la LOMLOE, que venía con el mantra de modernizar la educación, de poner al alumno en el centro y de enterrar de una vez por todas a la temida LOMCE. Como cada ley que nace, venía con la promesa de ser la panacea para los males de nuestro sistema educativo. Pero hoy, cinco años después, la pregunta que me asalta es simple y, a la vez, compleja: ¿realmente hemos avanzado?
Cuando la nueva ley vio la luz, todos los que se dedican a esto de la enseñanza, los que sobre todo se atrincheran en la aventura de entrar en un aula cada día, sintieron esa mezcla de esperanza y escepticismo. La intención parecía buena para muchos, pero no todos la tenían consigo: dejar de lado la memorización sin más para abrazar la comprensión, integrar competencias y no solo contenidos, y hacer del currículo algo más flexible y adaptable al alumnado real. Sin embargo, cinco años de camino nos han demostrado que una ley, por muy bienintencionada que sea, no es la llave para cambiar la cultura de un sistema o una sociedad, y menos cuando no se acompaña del presupuesto necesario.
La principal seña de identidad de la LOMLOE parecía dirigirse, en su enfoque, hacia el desarrollo definitivo de competencias clave. Recordemos de todos modos que éstas ya venían de muy atrás en las recomendaciones de organismos internacionales, cierto, aunque los nuevos enfoques de los temarios venían al menos a intentar apuntalarlas, con propuestas curriculares muy novedosas en su planteamiento.
Se repetía mucho eso de “se acabó el recitar la lista de los reyes godos sin entender por qué”. Sonaba a eslogan con tintes hasta ridículos. Si nos ponemos serios, la idea de que un alumno deba ser capaz de resolver problemas, de pensar críticamente y de trabajar de forma cooperativa eran y son pasos en la dirección correcta. “Se busca formar ciudadanos, no enciclopedias andantes”, podría haber dicho algún acérrimo defensor de esos cambios, cuando se le preguntaba por la nueva ley.
Sin embargo, la realidad actual nos ha empezado a hablar en otros términos. En la práctica, la implementación de esta ley con una arquitectura pedagógica novedosa y hasta arriesgada ha sido, cuanto menos, caótica. La burocracia se ha multiplicado cuando debería haber sido al revés. Los docentes, ya de por sí asfixiados, que habían llegado a la línea de salida ya con signos de agotamiento y estrés, se vieron sepultados por una montaña de papeles, de rúbricas y de pautas enrevesadas para programar que, en muchos casos, no hicieron más que entorpecer la labor real: dedicarles tiempo a sus estudiantes, que seguían dentro de clases tan numerosas como las de décadas atrás.
En un abrir y cerrar de ojos, pasamos de la rigidez de la LOMCE y sus icónicos listados de estándares curriculares a una flexibilidad tan mal gestionada que ha llegado a provocar efectos contrarios, así como una carga administrativa insoportable. Y en medio de todo este papeleo, ¿dónde queda el alumno? A veces me pregunto si no hemos cambiado el miedo al fracaso académico por el miedo a no cumplir con requisitos burocráticos, con montañas de requerimientos administrativos que para muchos carecen de sentido.
La LOMLOE, en su tormentoso viaje al aula, es un ejemplo perfecto de que la teoría es fantástica, pero la práctica, en ocasiones, puede ser tildada de problemática. Nos ha dado las herramientas, sí, pero no nos ha enseñado a usarlas (o al menos no de forma eficaz). Y, lo que es peor, muchos sienten que determinados cambios han quitado tiempo para lo que realmente importa: el contacto humano en el aula, el verdadero fin de la educación.
Pero los buenos docentes, que son muchos, han sabido poner el piloto automático para evadirse del ruido y seguir preparando clases de calidad.
Por ejemplo, han intentado comprender el llamado Diseño Universal para el Aprendizaje, y se han estrujado la cabeza por intentar hacer propuestas didácticas cada vez con menos barreras, para que cada vez más alumnos se sientan incluidos. Se han preocupado por poner por fin el bienestar emocional de todos en el lugar central, y se ha intensificado a costa de todo, y muchas veces a cambio de nada, cualquier atisbo de seguimiento al alumno de mayor complejidad, ese que antes desaparecía sin más. Todo eso es muy positivo, y es con lo que nos debemos quedar.
Quedémonos también con la premisa de que, cuando empezó la película, en plena pospandemia, España era el país de la OCDE con más alumnado repetidor en Secundaria, lo que afectaba desproporcionadamente al alumnado de familias con menores ingresos. No olvidemos tampoco que el escenario de la nueva ley trajo aparejado un mayor esfuerzo en identificar la vulnerabilidad del alumnado que antaño abandonaba a las primeras de cambio; programas como PROA, con fondos europeos, se encaminan a paliar este déficit estructural. ¿Lo malo? Lo de siempre, propuestas de apoyo externo y trabajo coordinado, como por ejemplo las llamadas Unidades de Acompañamiento y Orientación (UAO), terminan cayendo en saco roto si no se blindan económicamente.
De la nueva ley, aspectos como el perfil de salida (lo que tiene que saber todo el alumnado de España al finalizar la enseñanza obligatoria), la idea, rescatada de la LOGSE, de que cada centro concrete su currículo o la organización generalizada por ámbitos en vez de por áreas o materias no han terminado de cuajar. Pero eso no debe extrañarnos: cada vez que una ley educativa pretende modernizar el sistema educativo, los sectores más conservadores se llevan las manos a la cabeza, ejerciendo una oposición torticera sin dar alternativas realistas a cambio.
Las promesas de cambio profundo se han topado con la dura roca de la inercia y la resistencia sistémica. Quizás, nos equivocamos los que llegamos a pensar que una ley, por sí sola, tiene el poder de transformar la cultura de un sistema educativo. Honestamente, creo que ni esta ni otras leyes nacieron para eso.
Ha habido avances, sin embargo. En el análisis de éstos, es digno de destacar la capacidad de adaptación del profesorado y de los centros que han sido rigurosos en su trabajo a pesar de que las ratios sigan siendo altas y de que el alumnado cada vez presenta mayor complejidad. Todo un ejemplo de servicio público. Eso me demuestra que, legisle quien legisle, los que entendemos la escuela como un espacio para la posibilidad siempre pensaremos que no todo está perdido. Somos muchos los que creemos que es en las aulas, y no en el papel, donde empieza todo viaje hacia la esperanza, el que va más allá de cualquier ley. Al menos yo, me quedo con eso.