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Cuando el aula es la Cada día, poco después de las ocho de la mañana, unos 15 críos de entre 3 y 6 años (el máximo son 20) se reúne a las afueras de Deisendorf, pequeño núcleo entre rural y residencial perteneciente a la ciudad alemana de Überlingen, ma la orilla del lago Constanza. Forman un círculo, comprueban si falta alguien, cantan una canción y se ponen en marcha hacia otra zona del bosque, a poco más de un kilómetro, en la que hay un viejo vagón y un par de cobertizos. Son los “duendecillos del bosque”, en la terminología del centro que les acoge: la guardería Storchennest (literalmente nido de cigüeñas) y van acompañados de tres o cuatro cuidadores.
El colectivo es uno de los tres grupos que de la guardería. Los otros dos (uno de hasta 3 años y el otro de entre 3 y 6) permanecen a cubierto en sus aulas, aunque periódicamente coinciden todos en actividades diversas.
Los duendecillos no tienen aula; mejor dicho, tienen una muy grande: el campo, el sendero, los arroyos, el bosque.

El punto de encuentro se halla junto al campo de fútbol, que ellos utilizan para sus juegos. Hay también una cabaña de madera en la que guardan libros, papeles, lápices y colores, tijeras, hilos y lanas para jugar y algunas herramientas.
El horario de llegada es abierto: desde las 7.30 hasta las 8.25. A esa hora forman un corro, se designa al ayudante del día, que elige la canción con la que inician las actividades, pasan lista, cantan y se ponen en marcha hacia el lugar previamente decidido que no tiene por qué ser siempre el mismo.
Los más de los días se dirigen hacia una zona boscosa en la que disponen de un viejo vagón, en el que guardan el material para sus quehaceres diarios, y de un par de cobertizos abiertos. Uno lo utilizan a media mañana para desayunar conjuntamente. En el otro cuelgan sus mochilas, la ropa que no necesiten y, a veces, realizan algunas tareas manuales.

Antes del refrigerio acuden a una zona acotada que sirve de baño, se lavan las manos y luego desayunan conjuntamente. Al terminar, vuelta a lavarse y tiempo libre de juegos.
Los niños escogen actividades y compañeros, aunque pueden optar, si lo necesitan, por una zona de retiro (la cueva) donde pensar en soledad.
Sobre el mediodía se agrupan de nuevo para recuperar la calma tras la excitación del juego. Oyen un cuento, entonan la canción de despedida y vuelven a la cabaña desde la que habían partido.
Van por libre, pero saben que en cada cruce de caminos deben esperarse y reagruparse.

Llueva o nieve, haga sol o viento, permanecen, salvo excepciones, al aire libre hasta que, a partir de las 12.30 empiecen a ser recogidos por sus progenitores que pueden ir a por ellos entre esa hora y las 13.30. Mientras, dibujan, cosen, escuchan alguna historia contada por uno de los profesores o corretean a sus anchas por el campo de fútbol o entre los árboles del entorno.
Jugando aprenden a manejar herramientas (cuchillos de tallar, sierras, martillos y clavos) y a veces a cocinar en una fogata en la que cuecen sopas, asan patatas, castañas y otros vegetales.
Una publicación hecha para conmemorar el 25 aniversario de la guardería recuerda: “En el bosque hacen falta pocas reglas y éstas son claras y comprensibles para los niños”.
La diversidad de edades ayuda: los mayores sirven de modelo a los más pequeños y asumen responsabilidades al interactuar con ellos. La situación ofrece a los niños una gama diversa de compañeros de juego en distintos niveles de desarrollo que hace que no sientan la necesidad de tener que demostrar nada y puedan adoptar su propio ritmo.
La rutina no existe para ellos. Ni siquiera hacen siempre el mismo recorrido. Los críos pueden proponer cambios y visitar otras zonas del bosque o alguna de las granjas que colaboran con el profesorado, en las que observan cómo se efectúan los trabajos agrícolas o se lleva a cabo el cuidado de los diversos animales: gallinas, conejos, vacas, ánades, corderos, caballos.

Como dice Celi Buchholz, una de las cuidadoras, “no se les caerá el techo encima, porque no tienen techo”.
Storchennest, fundada en 1996, es una de las más de 3.000 guarderías del bosque que hay hoy en Alemania.
El movimiento empezó en 1968, cuando Ursula Sube fundó en Wiesbaden el primero de estos centros, a partir de las experiencias de la danesa Ella Flatau, que llevaba al bosque a varios niños de familias conocidas. Pero el reconocimiento oficial no llegó hasta 1993. Se le otorgó a la fundada en Flensburg, localidad situada en la frontera entre Alemania y Dinamarca. Fue el 3 de mayo, fecha haya designada como día mundial de las guarderías del bosque.
Hoy hay guarderías de este tipo, además de en Alemania (agrupadas en una asociación estatal) en Dinamarca, Austria, Suiza, Luxemburgo, Noruega y Suecia, República Checa, Reino Unido, Italia y también en Japón y Corea del Sur, cuyo Ministerio de Educación fundó una treintena en 2011. También en España hay varias en funcionamiento y otras en proyecto en Madrid, Cataluña, Andalucía o Euskadi.
Jan es uno de los duendecillos de Storchennest. Tiene 5 años. “¿Qué haces si llueve?”, quiso saber un día un adulto formado en un centro tradicional: “Me pongo la capucha”, respondió casi sorprendido ante una pregunta de respuesta tan obvia.
Markus Müller es uno de los profesores. Tras la formación general, realizó otra complementaria como pedagogo de naturaleza y vida silvestre en la Wildnisschule Corvus Bodensee, en Friedrichshafen. Trabaja en el bosque desde hace ya 16 años.
“Para mí, las ventajas están claras: trabajar en la naturaleza y, por lo tanto, al aire libre, vivir intensamente las estaciones; el 50% de la pedagogía está determinado por el entorno (lluvia, viento, sol, pero también trabajos de tala o alertas de tormenta); el bajo nivel de ruido en el grupo”.

Destaca el valor del contacto constante con “los cuatro elementos (agua, fuego, aire y viento); el hábitat del bosque, los prados, los frutales, arroyos o estanques con toda su diversidad de especies, así como la pedagogía de la biodiversidad”.
“Lo que me inspiró a dedicarme a esta pedagogía fue mi propia conexión con la naturaleza y el convencimiento de que los niños que pasan tiempo en ella también pueden desarrollar ese vínculo”, dice Martina Buntzel, otra de las cuidadoras. Tras su formación específica en 2018, “no concebía volver voluntariamente a trabajar con niños en espacios cerrados. Cuando en 2019 se me ofreció un puesto en Storchennest, acepté encantada”.
”La naturaleza es y sigue siendo la mejor educadora que puede acompañarnos en nuestro crecimiento. Ofrece generosamente todo lo que los críos necesitan para desarrollarse, al tiempo que se convierte en un desafío”, asegura.
”En ningún otro lugar se satisface mejor la curiosidad de los niños que en un entorno que cada día resulta nuevo y diferente. Comprenden de forma natural que todo cambia constantemente. Fortalece su capacidad de resistencia. Además, el movimiento constante al aire libre refuerza el sistema inmunológico y facilitan el control del propio cuerpo”.

La mejora del sistema inmunológico es una de las cosas que más resaltan los padres. El dato viene avalado por diversos estudios realizados a lo largo de los años.
Caminar cada día un mínimo de tres o cuatro kilómetros, cargados con su mochilita en la que llevan el desayuno y agua, mejora su movilidad.
Celi Buchholz lleva siete años en Storchennest. “Siempre me ha gustado pasar tiempo al aire libre. Muchos de los recuerdos más bonitos de mi infancia son de espacios abiertos. Seguro que influyó para imaginar el bosque como lugar de trabajo. Los niños tienen mucha más libertad para probar sus capacidades físicas. No hay que estar diciéndoles constantemente que no corran o que hablen más bajo. No hay que reprimir el impulso natural de movimiento, como en los espacios cerrados. Esta sensación de libertad se adecúa a mi concepción de la pedagogía”.
El ruido que se oye es el del viento, el de las hojas de los árboles, el del agua del río o de la lluvia. O el del trineo deslizándose sobre la nieve de alguna ladera.
La ausencia del ruido estridente de un aula “supone de por sí una diferencia enorme tanto para los niños como para los educadores, que se agotan mucho menos”, afirma Sulamtih Ländle. Es la última de las profesoras llegadas a Storchennest. Lleva un año. “Me pareció interesante trabajar en este tipo de guardería. Siento no haberlo hecho antes”.
En Überlingen el curso empieza en septiembre, cuando marchan las cigüeñas y termina la vendimia. Los manzanos silvestres están ya llenos de frutos a su alcance. En octubre, la arboleda se tiñe de colores: verde, amarillo, tostado, púrpura que caen a suelo ofreciendo una hojarasca que pisar y patear o en la que encontrar caídas nueces, bellotas y castañas.

A partir de noviembre llega el frío y, a veces, la niebla o la nieve. Y las festividades que, junto al calendario astronómico, marcan el discurrir de la vida social: San Martín, adviento, las navidades. En primavera vuelven las cigüeñas y los manzanos, mebrillos y ciruelos se llenan de flores.
La percepción del cambio, de la variedad, junto a la calma del bosque hacen que los críos estén “mucho más equilibrados. Juegan de forma más creativa e imaginativa”, sostiene Celi Buchholz .
“La mayoría de juegos en clase viene predeterminada por los juguetes disponibles, lo cual limita y puede volverse aburrido. En el bosque, los niños entran en contacto con la naturaleza, sus elementos y estaciones. No solo la conocen teóricamente; la viven de cerca en su propio cuerpo. Aprenden a conocer los animales, árboles y arbustos del entorno, a convivir con ellos”, apunta Ländle
La libertad y la espontaneidad no es sólo cosa de los niños: “También los profesores podemos organizar el día más libremente. Tenemos posibilidades casi infinitas. No siempre tenemos que empezar en el mismo sitio ni tener horarios fijos como el almuerzo. Si el grupo lo desea, hacemos una votación y vemos adónde quieren ir”, explica Buchholz. “Durante un tiempo, en cada cruce lanzábamos un palo que decidía por dónde continuar”.

“Muchas personas preguntan cómo gestionamos el mal tiempo. Ven el viento o la lluvia como un inconveniente. A veces pienso que han olvidado cómo divertían de niños. Cuando hace viento, se puede hacer volar objetos o simplemente sentirlo en la cara. Eso es divertido. Los días de lluvia, cuando los niños ya se han adaptado al clima, son a menudo los mejores en el bosque. He conocido muy pocos niños a los que no les guste jugar con agua. Cuando llueve hay charcos en los que chapotear, los barriles de agua están llenos y en el arenero se forman laguitos”.
“Para los niños es más fácil percibirse a sí mismos en la naturaleza. Los cambios de un niño en crecimiento son muy rápidos. Pero se acostumbra pronto a la novedad. Ayer podía pasar por debajo de una mesa y hoy ya ve la mesa desde arriba. Descubren una y otra vez dónde empieza y termina su cuerpo. Eso sólo es posible si pueden probarse y sentirse a sí mismos”.
Por supuesto, hay desventajas: una, el horario, grave inconveniente para familias en las trabajan ambos miembros. Además, explica Celi Buchholz, la guardería del bosque exige una atención constante a los cambios meteorológicos para que el niño se vista adecuadamente. Y otra más: “el bosque, con sus irregularidades, no es adecuado para todos los niños. Por ejemplo, no podemos aceptar a un niño en silla de ruedas o con rutinas prefijadas”.
Con todo, “las desventajas son mínimas”, abunda Markus Müller. “A veces el clima supone un desafío. Todo lo demás depende de la motivación del equipo. Por lo general, en la guardería del bosque se puede hacer todo, sólo se requiere mucha espontaneidad y creatividad”.

 
		 
									 
					
 
	
	 
															 
															 
															 
															 
															