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En mi colaboración anterior para El Diario de la Educación, El bienestar docente como política educativa del siglo XXI en Latinoamérica, reflexioné sobre la centralidad del tema de cara al siguiente cuarto de siglo en América Latina. Afirmé entonces, como se reconoce en investigaciones y documentos internacionales, que el bienestar docente es una condición indispensable para avanzar en las metas trazadas en los Objetivos del Desarrollo Sostenible, especialmente en el número 4, dedicado a la educación, compromiso que ya parece inalcanzable porque faltan docentes y mejor preparación, hay abandono de la profesión, por precariedad y desmotivaciones originadas en distintos factores.
Cuidar a los enseñantes es una estrategia de sobrevivencia para el ecosistema educativo en nuestros países: sin ellos, sin buenos y suficientes profesores, se pueden desplomar los avances desiguales en la región.
Las reacciones que mi artículo suscitó en redes sociales fueron inesperadas. No fueron un fenómeno viral, por supuesto, pero despertaron comentarios inquietantes y más interés del que suponía, sobre todo, entre colegas, maestras y docentes que laboran en distintos niveles del sistema educativo. Lo leí como guiño frente a un problema compartido. Como un abrazo cómplice.
Probablemente porque estaba más sensible frente al asunto, leí o escuché en estas semanas más reacciones sobre la condición docente real en escuelas de las ciudades donde habito y trabajo. Provienen de diversos orígenes y fuentes: profesores de distintos niveles escolares y estudiantes universitarios de licenciatura y posgrado.
La percepción del problema rebasó mi imaginación. Me proveyó mayores argumentos, y énfasis, para reclamar la importancia genuina de centrar la mirada en el cuerpo profesoral.
Estudiantes de posgrado que ejercen el oficio docente, por ejemplo, lamentan dos situaciones crecientes: la sobrecarga burocrática es una epidemia que lastra y como un cáncer consume la vitalidad pedagógica. A pesar del reconocimiento, no parecen percibirse medidas para atajar la burocratización pesada, creciente y estéril. Es decir, hay una percepción doble del problema: crece y no se observan medidas para aminorarla.
En los dos cursos que impartí sobre formación docente e innovación en estos meses, había escuchado la alerta por la invasión de los padres de familia, convertidos en abogados de oficio de las conductas no siempre respetuosas ni sensatas de sus hijos, reflejo imperfecto del hogar, no nacido de los infantes. Mientras que la presencia de los padres crece para denunciar regaños, presuntos malos tratos o comportamientos docentes, aumenta la petición de ellos mismos para que la escuela intervenga cuando los padres son incapaces de contener conductas en las familias, pretendiendo trasladar la responsabilidad al centro escolar. En otras palabras, por una parte, se desgasta la autoridad pedagógica, cuestionando las medidas de disciplina y orden obligadas en todo conjunto social; por otra, se demanda a la escuela resolver las incompetencias de la familia.
En las visitas que realizo en escuelas de educación básica donde nuestros estudiantes de pedagogía realizan sus prácticas de observación e intervención didáctica, aprovecho el tiempo y converso con maestras y maestros. Esta vez, con asiduidad inesperada, se filtraron comentarios semejantes, preocupación y temores por las consecuencias de la irrupción familiar en las escuelas; aunque, debo advertirlo, en esas conversaciones informales me dejaron clara la convicción y pasión por la enseñanza.
A esta suma de tensiones habría que añadir un elemento que permanece en la penumbra de las agendas públicas: la soledad profesional. En distintas conversaciones con maestros de primaria, secundaria y bachillerato, surge la misma queja: el trabajo en la escuela se ha vuelto un ejercicio de resistencia solitaria, sin acompañamiento institucional ni espacios formales para compartir experiencias, emociones o agobios. La retórica del “trabajo colegiado” convive con prácticas fragmentadas, reuniones improvisadas y reuniones de consejos que, más que nutrir, agotan o son insustanciales.
La soledad laboral, paradójicamente, se da en espacios saturados de personas. La sensación de aislamiento pedagógico, emocional y profesional erosiona la capacidad de sostener la vocación. México y otros países de la región comparten este síntoma: un profesorado que trabaja rodeado, pero se siente solo. Ninguna política educativa relevante del continente aborda este fenómeno con la seriedad y la profundidad que merece. Según el primer informe mundial sobre las personas docentes, Chile es el único país que logró recuperar el prestigio docente con su sistema de desarrollo profesional, pero es excepción.
A la soledad laboral se suma una señal alarmante que emerge, especialmente, entre quienes se inician en la profesión: el desencanto temprano. Los jóvenes recién incorporados al aula describen un choque frontal entre la teoría que aprendieron y la realidad enfrentada. No es un choque nuevo, pero sí más abrupto. La falta de mentores, la escasez de inducción profesional, la precariedad contractual y el clima institucional tenso generan una sensación de abandono que se instala desde el primer año de servicio.
El sistema educativo, una vez más, deposita en la buena voluntad individual lo que debería sostenerse mediante políticas firmes: acompañamiento, infraestructura, estabilidad y redes de aprendizaje. La consecuencia es evidente: demasiados profesores jóvenes evalúan la posibilidad de abandonar la docencia antes de consolidar su identidad profesional. Se pierde talento, energía y futuro. Y el tiempo para reparar rezagos y subirse con plenitud al tren del siglo XXI.
Reflexión final
Es urgente reiterar que el bienestar docente no es un lujo ni un gesto simbólico: es un dispositivo estructural que sostiene la calidad, equidad y resiliencia de los sistemas educativos latinoamericanos. Los discursos no resuelven ningún problema en esta materia, en ninguna. Sin políticas integrales que cuiden a quienes enseñan —en su salud mental, en sus condiciones laborales, en su desarrollo profesional y en su dignidad cotidiana— cualquier reforma educativa se convertirá en aspiración vacía.
Las cifras pueden seguir dando cuenta de brechas, ausencias y retrocesos; los discursos pueden insistir en innovación, digitalización o transformación. Pero mientras no coloquemos el bienestar del profesorado en el centro de la ecuación, seguiremos construyendo sobre terrenos frágiles.
Cuidar a los docentes no es dádiva o concesión, es un acto de justicia. Es, sobre todo, un ejercicio de inteligencia colectiva y sobrevivencia social.
