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Cuando surge un debate de orden moral en clase, a veces intentamos evitarlo. Le decimos a nuestro alumnado: “chicos, eso ahora no toca, hay que continuar con el tema”. La evasión de este tipo de situaciones puede tener que ver con el resurgir, en los últimos años, de una vieja tesis: la misión de la escuela es exclusivamente instruir, no educar; enseñar contenidos, no formar conciencias.
Este planteamiento se presenta como neutral, y deriva en ideas como las que hace poco escuché en un congreso educativo: “Yo sacaría la ética de la escuela de cuajo”. Así, evitamos problemas mayores. Sin embargo, basta leer con atención la Constitución española —y conocer mínimamente la historia intelectual europea— para comprender que separar enseñanza y formación de conciencia es pedagógicamente pobre, constitucionalmente inviable y filosóficamente ingenuo.
Educar no es solo instruir: ética y formación de la conciencia
El artículo 27 de la Constitución es inequívoco: “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana”. Esta fórmula, heredera del constitucionalismo europeo de posguerra y la Declaración Universal de Derechos Humanos, es respuesta histórica a un siglo XX que demostró con claridad que la instrucción sin ética no solo no garantiza la convivencia de la humanidad, sino que puede volverse contra ella.
Desde Aristóteles, la educación se entiende como proceso de formación integral. En la Política y la Ética a Nicómaco, insiste en que la “paideia” no consiste en transmitir habilidades, sino cultivar la virtud, orientar al bien común y formar ciudadanos capaces de deliberar. Separar enseñanza y ética, que parece estar bajo ese pensamiento que defiende que “la escuela debe dedicarse a enseñar”, es una mutilación del propósito educativo.
Kant, siglos después, profundiza en esta idea. En Über Pädagogik distingue entre “cultura” (habilidades, conocimientos, refinamiento) y “moralidad” (formación del carácter, de la voluntad buena). Advierte: una educación que perfecciona la inteligencia sin orientar la voluntad produce sujetos peligrosos. De ahí la tesis —frecuentemente parafraseada— de que un pueblo puede ser muy culto y, sin embargo, profundamente inmoral. Me parece inquietante que esto intente ponerse en duda hoy en día.
La educación es el mecanismo mediante el cual una sociedad transmite los valores que hacen posible una vida colectiva próspera, debilidad del mundo occidental actual. Sin educación moral no hay solidaridad, responsabilidad o sentido del límite. La enseñanza sin ética, moral o valores cívicos no cohesiona: fragmenta.
La falsa neutralidad de la educación
Freire, en el siglo XX, desmonta la ilusión de la neutralidad. Toda educación transmite valores, incluso cuando pretende no hacerlo. La renuncia explícita a la ética no elimina la ideología: la vuelve invisible y acrítica.
Europa aprendió demasiado tarde que la cultura y la instrucción no bastan para garantizar la moralidad. Alemania, a comienzos del siglo XX, era un país avanzado en ciencia, filosofía, técnica y administración. Y, sin embargo, esa misma sociedad fue capaz de organizar la barbarie con precisión burocrática.
Hannah Arendt lo explicó con lucidez: el mal puede ser administrado por personas correctas y eficientes, que cumplen órdenes sin ejercer juicio moral. No es la ignorancia lo que permite la barbarie, sino la suspensión de la conciencia.
Theodor W. Adorno, en Erziehung nach Auschwitz (1966), formuló la tesis que marcaría la pedagogía alemana de posguerra: la primera tarea de la educación es impedir que Auschwitz se repita. Para ello no basta con enseñar matemáticas, física o literatura: es necesario formar sujetos capaces de pensar críticamente, de resistir la obediencia ciega, de reconocer la dignidad del otro. Este pensamiento aplicado a la sociedad actual es absolutamente necesario.
La Ley Fundamental de Bonn (1949) incorporó esta lección: dignidad humana como fundamento del orden político, educación orientada a la personalidad. España, en 1978, asumió explícitamente ese legado. El actual auge del franquismo entre los jóvenes obliga a mantenernos férreos para educar en torno a estos principios.
Cuando la instrucción no basta
Una de las resistencias más frecuentes a la educación cívica o ciudadana es la afirmación de que los valores o la ética “ya están dentro” de las materias tradicionales. Es lo que se defendía en el congreso que mencioné al principio. Basta con enseñar bien Historia, Literatura o Ciencias para transmitirla, idea que es epistemológicamente débil e insuficiente.
Esta tesis confunde presencia potencial con formación efectiva. Que un contenido incluya valores no significa que el alumnado los interiorice. Saber qué ocurrió en Auschwitz no convierte automáticamente a nadie en demócrata. Leer a Machado no garantiza compasión. Conocer la teoría de la evolución no genera por sí mismo respeto por la vida.
Por otro lado, la mayoría de contenidos son moralmente ambiguos. La Historia puede enseñar la lucha por los derechos humanos, pero también la eficacia de la violencia política. La Física puede mostrar la belleza del conocimiento, pero también la neutralidad técnica que permitió la bomba atómica. Sin mediación ética explícita, los contenidos no orientan: se interpretan.
En ese sentido, Freire advirtió que la educación que se proclama neutral es la más ideológica. Cuando ética, moral o ciudadanía no se trabajan de forma explícita, se cuelan sin crítica los valores dominantes: competitividad sin cooperación, éxito sin responsabilidad, indiferencia ante el sufrimiento ajeno, etc.
La psicología moral lo confirma: la madurez ética no surge por “asimilación” de contenidos. Requiere diálogo, conflicto cognitivo, modelos adultos, reflexión sobre dilemas. Un alumno puede resolver ecuaciones complejas y justificar el acoso a un compañero. Puede leer a Lorca y ser homófobo, conocer la Ilustración y despreciar la igualdad.
Si los valores estuvieran “dentro” de las materias, no habría médicos sin compasión, ingenieros sin responsabilidad social o economistas sin conciencia de justicia. Sin embargo, los hay.
El artículo 27 de la Constitución Española es una reacción consciente a dos experiencias históricas: el uso autoritario de la educación durante la dictadura (la escuela como instrumento de adoctrinamiento, disciplina y homogeneización ideológica) y el aprendizaje europeo tras la Segunda Guerra Mundial, que mostró que la instrucción técnica sin formación moral puede facilitar formas extremas de deshumanización.
Por eso nuestra Constitución no se limitó a reconocer el derecho a la educación, sino que definió su finalidad, “el pleno desarrollo de la personalidad humana”. Esta expresión implica una concepción personalista y democrática del ser humano: el individuo no es solo productor, consumidor ni recurso económico: es un sujeto moral, social y político.
Este mandato no se agota en la transmisión de conocimientos. Incluye la formación ética, cívica y democrática. Una escuela que renunciara a ello vacía de sentido el derecho fundamental a la educación.
Nuestros principios jurídicos no conciben la educación como instrucción. Como la historia demuestra, el saber sin conciencia es insuficiente y hasta peligroso. Educar es formar humanidad, enseñar a relacionarnos. Acompañar a cada persona en el desarrollo de su juicio, sensibilidad, responsabilidad y capacidad de convivir.
Reducir la educación a instrucción es empobrecerla. Es negar su dimensión ética, cívica y democrática. Por eso, cuando algunos reclaman una educación neutral, sin valores o posición ética, conviene recordar que lo que piden no es neutralidad, sino renuncia. Y renunciar a la formación integral es renunciar a lo que nos sostiene como sociedad.


