La feminista, coeducadora, investigadora y docente en materia de género en la Universidad de Granada, Victoria Robles Sanjuán, coordina Educadoras en tiempos de transición (Catarata), una obra coral coescrita con Teresa García Gómez, Alba Martínez Rebolledo, Teresa Rabazas Romero, Natalia Reyes Ruiz de Peralta y Patricia Villamor Manero en la que se analiza el tardofranquismo y postfranquismo en España centrándose en la escuela y el movimiento feminista de entonces.
Maestras y activistas compartían afanes de igualdad y de democracia en unos años en los que el Magisterio se convirtió en una buena salida profesional para una niña de 14 años, en los que la escuela mixta era algo experimental, en los que no existía una red de educación para la primera infancia y hubo que inventarla o en los que el embarazo era causa de rescisión de contrato para las maestras de EGB.
La escuela es resistente al cambio, es eminentemente femenina, luego… ¿si no tenemos una institución más innovadora es por una actitud conservadora de las educadoras?
Claro que no, y ese es uno de nuestros objetivos: mostrar, a través de la investigación, experiencias ricas en profundización democrática y participación para el cambio desarrolladas por mujeres. El trabajo que hacen las mujeres suele ser desconocido o devaluado o las dos cosas. Nosotras reunimos una gama amplia de procesos de formación, educación y aprendizaje muy plurales, con ejes rectores de carácter pedagógico y también político coherentes con lo que significaba para esas mujeres y feministas educadoras vivir en democracia, en otra idea de democracia.
Emerge en esta época una tibia ideología feminista, aparecen las primeras asociaciones en la clandestinidad o semiclandestinidad, y sus reivindicaciones prioritarias son sociales, laborales o legales, ¿la educación iba después?
El movimiento feminista tiene muy presente desde el siglo XVIII que la educación es un eje fundamental, que saber es poder y es un derecho civil y para las mujeres. Pero, logrado el acceso de la mujer a la educación, derribadas las murallas en la escuela que separaba a chicos y chicas, con estas presentes ya en todos los tramos del sistema educativo, incluso en la universidad, y en igual proporción, las feministas desde 1975 presentan como agenda medidas que puedan incidir de manera rápida y directa sobre la sociedad española. La educación transcurre a otro ritmo y, por eso, no es prioritaria entonces. Es a finales de los setenta y principios de los ochenta cuando diferentes voces empiezan a subrayar que con la escuela mixta no es suficiente y empiezan a abordar el tipo de educación, de currículum, de relaciones que se establecen en las escuelas. Al principio lo hacen las maestras en solitario y, a finales de los ochenta, ya con respaldo. Es un tema que empieza a abordarse desde los sindicatos, desde algunos partidos, y la institucionalización del feminismo, contar con un Instituto de la Mujer donde se promueven experiencias coeducativas o se aborde la transformación de la escuela para incorporar una cultura de la igualdad supone un impulso tremendo.
Sobre todo, teniendo en cuenta que solo una década antes se había implantado la coeducación a la española (con currículos diferenciados y por falta de espacio y de recursos para seguir separando por más tiempo-) y que aún había defendía una especialización de maestras y maestros para las edades en que se formaban “las personalidades femeninas y masculinas”.
La educación siempre está impregnada de ideología, para lo bueno y para lo malo. Y la ideología que permea es la que está en la sociedad. Esto se ve en esa escuela al servicio de la dictadura, con una división sexual entre hombres y mujeres, con culturas diferentes. Lo bueno es que a finales de los sesenta emerge el debate en el momento de cambio que supone la Ley General de Educación, y Villar Palasí permite que chicos y chicas estén en las mismas aulas, lo que revuelve los viejos paradigmas de la diferencia entre sexos. Con esta escuela mixta ya implantada, contribuirá a superar esos paradigmas la expansión del modelo coeducativo, que busca eliminar estereotipos y roles y generar valores compartidos. Hoy la sociedad no es la misma, la mentalidad ha cambiado y somos conscientes de la necesidad de intervenir cuando hay prácticas que discriminan, también a aquellos que no se someten a la generización de su vida, al colectivo LGTBI, que se rebela contra la dicotomía hombres-mujeres. Queda aún, eso sí, una minoría de grupos procatólicos o ultraconservadores que siguen incidiendo en esas diferenciaciones. Sus argumentos pueden adornarse, pero son los mismos que entonces.
Habla del espectacular impulso de la coeducación en los ochenta, con la institucionalización del feminismo… Aunque se queda fuera del periodo de su estudio, ¿cómo fue su devenir después?
Hay un freno abrupto en 2002. El texto de la Ley de Calidad de la Educación que se publica ese año es muy significativo, pues rompe con el discurso de la igualdad. A eso se añade una reacción bastante virulenta en las autonomías populares, con un cierto revanchismo hacia esa conciencia de igualdad. Las coeducadoras habían adelantado mucho trabajo desde la II República: la LOGSE, con sus luces y sombras, instauraba el discurso de la igualdad entre chicos y chicas de forma muy explícita y elaborada en varios articulados. Ya no es que no haya aulas suficientes para segregar y por eso hay que tender a la escuela mixta, es una cuestión de valores sociales: la igualdad ha de ser el eje rector de la convivencia en las escuelas, y esto es inapelable. La LOCE del Gobierno de Aznar supone un retroceso a una visión de la escuela instructora, conservadora y pacata, con muy poco apoyo a las prácticas coeducativas. Se quedan con la parte de tradición de la escuela y renuncian a su faceta de innovación. Las coeducadoras cuentan con menos espacios, recursos, amparo… para aplicar sus principios pedagógicos. Una ley no impide, pero sí dificulta.
¿Qué opina de la actual ley educativa?
La Lomce es infinitamente peor. Cuando surge la LOCE es impensable dar la vuelta y pasar de una ley de igualdad a una ley ultraconservadora, pero Wert ya tenía el terreno allanado, y elabora su propuesta para atender a los grandes poderes ideológicos conservadores y económicos. Es una ley para el mercado, no para educar personas libres de constricciones ideológicas sino para instruir e instrumentalizar a las personas como trabajadoras. De ahí el aplauso del FMI o de la OCDE.
En nuestro contexto (España, 2018) a aquel debate de finales de los sesenta aún le quedan cabos sueltos… ¿Es anacrónico que existan centros que segregan por sexo sostenidos con fondos públicos?
Esto casi hace a Villar Palasí, franquista y del Opus Dei, abierto y avanzado. Me parece anacrónico, y me parece lógico que Unidos Podemos haya presentado una proposición de ley para acabar con la segregación por sexos. Hoy ya hemos tenido suficientes debates y experiencias y lo lógico sería que todos los partidos lo pidieran, incluyendo el PP. Lo contrario es una vuelta atrás y demuestra que no ha habido un avance democrático real, sino un retroceso enmascarado con discursos sobre la libertad de las mujeres. La segregación es una forma descarada de discriminación, y más si es con fondos públicos y el amparo de la Iglesia católica, que ahora trata de unirse a otras iglesias contra el feminismo. Diferenciar por sexo es volver al franquismo, o siglos atrás, porque el franquismo no se inventó la diferenciación sexual. Sostener eso o mirar para otro lado es lo que me parece anacrónico.
Además de coeducación, en el libro se habla de conciliación.
Sí, aborda continuamente cómo se construyen modelos de mujer y cómo las mujeres deconstruyen esos modelos femeninos que se les imponen. Lo vemos en experiencias diversas, de educadoras en el terreno escolar formal pero también de las precursoras del movimiento self-help o de las ludotecarias, que se movieron en los márgenes del sistema educativo. En la década de los ochenta la preocupación por la educación ya sí que adquiere unas dimensiones muy profundas, con todos los movimientos de renovación pedagógica, con las ideas de Freinet, que llevan décadas en otros sitios y que se amplían a todos los procesos educativos, no solo dentro del sistema formal. Así, fruto de una demanda del movimiento feminista, se crea una red comunitaria para atender a los niños más pequeños, se crea una red de ludotecas, de guarderías, de espacios de juego para las criaturas, para poder conciliar, porque si hoy lo tenemos difícil no me quiero ni imaginar cómo era entonces. Y pronto se ve la necesidad de replantearse esas guarderías como espacios de primera infancia en que se educa, porque en esa etapa también se educa, aunque Wert lo negara. Se revisan esos espacios con criterios pedagógicos y surgen así experiencias interesantes en el País Vasco, Cataluña… como analiza Natalia Reyes.
¿Eran entonces las mujeres y los niños ciudadanos de segunda?
Sí, la infancia lo sigue siendo, porque no tiene la capacidad democrática de decidir, de participar. Las mujeres lo fueron, por el paradigma que imperaba de la mujer subsumida y subordinada a la decisión del varón. Esto no cambia con la Transición, aunque las mujeres logran construir una ciudadanía propia a partir de la teorización feminista, con una identidad compartida como mujeres que acceden al ámbito de lo público vinculada a sus propios deseos, sus propias decisiones, su propio desarrollo sin ser subsidiarias. Y no ha cambiado aun hoy. Ahí está la brecha salarial, por ejemplo. Si hubiera cambiado no sería necesaria la huelga del 8 de marzo. Hace un par de meses Islandia ponía en marcha una ley contra la brecha salarial: ninguna empresa, bajo ningún concepto en los distintos elementos que intervienen, podría diferenciar los sueldos de un hombre y una mujer. Esta ley implica que la discriminación no puede tener lugar en las políticas del Estado. En España estamos muy lejos. A un neoconservador como el presidente Mariano Rajoy el tema de la brecha salarial es algo que no le interesa lo más mínimo. Él sabe muy bien cómo funciona el capitalismo y para él no es motivo de agenda política pública. Luego ha dicho que quiso decir otra cosa, pero su pensamiento es ese, y es un asunto que no va a resolver porque implica dar la vuelta a todas las políticas que defienden el enriquecimiento de las empresas y las instituciones a costa de la discriminación sutil y no tan sutil de las mujeres. Valga la ley islandesa para que nos demos cuenta de que estamos aún muy lejos de llegar a compromisos.
En Educadoras en tiempos de transición queda plasmado cómo los movimientos de izquierdas del postfranquismo también eran tremendamente machistas.
Sí, el machismo está presente en toda la sociedad, en todas las clases sociales y en todos los partidos políticos. Y lo sigue estando, no nos engañemos: desde la institución monárquica hasta el último reducto. El grado de sensibilización con la igualdad, de prioridad, viene del empuje de las mujeres feministas dentro de los partidos, de los sindicatos, para denunciar cualquier atisbo de discriminación. Los grupos de izquierdas se comprometen más con el proceso de transformación, pero aún queda machismo en su seno, pues son colectivos de personas con sus tradiciones culturales e ideológicas, y no es fácil librarse de ese modelo machista agresivo autoritario que, de otra manera, les perjudica a los varones también.
Lo de ‘feminazi’ es relativamente nuevo, pero el repudio de las tesis feministas es tan viejo como estas.
Sí, feminazi es un concepto actual para definir lo de siempre. Es una forma del neomachismo de llamarnos histéricas. Los procesos de liberación de las mujeres, o para ampliar sus derechos, siempre han contado con una reacción en contra. Esa terminología despectiva, esos insultos, son habituales contra quienes buscan que no se den discriminaciones en las decisiones que afectan a la convivencia común. Ayer y hoy, porque los derechos de las mujeres están incompletamente recogidos en la Constitución. Esta Constitución también necesita un repaso para adaptarse a la sociedad actual, en permanente bipolaridad entre los derechos de los hombres y de las mujeres y los frenos conservadores que los coartan.
En este proceso de reivindicación de la igualdad hay un hito, la celebración entre el 6 y el 8 de diciembre de 1975, pocos días después de la muerte de Franco, de las I Jornadas para la Liberación de la Mujer.
Sí, suponen un antes y un después. La relevancia de esa jornada, en una situación aún de semiclandestinidad, es para una tesis doctoral. Las monjas [del Colegio Montpellier] les dan permiso y se reúnen 3.000 mujeres para discutir sobre la necesidad de democratización, porque la democratización no la trajo Fraga ni los padres de la Constitución, sino que vino con muchas luchas como esta. No solo del movimiento de mujeres, pero las mujeres fueron clave.